Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: 7 de Julio


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que hacer hermano? – preguntó la muchacha, corriendo a sentarse junto a la mesa en que Salvador escribía.

      – No: puedes acompañarme un rato. ¿Y el Sr. Gil?

      – Lo mismo. Le he dejado durmiendo. Siempre consumido de tristeza y cada vez más decaído. No hay duda que le atormenta la idea de quitarse la vida. Si yo no tomara tantas precauciones ya nos habría dado un susto.

      Soledad hablaba con agitación. Sus mejillas ligeramente se coloreaban, mas no puede asegurarse si este fenómeno tenía por causa el cansancio o la satisfacción de verse allí, tan cerca de su antiguo vecino y amigo de siempre. Miraba a todos lados, demostrando interés cariñoso por los varios objetos de la estancia, desde el archivo que ocupaba un testero, hasta los cuadros viejos y malos, que cubrían el otro. Eran retratos desechados por carecer de condiciones artísticas, algunos paisajes a la flamenca, cacerías y también batallas absurdas en que se veían caballos muertos que parecían cerdos blancos, arcabuceros apuntando al cielo, culebrinas que vomitaban bermellón, y torres muy pulidas por cuyas almenas asomaban lindos arqueros empenachados con plumas de distintos colores.

      A Sola le parecía hermosísimo aquel museo. Después que lo observó todo con claras muestras de placer infantil, fijó los ojos en la mesa y vio con sorpresa que no estaba, como otros días, llena de papeles amarillos y empolvados, de expedientes, cuadernillos, cartas y libros de asiento, sino hermosos volúmenes con canto de oro y finísimas pastas; vio también que su hermano tenía delante varios pliegos donde no había como otras veces grandes filas de números semejantes a ejércitos en disposición de entrar en batalla, sino renglones de prosa seguida y corriente.

      – ¿Qué estás haciendo? – preguntó Sola a su hermano con amable confianza.

      – Para ti no hay secretos – repuso el joven separando la vista del papel. – Esto no es una cuenta, es un discurso que me ha encargado el señor Duque.

      – ¿Un discurso?

      – Sí; para pronunciarlo pasado mañana en las Cortes. Ya me falta poco – añadió tomando un libro y hojeándolo. – Veamos lo que dice Voltaire sobre este punto, porque has de saber que Su Excelencia quiere que en el discurso haya muchas citas y que en cada párrafo hablen por su boca dos o tres filósofos.

      La muchacha se echó a reír, aunque no comprendía bien la gracia de aquella observación. Pero se había acostumbrado a ser eco fiel de las ideas y de las sensaciones de su hermano, y su hermano en aquella ocasión parecía contento. Al escribir un párrafo, mostraba con sonrisas y gestos, burlescos orgullo y satisfacción de sus dotes literarias.

      En tanto Soledad, fijos los ojos en el semblante del confeccionador de discursos y en la mano con que escribía; apoyando sus codos en uno de los lados de la mesa, no cesaba de tocar, mover y dar vueltas a los objetos que más cerca tenía. Experimentaba la pueril necesidad de enredar que sentimos cuando en momentos de vagas contemplaciones y de serenidad de espíritu, cae algún cachivache bajo la acción de nuestras ociosas manos. Solita cogía un libro para volverlo a colocar por el otro lado; levantaba un pedazo de plomo destinado a cortar plumas, y con él tocaba cadenciosamente sobre la mesa una especie de marcha; acariciaba las barbas de una pluma rozándolas a contrapelo, y por último, tomando un lápiz hizo varias rayas y círculos sobre el forro de un cuaderno. ¡Extraña fuerza que hace describir a las manos acompasado vaivén, siguiendo el misterioso ritmo de las ideas!

      – Vamos, atrévete a decirme que no sé hacer discursos – indicó Salvador jovialmente disponiéndose a leer. – Escucha y tiembla: «¿De qué sirve, pues, que un caudillo esforzado estableciera la libertad, si el Gobierno hace ilusoria tan gran conquista? ¿De qué sirven tanto penar, tan formidables luchas y el sacrificio de nuestro reposo, si con las cadenas rotas forja la perfidia nueva esclavitud?»… Pero dejemos estas tonterías y pensemos en otra cosa. Esta mañana estuve esperándote en mi casa, creyendo que irías por allá.

      – Ya sabes que no puedo salir cuando quiero. Desde anteayer estoy proyectando el viaje; pero no he tenido ocasión hasta hoy. Una vez por semana me has mandado que te vea. Si dejo pasar diez días es porque no puede ser de otra manera.

      – Ya tendrás falta de dinero. ¡Diez días y hombre enfermo en la casa!… – dijo Monsalud abriendo una gaveta.

      – No, no – exclamó Sola vivamente, deteniéndole, – otro día me darás. Todavía tenemos.

      – Ya le he dicho a usted, señora hermana – manifestó el secretario del Duque con jovial gravedad, – que no me gustan remilgos. Hicimos un trato, un trato solemne. Yo había de darte todo lo que necesitaras, y tú habías de tomar lo que yo te diera. Yo soy el juez de tus necesidades; yo, como hermano mayor, soy quien te arregla las cuentas, quien te marca los gastos. Yo soy la autoridad, y tú, chiquilla sin fundamento, no tienes que chistar ni responderme ni hacer observaciones.

      Diciendo esto sacó tres monedas de oro, y tomando la mano de Soledad las puso en ella. Doblole los dedos para cerrarle el puño, y apretándole suavemente, le dijo:

      – ¿Qué tienes que replicar?

      Soledad abrió la mano, y llevándose las monedas a la boca las besó.

      – Las beso – dijo, – como los pobres cuando reciben una limosna.

      – ¿Te avergüenzas de recibir esos ochavos de oro?

      – No me avergüenzo, porque me los das tú, y me los das con el corazón – dijo Soledad bebiéndose una lágrima y dando un suspiro. – Eres para nosotros la prueba viva que Dios da de su bondad a las criaturas que no quiere abandonar. Rechazar tu limosna, responder a tu caridad con orgullo, sería ofender a Dios. Tu dinero, sea oro o cobre, es para mí el pan de cada día que se pide a Dios en el Padre Nuestro, y que siempre nos cae del Cielo en una forma o en otra.

      Después miró las monedas, y tomando dos las presentó a Salvador, diciéndole:

      – Estas dos están demás. Con una basta. No debe haber prodigalidad ni aun en la limosna, porque otro pobre necesitará mañana lo que hoy me has dado a mí de más.

      – Ya te dije la semana pasada – repuso Monsalud sonriendo, – que ese vestido que llevas, aunque no carece de decencia, está pidiendo sustituto.

      – ¡Qué tonto eres! Pues no faltaba más… Por tu vida, que estamos en situación de presumir. ¿Quieres que me vista de raso?

      – No me gusta la gente mal vestida.

      – Pero, hermano, te olvidas de una cosa.

      – ¿De qué?

      – De que pido limosna. Soy más pobrecita que esas que por las calles alargan su mano flaca y piden por Dios. Si tú no existieras…

      – Pero como existo… Me parece que no soy una sombra vana, como la libertad de que habla el discurso.

      – Sí; pero comprar vestidos sería abusar de tu caridad. Trabajas mucho, trabajas como un esclavo para mantener a tu madre, para socorrernos a mi padre y a mí.

      – Y todavía me sobra para dar a otros y para ahorrar. No creas, compraré una casa y una huerta donde pasar la vida solo y tranquilo. También pienso hacerte un buen regalo cuando te cases.

      – Yo no compro vestido – dijo Sola vivamente y con ligera expresión de fastidio.

      – Lo comprarás; te lo mando yo.

      – Más adelante. Guárdame el dinero.

      – No ha de ser sino ahora; lo deseo así. Recordarás bien la desgracia de tu padre. Había escapado de la cárcel, y huía por los campos sin amparo, sin sustento, sin esperanza. Os mandé venir a Madrid y, sin dar mi nombre, os proporcioné la entrada libre en esta villa. Tu padre, a causa del aborrecimiento que me tiene, no quiso ni que se le hablara de mí; pero tú, más generosa y más humana, corriste a mi lado, diciéndome: «Hermano, yo te perdono sin conocerlo el mal que has hecho a mi padre. Socórrenos; nos morimos de hambre».

      – Tú me dijiste entonces: «Hagámonos la cuenta otra vez de que hemos nacido de una misma madre, y acepta sin ofenderte una parte de lo que tengo».

      – Hicimos