hacer caso de la pregunta, Garrote, cuyo semblante expresaba el goce de una gran curiosidad satisfecha, dijo:
– ¿Con que es usted…?
Uno de los hombres armados que custodiaban al preso en el carro, añadió:
– El héroe de las Cabezas.
Y junto al carro sonó este grito de horrible mofa:
– ¡Viva Riego!
Garrote se empeñó en apartar a la gente que rodeaba el carro, apiñándose para ver mejor al preso e insultarle más de cerca.
Un hombre alargó el brazo negro y tocando con su puño cerrado el cuello del enfermo, gritó:
– ¡Ladrón, ahora la pagarás!
El desgraciado general se recostó en su lecho de sacos, y callaba, aunque harto claramente imploraban compasión sus ojos.
– Fuera de aquí, señores, a un lado – dijo Garrote, aclarando con suavidad el grupo de curiosos. – Ya tendrán tiempo de verle a sus anchas…
– Dicen que la horca será la más alta que se ha visto en Madrid – indicó uno.
– Y que se venderán los asientos en la plaza, como en la de toros – dijo otro.
– Pero déjennoslo ver… por amor de Dios. Si no nos lo comemos, señor coronel – gruñó una dama del parador cercano.
– Si no puede con su alma… ¿Y ese hombre ha revuelto medio mundo? Que me lo vengan a decir…
– ¡Qué facha! ¿Y dicen que este es Riego?… ¡qué bobería!… Si parece un sacristán que se ha caído de la torre cuando estaba tocando a muerto…
– Este es tan Riego como yo.
– Os digo que es el mismo. Le vi yo en el teatro, cantando el himno.
– El mismo es. Tiene el mismo parecido del retrato que paseaban por Platerías.
Hasta aquí las mortificaciones fueron de palabra. Pero un grupo de hombres que habían salido al encuentro de los carros, una gavilla mitad armada, mitad desnuda, desarrapada, borracha, tan llena de rabia y cieno que parecía creación espantosa del lodo de los caminos, de la hez de las tinajas y de la nauseabunda atmósfera de los presidios, un pedazo de populacho, de esos que desgarrándose se separan del cuerpo de la Nación soberana para correr solo manchando y envileciendo cuanto toca, empezó a gritar con el gruñido de la cobardía que se finge valiente fiando en la impunidad:
– ¡Que nos lo den; que nos entreguen a ese pillo, y nosotros le ajustaremos la cuenta!
– Señores – dijo Garrote con energía, – atrás; atrás todo el mundo. El preso va a entrar en Madrid.
– Nosotros le llevaremos.
– Atrás todo el mundo.
Y los pocos soldados que allí había, auxiliados con tibieza por los voluntarios realistas, empezaron a separar la gente.
Unos corrieron a curiosear en los carros que venían detrás y otros se metieron en la venta, donde sonaban seguidillas, castañuelas y desaforados gritos y chillidos. Un cuero de vino, roto por los golpes y patadas que recibiera, dejaba salir el rojo líquido, y el suelo de la venta parecía inundado de sangre. Algunos carreteros sedientos se habían arrojado al suelo y bebían en el arroyo tinto; los que llegaron más tarde apuraban lo que había en los huecos del empedrado, y los chicos lamían las piedras fuera de la venta, a riesgo de ser atropellados por las mulas desenganchadas que iban de la calle a la cuadra, o del tiro al abrevadero. Poco después veíanse hombres que parecían degollados con vida, carniceros o verdugos que se hubieran bañado en la sangre de sus víctimas. El vino mezclado al barro y tiñendo las ropas que ya no tenían color, acababa de dar al cuadro en cada una de sus figuras un tono crudo de matadero, horriblemente repulsivo a la vista.
Y a la luz de las hachas de viento y de las linternas, las caras aumentaban en ferocidad, dibujándose más claramente en ellas la risa entre carnavalesca y fúnebre que formaba el sentido, digámoslo así, de tan extraño cuadro. Como no había cesado de llover, el piso inundado era como un turbio espejo de lodo y basura, en cuyo cristal se reflejaban los hombres rojos, las rojas teas, los rostros ensangrentados, las bayonetas bruñidas, las ruedas cubiertas de tierra, los carros, las flacas mulas, las haraposas mujeres, el movimiento, el ir y venir, la oscilación de las linternas y hasta el barullo, los relinchos de brutos y hombres, la embriaguez inmunda, y por último, aquella atmósfera encendida, espesa, suciamente brumosa, formada por los alientos de la venganza, de la rusticidad y de la miseria.
En el segundo carro estaban presos también y heridos los compañeros de Riego, a saber: el capitán D. Mariano Bayo, el teniente coronel piamontés Virginio Vicenti y el inglés Jorge Matías. D. Patricio Sarmiento, que no se atrevió a acercarse al primer carro, se detuvo breve rato junto al segundo, pasó indiferente por el tercero, donde sólo venían sacos y un guerrillero con su mujer, y se dirigió al cuarto, llamado por una voz débil que claramente dijo:
– Sr. D. Patricio de mi alma… ¡Bendito sea Dios que me permite verle!
– ¡Pujitos!… ¡Pujitos mío!… – exclamó Sarmiento extendiendo sus brazos dentro del carro. – ¿Eres tú?… Sí, tú mismo… Dime, ¿estás también herido? Por lo visto, también vienes preso.
– Sí señor – repuso el maestro de obra prima, – herido y preso estoy… Diga usted ¿nos ahorcarán?
– ¿Pues eso quién lo duda?
– ¡Infeliz de mí!… Vea usted los lodos en que han venido a parar aquellos polvos. Bien me lo decía mi mujer… Sr. D. Patricio, al que está como yo medio muerto de un bayonetazo en la barriga, le deberían dejarle en manos de Dios para que se lo llevase cuando a su Divina Majestad le diese la gana ¿no es verdad?
– Sí, Pujitos mío – repuso Sarmiento estrechándole la mano. – ¿Sabes que tiemblo y tengo frío? más frío y más miedo que tú, porque voy a preguntarte por mi hijo en cuya compañía has vivido por esas tierras, y según lo que me contestes, así moriré o viviré… Hace seis días que estoy en la incertidumbre más horrible; hace seis días que bajo a este camino para interrogar a todos los que llegan… ¡Ah! por fin encuentro quien me diga la verdad. Pujitos de mi alma, tú me la dirás, aunque sea terrible.
– Sí señor, sí señor, yo se la diré – repuso Pujitos, cubriéndose con ambas manos el rostro y rompiendo a llorar como un chicuelo.
– ¡Conque es cierto, amigo, conque es verdad que mi pobre Lucas!… – gimió el preceptor con la voz entrecortada por el llanto. – ¡Pobre hijo de mi alma!
– ¡Pobre amigo mío! – añadió Pujitos, secando sus lágrimas. – ¡Y era tan cariñoso, tan bueno, tan leal!… Sin cesar estaba nombrándole a usted y cavilando sobre lo que haría usted en Madrid o lo que no haría… «Si tendrá discípulos, decía; si pasará trabajos. Ahora estará barriendo la escuela»… No nos separábamos nunca, partíamos nuestra ración y éramos en todo como hermanos. En las batallas siempre nos escondíamos juntos.
– ¡Os escondíais! – exclamó D. Patricio levantando el rostro con dignidad, pues esta era tan grande en él, que ni el dolor podía vencerla.
– ¡Ah! señor… el pobre Lucas era el mejor chico del mundo… ¡Pobrecito!…
– Ha tiempo que el dardo estaba clavado en mi corazón… Yo le tenía por muerto; pero la falta de noticias ciertas me daba alguna esperanza. Me agarraba con desesperación a las conjeturas. Pero tú has disipado mis dudas. Más vale la desgracia verdadera y declarada que una vacilación desgarradora.
– Aquí está todo lo que resta del pobre Lucas – dijo el herido mostrando un pequeño lío de ropa.
D. Patricio se abalanzó a aquel objeto mudo, testimonio tristísimo de su última esperanza muerta y lo besó con ardiente cariño. Breve rato le vio Pujitos con la cabeza apoyada en el borde del carro, oprimiendo con ella el lío de ropa y regándolo con sus lágrimas. Respetuoso con el