ni nos persigan. Te diré que es joven, que es bueno, y que me ama con delirio, como yo a él.
No siento dejar mi casa, que me era odiosa: en ella se queda Ernesto, de quien te diré que el mismo día de la boda, y al siguiente, ya vi bien claro que no le quería, ni podría quererle nunca. Ernesto no es un marido, ni sabe más que hacer cuentas. No te escribo para que vayas a consolarle. ¡Como que se habrá quedado tan fresco! él, y el ladronazo de su padre, y su casa, y toda la sociedad me importan a mí un rábano.
«Te escribo porque mis padres y mi hermana sí que me importan, y pensando en el sentimiento que tendrán por mi fuga, se me amarga el júbilo de mi estado libre. De tu buena condición y de tu amistad espero el favor de que vayas a ver a mis padres y a Valeria, y les digas que aunque me escapé, rompiendo por todo, siempre les quiero, y soy su invariable hija y hermana… Querido Pepe: les dirás también que estoy buena, aunque con la zozobra natural de saber lo que ellos padecen, y que no me arrepiento de haber tomado el portante, porque soy feliz, y me importa un rábano la opinión pública… A ellos les deseo conformidad, y les pido que me perdonen el mal rato que les he dado, y que se vayan haciendo, porque ya digo… me importa menos que un rábano, por lo que toca a la sociedad y a los conocimientos de casa… Les dices también, como cosa tuya, que no me busquen ni den parte, ni nada, porque ni hecha pedacitos así, vuelvo yo con ese marmolillo de Ernesto… y tú, ya sabes, Pepe querido, que no has de hacer por averiguar dónde estamos… No lo sabrás aunque te vuelvas mico… Si te portas como caballero, yo te escribiré alguna vez que otra, para que por ti entiendan mis padres que estoy buena y que les quiere mucho su hija. Adiós, buen amigo. Éste te saluda y te manda expresiones. Tú se las das mías a María Ignacia, y a tu niño dos besitos, uno de cada uno de nosotros dos… Pepe, mira bien lo que te encargo: que no nos busquen, que no den parte… Si así lo haces, tendrás la confianza de tu leal amiga – Virginia».
No pude yo contar las cruces que después de leída la carta trazó María Ignacia sobre su rostro y pecho, ni las exclamaciones de pena y asombro, que fueron su primer comentario a suceso tan inaudito. Al fin hizo estas observaciones rápidas: Ya dije yo que esa chiquilla no era tan buena como parecía. Recordarás que era de las dos la más modosita, y, para mayor absurdo, la menos romántica. Pero yo he creído ver en ella, antes y después de casada, relámpagos de locura. Mira por dónde sale ahora. ¡Dios mío, qué desgracia, qué vergüenza! Pero ¿cuándo ha sido la fuga? ¿Ayer noche? No lo dice… Y el hombracho, ¿quién es, Pepe? ¿Será de estos mequetrefes sentimentales que engañan a las tontas cantándoles el Suspiros hay, mujer, que ahoga el alma en flor, o será algún cotorrón maduro de éstos que…? En fin, tú sospecharás, tú tendrás algún indicio».
Respondile que nada sé ni sospecho, y que, en vez de dar vanamente al viento nuestras lamentaciones y conjeturas, debíamos acudir a las dos familias heridas por aquel escándalo, para ofrecerles el consuelo de nuestra amistad, como es costumbre, así en los duelos de muerte como en los de honra. Con perfecta unanimidad de pensamiento tomamos la resolución de proceder en sentido contrario a los deseos de la bribonzuela de Virginia, dando conocimiento de la carta a los padres, y ayudando a la busca, captura y castigo de los fugitivos. Media hora después de tomado este acuerdo, entrábamos mi mujer y yo en la casa que podríamos llamar mortuoria, y que encontramos toda revuelta. A don Serafín le habían sangrado, y doña Encarnación estaba en cama con furibundos ataques nerviosos. Eufrasia y Cristeta, que atendían a todo y recibían las visitas de duelo, nos informaron de la tribulación de los desdichados padres; y como yo pidiese noticias del estado de ánimo de los Rementería, contestome Eufrasia: «Pues esta mañana estuvo aquí don Mariano José a ver si sabíamos algo, y al responderle yo que seguíamos a obscuras, me dijo: ‘Lo más lamentable es que en España no tengamos divorcio. ¡Estamos muy atrasados!’»
De acuerdo con María Ignacia, determiné practicar por mi cuenta y riesgo las primeras diligencias para dar con la prófuga, y me fui derechito a Gobernación.
VII
13 de Enero de 1854. – Mal día para negocios que no fueran de política. En la Puerta del Sol me encontré a dos amigos que salían del Ministerio: eran Antonio Cánovas del Castillo y Ángel Fernández de los Ríos. Al primero le conocí el año pasado en casa de su tío, don Serafín Estébanez Calderón. Es malagueño, cecea un poco; su talento duro y poco flexible me cautiva precisamente por eso, por la dureza y rigidez. Ya está uno harto de los ingenios chispeantes, volubles, imaginativos, que fascinan, y no van ni nos llevan a ninguna parte. Éste no dice más que la mitad de lo que piensa, y hará, creo yo, el doble de lo que dice. Así me gustan a mí los hombres. A Fernández de los Ríos le trato desde que fundó Las Novedades, en Diciembre del 50. Quiso que yo escribiera en su periódico; pero mi pereza y el deseo de conservar la libertad de mi juicio pudieron más que mis ganas de complacerle. Es buen periodista y gran plasmante de periódico; pero mi pereza y el deseo de conservar la libertad de mi juicio pudieron más que mis ganas de complacerle. Es buen periodista y gran plasmante de periódicos. Su idea dominante es la unión de España y Portugal… ¿Cuándo madurarán esas uvas?
Ambos amigos me dijeron que no intentara ver a Sartorius, porque a nadie quería recibir; estaba con las manos en alto sosteniendo la nube que se le viene encima, y lo mismo pesa sobre el Gobierno que sobre las instituciones. Un rato fui con ellos hacia la Carrera de San Jerónimo, donde se nos separó Cánovas para entrar en la librería de Monnier, y se nos juntó Nicolás Rivero, que de ésta salía. Andando, nuestro grupo llegó a tener ocho personas, entre las que recuerdo a Romero Ortiz y al poeta Gabriel Tassara. No necesito decir que todos hablaban horrores del Gobierno, de su arrogancia frente a la opinión, y de lo arisca y deslenguada que ésta se va poniendo. En las conversaciones particulares y en los papeles clandestinos, se prodigan a la situación polaca los siguientes piropos: tahúres políticos, cuadrilla de rateros, turba de lacayos y rufianes. La tormenta empezó a levantarse a la subida de San Luis, y sus primeros rayos cayeron en Diciembre sobre el Senado, con motivo de los debates y votación famosa del Proyecto de Ferrocarriles. Derrotado Sartorius, limpió el comedero a todos los senadores que habían votado en contra, de lo que provino un mayor estallido de la tempestad, con los truenos y el furioso granizar de la prensa desmandada. Acudió el Gobierno a poner a cada periódico su correspondiente mordaza. Chillaron los periodistas por la boca de una protesta colectiva. Fue también ahogada la protesta, y de aquí vino una manifestación general, enérgicamente escrita, firmada por hombres de diversos colores y opuestos cotarros, comprendidas figuras tan grandes como Quintana y el Duque de Rivas, otras de lucida talla, como González Bravo, Pastor Díaz y Olózaga, y toda la gente joven de más valía, Cánovas, Florentino Sanz, Vega Armijo, Ayala… En este punto de la tempestad estamos ahora. En tanto que descargan nuevos rayos y se ennegrecen las pavorosas nubes, los periódicos amordazados se vengan del Gobierno y de la Casa Real, callándose todo lo que habían de decir del parto de Su Majestad. El 5 nació una Princesita, y el mismo 5 se volvió al Cielo, dicen que para no ver las cosas tremebundas que aquí ocurrirán pronto. Sé que en Palacio ha sentado muy mal el torvo silencio de la Prensa: esperaban oír los ampulosos ditirambos que en loor de la Institución se prodigan a cada triquitraque. Pero esta vez falló la costumbre: los periodistas se han callado como cartujos; no han escrito una palabra de regio vástago, ni de nada de eso… Lo que ellos dicen: «o estas trompetas suenan para todo, o no suenan para nada». Por ahí duele.
Proponiéndome yo que no pasase el día sin iniciar por lo menos mis diligencias en busca de la dislocada Virginia, abandoné a mis amigos y me fui al Gobierno Civil, que desempeñaba otra vez el buen Zaragoza; mas tampoco pude verle. ¡Desgracia como ella! Fue uno de esos días aciagos en que no hay puerta ni mampara que no se cierre adustamente sobre nuestras narices. Traté de ver a Chico en el Gobierno Civil; luego estuve dos veces en su casa, y todo inútil. Evidentemente, el Cielo protegía con manifiesta parcialidad a los amantes prófugos. Ya me retiraba, reconociéndome con muy mala mano para la cacería de criminales de amor, cuando me deparó el Cielo a don José María Mora, director de El Heraldo, hombre muy amable y de extraordinaria corpulencia. Recordando al punto la gran amistad de aquel cetáceo con los Rementerías, le paré en medio de la calle; hablamos… Poco más que yo sabía del suceso; pero algo me dijo que era la primera luz que debía esclarecernos el camino de la verdad. Sus palabras, entre resoplidos, fueron: «Pero ¿ha visto usted qué trasto de