Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: El terror de 1824


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que me acuerdo de esto, tengo una congoja… Cierta noche, cuando llevaron preso al Sr. Gil de la Cuadra, yo… Repito que él conspiraba y que hacían bien en prenderle… ¿Usted recuerda…?

      Soledad, pálida y abatida, miraba fijamente el mantel.

      – Usted recuerda que su papá… cuando le pusieron las cadenas, ¿eh?… pues sí, parece que tenía sed. Me pidió agua, y yo no se la quise dar. Hice mal, mal, mal; aquello fue una bellaquería, una brutalidad… una infamia: seamos claros. Más adelante, cuando vivían ustedes en casa de Naranjo… que, entre paréntesis, era un gran bribón, yo… en fin, recordará usted que la noche en que murió el señor Gil de la Cuadra, me metí en la casa con otros milicianos para registrarla… Confiese usted que teníamos razón, porque su papá de usted conspiraba, es decir, nones, ya no conspiraba por causa de estar muerto; pero…

      La confesión de sus brutales actos de fanatismo costaba al preceptor sudores y congojas; pero sentía la necesidad imperiosa de echar de sí aquel tremendo peso, y como con tenazas iba sacándose las palabras.

      – Ello es que yo me porté mal aquella noche… Verdad que éramos enemigos; que él conspiraba contra la libertad; que yo tenía una misión que cumplir… el Gobierno descansaba en mi vigilancia… Pero de todos modos, Sra. D.ª Solita, usted no obra cuerdamente al tratarme como me trata.

      – ¿Por qué? – dijo la joven alzando sus ojos llenos de lágrimas.

      – Porque somos enemigos políticos.

      Bañado el rostro en lágrimas, Sola se echó a reír, lo que producía singular contraste.

      – Porque somos enemigos encarnizados… porque me porté mal, y si ahora salimos con que usted me da cama y mesa… Además mi dignidad no me permite aceptarlo, no señora. Parecerá que he cedido en mis opiniones… que transijo con ciertas ideas.

      Sola reía más.

      – Usted se burla de mí. Bien: no hablemos más del asunto. Se me figura que usted me perdona aquellos desmanes. Bien, muy bien. Reconozco que es un proceder admirable; pero yo… póngase usted en mi lugar…

      – Me parece – dijo Sola, – que ya es hora de que se acueste usted.

      – ¿En esa cama? – dijo Sarmiento con incredulidad y abriendo mucho los ojos.

      – En esa.

      – ¡Y tiene colchones!

      – Y manta… Ya que tiene usted repugnancia de aceptar lo que le ofrezco, no insistiré – dijo la muchacha con malicia; – pero valga mi hospitalidad por esta noche. Mañana se volverá usted a su casa.

      – Bien, bien – exclamó Sarmiento. – Por vida de la chilindraina, que es una excelente idea. Mañana lo decidiremos, y esta noche como estoy tan cansado… En verdad, ¿para qué necesito yo colchones ni platos exquisitos si están contados mis días?… ¡Ay! La pérdida de mi hijo me ha secado el corazón. Para mí ha concluido el mundo. Conozco que estoy de más y me apresuro a emprender el viaje. Pero ha de saber usted que mi idea es morir gloriosamente, mi plan tener un fin que corresponda a la grandeza de las doctrinas que he sustentado en vida. Yo no puedo morir como otro cualquiera, Sra. D.ª Solita, y aquí me tiene usted en camino de llenar una página de la historia.

      Sola parecía inquieta oyendo los disparates de su huésped.

      – Sí señora – añadió Sarmiento exaltándose y echando lumbre por los ojos. – Voy a morir por la patria, voy a morir por la libertad, por esa luz que ilumina al mundo; voy a ser mártir; voy a elevar mi frente como los héroes, conquistando con un fin heroico la inmortalidad.

      – Lo que yo veo es que era cierto lo que me habían dicho.

      D. Patricio se levantó y tomando una actitud de estatua, prosiguió de este modo:

      – ¿A qué arrastrar una vejez oscura y miserable, cuando las circunstancias me brindan con la inmortalidad? El ejemplo de ese héroe a quien he visto conducido como los criminales y que subirá al Calvario dentro de poco, me sirve de guía. ¡Oh luz de mi inteligencia, bendita seas por haberme inspirado esta idea!

      Tomando luego bruscamente el tono familiar, dijo a Solita:

      – Pocos días me restan de vida. Quizás tres, quizás dos, quizás uno solo. Como he de molestar por tan poco tiempo, apreciable señora, me quedaré aquí.

      – Está muy bien pensado. Ahora a dormir.

      Vino el médico que habían llamado, y Sarmiento le despidió de mal talante, diciendo que no necesitaba medicinas, porque para él, el cuerpo no era nada y el alma todo. El médico que ya le conocía, encargole mucho cuidado con la cabeza, advirtiendo reservadamente a Sola que le encerrara si tenía empeño en que tal enfermo viviese. Después de la partida del Galeno, D. Patricio mostró deseos de acostarse.

      – Buenas noches, señora – dijo el preceptor entrando en la alcoba. – ¿Mañana tomaré chocolate?

      – ¿Eso había de faltar? Si no fuera por esa dichosa muerte heroica que le espera, le tomaría usted muchos días. ¡Qué necedad privarse de ese gusto por la gloria que no es más que humo!

      – Usted habla en broma – dijo D. Patricio, cuya voz se oía débilmente desde la sala, porque había cerrado la puerta para acostarse. – No puedo comprender que su claro entendimiento compare unas cuantas onzas de soconusco con la inmortalidad y la gloria… ¡Ah! señora mía, lo único que me consuela de la pérdida que acabo de experimentar, es el saber que mi adorado hijo está gozando de esa inextinguible luz de la gloria, premio justo de los que han muerto defendiendo la libertad. ¡Mártir sublime, que Dios te bendiga como te bendigo yo! ¡Yo que me apresuro a imitarte!… ¿Solita, se ha marchado usted?

      – No señor, aquí estoy oyéndole con mucho gusto. ¡Cuánto siento la muerte del pobre Lucas!… ¡Era tan buen muchacho!…

      – ¡Válgame Dios lo que he perdido! Era un dechado de virtudes – dijo Sarmiento dando un gran suspiro – y de amor filial. Su inteligencia superior se remontaba a las más altas concepciones. Su valor indomable no tenía igual, y creeríase al verle que en él había resucitado un héroe antiguo. Vamos, que en aquel famoso 7 de Julio, dejó bien puesto el pabellón… ¡Pobre hijo mío! Sus nobles facciones eran idénticas a las de su madre. ¡Si supiera usted cuán hermosa era mi Refugio!… ¿Está usted ahí, Solita?

      – Aquí estoy. Sí, debía de ser muy hermosa D.ª Refugio.

      ¡Ah! ¡Si usted la hubiera visto!… ¡Qué boca!… ¡qué ojos!… ¡qué pie!… Me parece que la estoy mirando. La llamaban la diosa de Calabazar del Buey por ser este el lugar de su nacimiento… ¡Oh dulces memorias! ¿por qué venís a atormentarme en estas aflictivas horas?… Yo me enamoré de Refugio como un insensato, porque siempre he sido así, un fuego vivo. ¡Cuánto me costó sacarla de la casa paterna!… en fin, nos unimos en dulce lazo el día de la Encarnación… Por Noche-Buena nació nuestro pobre Lucas, que parecía una bola de oro y manteca… ¡Oh tiempos!… señora doña Solita.

      – ¿Qué?

      – ¿Se ha marchado usted?

      – No señor, aquí estoy.

      – Parece que se ríe usted.

      – De ningún modo.

      – Hágame usted el favor de abrir la puerta, porque deseo verla a usted antes de dormir. Es una necesidad de mi pobre espíritu.

      Soledad abrió. Completamente arrebujado en las sábanas, D. Patricio no mostraba más que la cabeza.

      – Está usted mucho más guapa que cuando vivía el Sr. Gil de la Cuadra – insinuó el viejo.

      – Podrá ser.

      – ¿Se acuesta usted ya?

      – Antes tengo que hacer.

      – Pues buenas noches, porque a causa del mucho cansancio… Perdone usted mi descortesía; pero no lo puedo remediar; me duermo como un animal. ¡Oh gloria, oh lauros inmortales, oh libertad!…