pergeñando estas deslavazadas Memorias, y que me cosquillea en la voluntad el prurito de quemar todo lo escrito desde Febrero del año anterior, con lo que vendré a ser inquisidor de mí mismo? Pues saben todo lo que yo sé, y no necesito escribir más.
Madrid, Noviembre de 1853. – A instancias de mi mujer, intento reanimar mi espíritu con el enredo de contarle cositas a la Posteridad; pero ello ha de serme difícil en grado sumo, pues ya parece que de mi mente se alejan esquivas las formas literarias, negándose a entrar en ella, como en venganza del largo desuso a que las he tenido condenadas. ¿Cómo empiezo? ¿Qué materia social o política cogeré del montón de la vida presente para probar en ella mis fuerzas mentales embotadas? Nada encuentro que me sirva; y sin materia rica en elementos psicológicos, ¿qué ha de hacer el pobre ingenio mío, que veo acortarse de hora en hora, como la piel de lija que sirvió a Balzac para su famoso simbolismo de la humana vida? ¿Hablaré de la muerte de mi padre? Esto a mis lectores poco interesa, y a mí, por dolerme tanto, me lastima traer asunto tan íntimo a estas páginas frívolas, amargas, que sin quererlo suelen salirme irónicas. Y lo malo es que, apartando la mente de mi desgracia para llevarla a la vida general, no encuentro más que muertes, muertes célebres, como podríamos llamar a las que no circunscriben su duelo al término de una familia. Murió Mendizábal. Tres días ha le llevamos al cementerio con gran multitud de pueblo y señores, tributo tardío y menguado a un hombre que estimo como de los más altos de nuestro siglo por las ideas grandes y la voluntad poderosa. Últimamente, los políticos de tanda le hacían poco caso. Muerto, se ha visto su talla gigantesca, y hemos empezado a mirar y a medir su obra colosal, incompleta, porque aquí siempre ha de perderse en el tiempo el remate de las cosas: así lo dispone la envidia. Los envidiosos callaron al ver pasar su entierro; el pueblo, que, por ser tan poco envidiable, es quien menos envidia, le siguió con respeto y emoción, comprendiendo con seguro instinto todo el valor de la figura política que ya teníamos arrumbada, y que ahora revive, aunque sólo en nuestra memoria.
Murió también Jenara, la viuda de Navarro, mujer de larga historia propia y de grandísimo ingenio para contar la de los demás. Era la dama más guapetona y más salada que nos legó el ominoso reinado; su trato cautivaba; su sinceridad era la mayor de sus virtudes, con haber tenido muchas, aunque no todas las que manda el Decálogo. Desde el azaroso tiempo de José hasta las dos Regencias inclusive, precursoras de Isabel II, y aun un poquito más acá, no había fragmento anecdótico relacionado con la vida pública que no existiera en sus archivos, y estos solía mostrarlos, cuando estaba de vena jovial, a sus buenos amigos. Deja una memoria dulce sin sombra de rencores. En su testamento ha repartido entre las amistades algunas joyas y objetos de valor. A María Ignacia le ha dejado una pulsera que le regaló doña Francisca de Braganza, y a mí dos cartas de Chateaubriand en que habla del Congreso de Verona de Alejandro de Rusia, y particularmente se sí mismo. R. I. P.
El que no se ha muerto es Rementería, ni trazas tiene de óbito cercano; al contrario, disfruta de una salud aterradora, que, según dice, debe a las abluciones con agua fría… Este azote de la humanidad no ha concluido de contarnos todo lo que vio en la Exposición de Londres, y siempre acaba diciendo: «estamos muy atrasados», o «vivimos en un grande atraso». Pasa por hombre de posibles, y así lo manifiesta su casa, que es también la de sus hijos, Ernesto y Virginia. Sus alfombras, sus cortinajes, su comedor vieux chène, sus dos salones con tapices, imitación de Gobelinos el uno, el otro de severo estilo inglés, son la admiración de Madrid… Y además de hombre adinerado, es muy entendido en negocios. España le debe, si no la implantación, el perfeccionamiento de las Sociedades de Seguros sobre la Vida, pues la Sociedad suya, la que fundó y dirige, nombrada La Previsión, ha empezado sus operaciones con un éxito loco, según dicen. No pocas Empresas de esta clase se han fundado en España de algunos años acá, y parece que todas prosperan… Los milagros de la asociación y del mutuo auxilio, en Inglaterra y en Francia, por diversas plumas han sido explicados aquí en periódicos y boletines. ¡Si llegaremos algún día, con la ayuda de Dios y el concurso de estos entendidos negociantes, a la categoría y significación de pueblo rico y civilizado!… Guizot dijo a los franceses: enriqueceos, y nuestros aseguradores de la vida contra la pobreza, de la propiedad urbana contra incendios, y de las naves contra los riesgos de la mar, dicen a los españoles: «asociaos; traedme vuestras economías, y os haré poderosos». Los españoles, borregos a nativitate, llevan, sí, sus economías… «¡La previsión, el ahorro, el mutuo auxilio!… ¡ah! Estamos muy atrasados…».
A instancias de mi mujer, leo los párrafos antecedentes, y ella me dice: «Parece que tomas a broma la sociedad de don Mariano José… y en eso no eres justo, Pepe. Rementería tiene mucho talento, ha visto medio mundo, aprendió en el extranjero estas cosas de juntar los ahorros de todos para hacerlos crecer y… Pero ¿qué gestos haces?
– Estamos muy atrasados…
– No te rías, ni tomes esto a broma. Aquí tengo el prospecto.
– Lo sé de memoria. Trae primero la retahíla del Consejo de Vigilancia, en el cual han metido a tu padre; después dice: Director, don Mariano José, etc… caballero de la Legión de Honor…
– Y por ser de la Legión de Honor, ¿crees que le llevarán más pronto el dinero?
– Naturalmente. Ya sabe el pie de que cojea todo español que tenga cuartos. El español con ahorros camina ciegamente hacia un hombre estirado, que se los pide mostrando un cintajo en el ojal de la levita.
– ¡Qué exagerado eres, y qué disparates dices! Explícame esto de las imposiciones y del 3 por 100. Dime cómo se aumenta el capital o fondo; qué significa esto de la amalgamación de intereses, y cómo y por qué se enriquece el asegurado que conserva la vida…
Di a mi mujer explicación clara de las bases y mecanismos de la Sociedad, que son excelentes, y añadí: «La idea es en sí fecundísima: desconfío de las personas que la ejecutan». Tronó María Ignacia contra mi pesimismo, y apuntando el propósito de asegurar a nuestro hijo, me leyó este incitativo párrafo del prospecto: «La combinación de imposición de fondos en títulos del 3 por 100 y de la herencia mutua entre los asegurados, produce resultados sorprendentes, en términos que una imposición de 1.000 reales anuales que un padre hace encabeza de un niño recién nacido, promete a este hijo un capital de 470.000 reales si alcanza su vida la edad de veinticinco años».
– ¡Parece milagro! Aseguraremos al pequeño, si quieres. Somos ricos. Si en esta lotería no nos cae premio, poco perderemos… ¡Adelante las Sociedades de Seguros! Con desconfianza de sus manipuladores, yo las admito y enaltezco. El principio económico en que se fundan no puede ser mejor. La base del negocio es la muerte, infalible cosecha, y lo que en otros países ha dado buenas ganancias, aquí debe darlas triples, porque los españoles, en su gran mayoría, se mueren antes de tiempo, por la falta de higiene, por las guerras civiles, por la miseria. Yo te concedo que las tales Sociedades son buenas y que debemos alentarlas hasta ver en qué paran; pero no me mandes incluir estas vulgaridades en mis Memorias, que o no serán nada, o deben transmitir desde mis días a los venideros los graves hechos políticos y militares…
– Ven acá, tonto de capirote – replicó mi mujer, poniendo en sus ojuelos claros toda la agudeza de su espíritu: – ¿quién te dice que esto no es un tema social, un tema político, el más político de cuantos pueden existir… histórico además, por ser cosa que va de un día para otro y de un año para otro año?… Ciego estás si no ves lo interesante que ha de ser este capítulo de las Sociedades para los que te lean dentro de medio siglo. Piénsalo, Pepe, y hazme el favor, te lo suplico, de no romper lo que has escrito de don Mariano José y de la flamante Previsión, que es una mina, créelo, el grande hallazgo de todos los españoles que se tomen tiempo para morirse. Piénsalo, Pepe, y no rompas…».
No rompí, pensé…
VI
Diciembre de 1853. – He comprendido que mi mujer, en quien cada día reconozco más claras dotes de profetisa y adivinadora, me señala la verdadera fuente de la histórica filosofía, y su talento admirable arroja mayor brillo cuando me dice: «En los actos más insignificantes encontrarás el filón de pensamientos que buscas». A los pocos días de la conversación relatada en mi anterior confidencia, salimos de compras. Algo necesitábamos