Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: El terror de 1824


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a quienes perdonamos cuando éramos fuertes, tu nombre, que tanto repugna a despóticos oídos, será un símbolo de libertad y una palabra bendita cuando humillada la tiranía se restablezca tu santa obra. Subirás a la morada de los justos entre coros de patrióticos ángeles que entonen tu himno sonoro, mientras tu patria se revuelve en el lodo de la reacción domeñada por tus verdugos. ¡Oh, feliz tú, feliz cuanto grande y sublime! ¡Varón excelso, el más precioso que Dios ha concedido a la tierra, si fuera dable a este humilde mortal participar de tu gloria!… ¡Si al menos pudiera yo compartir tu martirio y entrar contigo en la cárcel, y oír juntos la misma sentencia, y subir juntos a la misma horca!… Este honor, yo lo ambiciono y lo deseo con todas las fuerzas de mi alma. Vacío y desierto está el mundo para mí, después que he perdido al lucero de mi existencia, a aquel preciosísimo mancebo inmolado como tú al numen sanguinario de la reacción… Quiero morir, sí, y moriré.

      Inflamado en furor que no tenía nada de risible, añadió corriendo con agitación:

      – Quiero morir gloriosamente; quiero ser víctima sublime; quiero ser mártir de la libertad; quiero subir al patíbulo… ¡Sicarios, venid por mí!

      Tropezando en un árbol, estuvo a punto de caer en tierra. Entonces añadió hablando consigo mismo:

      – ¡Ah, Patricio, tu noble arranque me causa la más viva admiración!… Mañana has de hacer algo digno de pasar a las más remotas edades. Sí, mañana. Vámonos a casa.

      Echó a andar, y al poco rato dijo:

      – ¿Pero en dónde está mi casa? Pues no se me ha olvidado dónde está mi casa…

      Miraba a la tierra como quien ha perdido el sombrero.

      – ¡Ah! Ya me acuerdo – exclamó sonriendo. – Tu casa está en la calle de la Emancipación Social, ¿no es verdad Patricio?

      Meditaba con el índice puesto en la punta de la nariz.

      – No… – dijo después de una pausa, en el tono gozoso del que hace un descubrimiento útil. – Es que yo solicité del Ayuntamiento que llamase calle de la Emancipación Social a la de Coloreros; pero no accedió y sigue llamándose calle de Coloreros. Allí vivo, pues.

      Entró en Madrid resueltamente. Subiendo por la calle de Toledo, dijo:

      – Tengo hambre.

      Pero después de registrar todos los bolsillos de su ropa que no bajaban de ocho, adquirió una certidumbre aterradora, que expresó en angustiosos suspiros.

      – Parece que se me doblan las piernas y que voy a caer desfallecido… ¡Comer! ¡que esto sea indispensable!… Miserable carne, ¿por qué eres así?… ¿A dónde iré?… Mi casa está vacía: no hay en ella ni una miga de pan… ¿Pediré limosna? Jamás. Los hombres de mi temple sucumben, pero no se humillan. A casa, Sr. D. Patricio; si es preciso se comerá usted el palo de una silla; ¡a casa!

      Al entrar en la calle de Coloreros encontrola oscura y desierta por ser muy avanzada la noche. Como su extenuación era grande, se habían debilitado sus sentidos, particularmente el de la vista, y necesitó palpar las paredes para encontrar la puerta. Sin saber por qué vino entonces a su mente un recuerdo muy triste, que ya otras veces había turbado profundamente su espíritu. Parecíale estar viendo delante de sí, en una noche oscura como aquella, al sin ventura Gil de la Cuadra arrojado en el suelo, arrastrando ignominiosa cadena, insultado por los polizontes. De todos los incidentes de aquella lúgubre escena, el más presente en la memoria de D. Patricio y el que le causaba más dolor era el ocurrido cuando su infeliz vecino preso pidió agua y Sarmiento, inspirándose en el más cruel fanatismo, se la negó.

      – Ya, ya lo sé – dijo D. Patricio cerrando los ojos para dominar mejor su terror, – ya sé que aquello fue una gran bellaquería.

      Y abriendo, no sin trabajo, la puerta, entró, apresurándose a cerrar tras sí porque le parecía que feos espectros y sombras iban en su seguimiento y que oía el lamentable son de la cadena de Gil de la Cuadra, arrastrando por las baldosas. Buscó en sus bolsillos eslabón y yesca para encender luz, mas nada halló de que pudiera sacarse lumbre. Sin desanimarse por esto, acometió la escalera con mucho cuidado y empezó a subir, deteniéndose en cada escalón para tomar fuerzas. Pero no había subido ocho cuando le fue preciso andar a gatas porque las piernas no podían con el peso del desmayado cuerpo.

      – Si me iré a morir aquí – dijo con angustia bañado en sudor frío. – ¡Oh! Dios mío. ¿Me estará reservada una muerte oscura, en mísera escalera, aquí, olvidado de todo el mundo…? Piedad, Señor…

      Sus fuerzas, a causa de la inacción, se extinguían rápidamente. Llegó a no poder mover brazo ni pierna. Entonces dio un ronquido y entregose a su malhadado destino.

      – ¡Oh! no, Señor – pensó allá en lo más hondo de su pensar; – no era así como yo quería morir.

      Sus sentidos se aletargaron; pero antes de perder el conocimiento, vio un espectro que hacia él avanzaba.

      Era un hermoso y brillante espectro que tenía una luz en la mano.

      III

      Cuando volvió en su acuerdo, el buen anciano se encontró en un lugar que era indudablemente su casa y que sin embargo bien podía no serlo. Llena de confusión su mente, miraba en derredor y decía:

      – Indudablemente es mi casa; pero mi casa no es así.

      Se incorporó en el canapé donde yacía, tocó la pared cercana, midió con la vista las distancias, y a medida que se aclaraba su entendimiento, más grande era su confusión. La semejanza entre su casa y aquella en que estaba era muy grande, pero también había diferencias, siendo las principales el aseo, los muebles y el orden perfecto de todo. Pero lo que más sorprendió al maestro de escuela fue ver en mitad de la encantada pieza una mesa puesta como para cenar, alumbrada por lámpara de pantalla, y que en la blancura de sus manteles y en el brillo de los platos revelaba las hacendosas manos que habían andado por allí. Como la mesa puesta, y puesta de aquel modo era el más grande fenómeno que podía presentarse ante los ojos de Sarmiento en su propia casa, creyose juguete de duendes o artes demoníacas. Probó a levantarse y pudo sostenerse en pie aunque apoyándose en la silla. Junto a la mesa había un sillón, y como Sarmiento lo creyese destinado a su persona, no vaciló en ocuparlo. En el mismo instante llegaron a su nariz olores de comida muy picantes y aperitivos. El anciano exclamó con mayor confusión:

      – No, esta no es mi casa.

      Decíalo por aquellos olores que hacía mucho tiempo habían dejado de acompañarle en su domicilio. A pesar de no ser supersticioso afirmose en la idea de hallarse bajo la acción de una magia o bromazo de Satanás. Y sin embargo, era la cosa más sencilla del mundo. Pronto se convenció de ello nuestro amigo viendo entrar a una joven vestida de negro, la cual se llegó a él sonriendo y le dijo:

      – Buenas noches, Sr. D. Patricio. ¿Ya se le pasó a usted el desmayo? Bien decía yo que no era nada. Sin embargo, mandamos llamar un médico.

      – ¡Por vida de cien mil chilindrones! – repuso Sarmiento, saliendo poco a poco del estupor en que había caído. – Pues no me queda duda de que estoy hablando con Solita en persona.

      – La misma – dijo la joven acercándose a la mesa y apoyando ambas manos en ella para contemplar más de cerca al viejo.

      ¿Y cómo es que estoy en mi casa y no estoy en ella?

      – Está usted en la mía.

      – ¡Ah! bien lo decía yo, bien lo decía. Estos platos, estos ricos olores, este arreglo no pueden existir en la casa de un pobre maestro de escuela sin discípulos. Como todos los cuartos de la casa son iguales, de aquí que… Pues con permiso de usted… me retiro a mi vivienda…

      – Antes cenará usted – dijo la muchacha sonriendo con bondad. – Me han dicho que no hay gran abundancia por allá arriba.

      – ¿Cómo ha de haber abundancia donde reina con imperio absoluto la desgracia? He caído, señorita D.ª Sola, a los más profundos abismos de la miseria. Vea usted en mí una imagen del santo patriarca