Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: El terror de 1824


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doblado, de maciza arquitectura, semejante a la de esos edificios bajos y sólidos que no tienen por objeto la gallarda expresión de un ideal, sino simplemente servir para cualquier objeto terrestre y positivo. Siendo posible la comparación de las personas con las obras de arquitectura, y habiendo quien se asemeja a una torre gótica, a un palacio señorial, a un minarete árabe, puede decirse de aquel hombre que parecía una cárcel. Con su musculatura de cal y canto se avenía maravillosamente una como falta de luces, rasgo misterioso e inexplicable de su semblante, que a pesar de tener cuanto corresponde al humano frontispicio, parecía una fachada sin ventanas. Y no eran pequeños sus ojos ciertamente, ni dejaban de ver con claridad cuanto enfrente tenían; pero ello es que mirándole no se podía menos de decir: «¡qué casa tan oscura!».

      Su fisonomía no expresaba cosa alguna, como no fuera una calma torva, una especie de acecho pacienzudo. Y a pesar de esto no era feo, ni sus correctas facciones habrían formado mal conjunto si estuvieran de otra manera combinadas. Tales o cuales cejas, boca o narices más o menos distantes de la perfección, pueden ser de agradable visualidad o de horrible aspecto, según cual sea la misteriosa conexión que forma con ellas una cara. La de aquel hombre que allí se apareció era ferozmente antipática. Siempre que vemos por primera vez a una persona, tratamos, sin darnos cuenta de nuestra investigación, de escudriñar su espíritu y conocer por el mirar, por la actitud, por la palabra lo que piensa y desea. Rara vez dejamos de enriquecer nuestro archivo psicológico con una averiguación preciosa. Pero enfrente de aquel sótano humano el observador se aturdía diciendo: «Está tan lóbrego que no veo nada».

      Vestía de paisano con cierto esmero, y todas cuantas armas portátiles se conocen llevábalas él sobre sí, lo cual indicaba que era voluntario realista. Fusil sostenido a la espalda con tirante, sable, machete, bayoneta, pistolas en el cinto hacían de él una armería en toda regla. Calzaba botas marciales con espuelas a pesar de no ser de a caballo; mas este accesorio solían adoptarlo cariñosamente todos los militares improvisados de uno y otro bando. Chupaba un cigarrillo y a ratos se pasaba la mano por la cara, afeitada como la de un fraile; pero su habitual resabio nervioso (estos resabios son muy comunes en el organismo humano) consistía en estar casi siempre moviendo las mandíbulas como si rumiara o mascullase alguna cosa. Su nombre de pila era Francisco Romo.

      D. Patricio, luego que le vio, llegose a él y le dijo:

      – ¡Ah! Sr. Romo, ¡cuánto me alegro de verle! Aquí estoy por sexta vez buscando noticias de mi hijo.

      – ¿Qué sabemos nosotros de tu hijo, ni del hijo del Zancarrón? Papá Sarmiento, tú estás en Babia… No tardarás mucho en ir al Nuncio de Toledo… Ven acá, estafermo – al decir esto le tomaba por un brazo y le llevaba al interior de la venta que servía de cuerpo de guardia – , ven acá y sirve de algo.

      – ¿En qué puedo servir al Sr. Romo? Diga lo que quiera con tal que no me pida nada de que resulte un bien al absolutismo.

      – Es cosa mía – dijo Romo hablando en voz baja y retirándose con Sarmiento a un rincón donde no pudieran ser oídos. – Tú, aunque loco, eres hombre capaz de llevar un recado y ser discreto.

      – Un recado… ¿a quién?

      – A Elenita, la hija de D. Benigno Cordero, que vive en tu misma casa, ¿eh? Me parece que no te vendrán mal tres o cuatro reales… Este saco de huesos está pidiendo carne. ¿Cuántas horas hace que no has comido?

      – Ya he perdido la cuenta – repuso el preceptor con afligidísimo semblante, mientras un lagrimón como garbanzo corría por su mejilla.

      – Pues bien, carcamal: aquí tienes una peseta. Es para ti si llevas a la señorita doña Elena…

      – ¿Qué?

      – Esta carta – dijo Romo mostrando una esquela doblada en pico.

      – ¡Una carta amorosa! – exclamó Sarmiento ruborizándose. – Sr. Romo de mis pecados. ¿por quién me toma usted?

      El tono de dignidad ofendida con que hablara Sarmiento, irritó de tal modo al voluntario realista, que empujando brutalmente al anciano le vituperó de este modo:

      – ¡Dromedario! ¿qué tienes que decir?… Sí, una carta amorosa. ¿Y qué?

      – Que es usted un simple si me toma por alcahuete – dijo D. Patricio con severo acento. – Guarde usted su peseta y yo me guardaré mi gana de comer. ¡Por vida de la chilindraina! No faltan almas caritativas que hagan limosna sin humillarnos…

      Inflamado en vivísima cólera el voluntario y sin hallar otras razones para expresarla que un furibundo terno, descargó sobre el pobre maestro aburrido uno de esos pescozones de catapulta que abaten de un golpe las más poderosas naturalezas, y dejándole tendido en tierra, magullados y acardenalados el hocico y la frente, salió del cuerpo de guardia.

      A D. Patricio le levantaron casi exánime, y su destartalado cuerpo se fue estirando poco a poco en la postura vertical, restallándole las coyunturas como clavijas mohosas. Se pasó la mano por la cara, y dando un gran suspiro y elevando al cielo los ojos llorosos, exclamó así con dolorido acento:

      – ¡Indigno abuso de la fuerza bruta, y de la impunidad que protege a estos capigorrones!… Si otros fueran los tiempos, otras serían las nueces… Pero los yunques se han vuelto martillos y los martillos de ayer son yunques ahora. ¡Rechilindrona! ¡Malditos sean los instantes que he vivido después que murió aquella preciosa libertad!…

      Y sucediendo la rabia al dolor, se aporreó la cabeza y se mordió los puños. Habíanle abandonado los que antes le prestaran socorro, porque fuera se sentía gran ruido y salieron todos corriendo al camino. D. Patricio, coronándose dignamente con su sombrero, al cual se empeñó en devolver su primitiva forma, salió también arrastrado por la curiosidad.

      II

      Era que venían por el camino de Andalucía varias carretas precedidas y seguidas de gente de armas a pie y a caballo, y aunque no se veían sino confusos bultos a lo lejos, oíase un son a manera de quejido, el cual si al principio pareció lamentaciones de seres humanos, luego se comprendió provenía del eje de un carro, que chillaba por falta de unto. Aquel áspero lamento unido a la algazara que hizo de súbito la mucha gente salida de los paradores y ventas, formaba lúgubre concierto, más lúgubre a causa de la tristeza de la noche. Cuando los carros estuvieron cerca, una voz acatarrada y becerril gritó: ¡Vivan las caenas! ¡viva el Rey absoluto y muera la Nación! Respondiole un bramido infernal como si a una rompieran a gritar todas las cóleras del averno, y al mismo tiempo la luz de las hachas prontamente encendidas permitió ver las terribles figuras que formaban procesión tan espantosa. D. Patricio, quizás el único espectador enemigo de semejante espectáculo, sintió los escalofríos del terror y una angustia mortal que le retuvo sin movimiento y casi sin respiración por algún tiempo.

      Los que custodiaban el convoy y los paisanos que le seguían por entusiasmo absolutista estaban manchados de fango hasta los ojos. Algunos traían pañizuelo en la cabeza, otros sombrero ancho, y muchos, con el desgreñado cabello al aire, roncos, mojados de pies a cabeza, frenéticos, tocados de una borrachera singular que no se sabe si era de vino o de venganza, brincaban sobre los baches, agitando un jirón con letras, una bota escuálida o un guitarrillo sin cuerdas. Era una horrenda mezcla de bacanal, entierro y marcha de triunfo. Oíanse bandurrias desacordes, carcajada, panderetazos, votos, ternos, kirieleisones, vivas y mueras, todo mezclado con el lenguaje carreteril, con patadas de animales (no todos cuadrúpedos) y con el cascabeleo de las colleras. Cuando la caravana se detuvo ante el cuerpo de guardia, y entonces aumentó el ruido. La tropa formó al punto, y una nueva aclamación al Rey neto alborotó los caseríos. Salieron mujeres a las ventanas, candil en mano, y la multitud se precipitó sobre los carros.

      Eran estos galeras comunes con cobertizo de cañas y cama hecha de pellejos y sacos vacíos. En el delantero venían tres hombres, dos de ellos armados, sanos y alegres, el tercero enfermo y herido, reclinado doloridamente sobre el camastrón, con grillos en los pies y una larga cadena que, prendida en la cintura y en una de las muñecas, se enroscaba junto al cuerpo como una culebra. Tenía vendada la cabeza con un lienzo teñido de sangre, y era su rostro amarillo como vela de entierro. Le temblaban las carnes,