reía.
– Vaya, puesto que te empeñas en ello, hermanita, voy a tener confianza contigo y a contarte…
– ¿Sí? Pues ahora mismo: empieza.
– No, ahora no.
– Sí, ahora. Sabe Dios cuándo volveré.
– Volverás otro día. Además, hijita, es preciso no olvidar el discurso del señor Duque.
– ¡Maldito discurso!…
– Ya hemos charlado bastante. Ahora te vas a tu casa, acompañas a tu papá, le cuentas cualquier amena historia que le distraiga, despachas tus quehaceres, das un paseíto con el viejo, vuelves a tu casa, coses un poco y después te acuestas para dormir santamente como un ángel.
– ¡Sí… dormir!… Bueno, me marcharé – dijo Sola dirigiendo una mirada triste a los cuadros que ornaban las paredes. – Adiós.
– Y al dormir soñarás con tu primo Anatolio Gordón, el cual del puesto de primo va a pasar al puesto de marido y que si no ha llegado, ni escribe, ni parece, ya llegará y escribirá y parecerá, porque Dios no abandona a los suyos.
Soledad exhaló un suspiro y se dispuso a salir. Oyose en el mismo instante una campanilla.
– El señor Duque me llama – dijo Salvador. – Adiós, hermana. Haz todo lo que te digo, obedéceme y verás qué bien te va. Cuidado cómo te olvidas del vestido… Vuelve dentro de ocho días… o antes siempre que se te ofrezca algo urgente. También puedes escribirme.
– Todo, todo lo que mandes haré.
– Vaya – dijo él con impaciencia, – basta de despedidas, adiós.
– Adiós. ¿Has dicho que dentro de ocho días? Bueno. Y del vestido ¿qué has dicho?
Sola se detuvo junto a la puerta.
– Que sea muy bonito… Vete ya… el Duque me llama. ¡Cómo pierdo el tiempo! Adiós, adiós.
III
El duque del Parque fue uno de los generales españoles que más descollaron en la guerra de la Independencia. Después de Álvarez, el más heroico; de Alburquerque, el más inteligente; de Castaños, el más afortunado, y de Blake, el más militar, aunque el más desgraciado, es preciso colocar al duque del Parque, que, mandando el ejército de Galicia, ganó en 18 de octubre de 1809 la batalla de Tamames. En ella fue derrotado el general Marchand y sus doce mil franceses con pérdida de dos mil hombres, un cañón y una bandera. No fue igualmente afortunado Su Excelencia en la política, a la cual se dedicó con el afán propio de los ineptos para tan escabroso arte.
O el trato de ciertas personas, o lecturas revolucionarias, o quizás desaires que no creía merecer, lleváronle al partido exaltado. Grande de España, se sentó en la silla presidencial de La Fontana de Oro, desde la cual oyó apostrofar a los duques. Diputado en el Congreso de 1822, figuró en el grupo de Alcalá Galiano, de Rico, que había sido fraile y guerrillero; de Isturiz y otros. Este grupo no quería el orden, y a fuer de sostenedor de los libres, se ocupaba en asaetear constantemente al otro partidillo compuesto de Argüelles, Álava, Valdés, etc. De la misma lucha, y como transacción, salió la presidencia de Riego. Ya tendremos ocasión de ver cosas muy saladas que ocurrieron en aquellos días y en aquel sillón presidencial.
Volviendo al Duque, Su Excelencia poseía gran fortuna; era generoso, amable, ilustrado hasta donde podía serlo un duque y general y español por aquellos tiempos. Si se hubiera curado de la manía, tan común entonces como ahora, de figurar en política contra viento y marea, habría sido una persona inmejorable; pero entre las muchas debilidades que le trajo el loco afán de llegar al Gobierno, tenía la de querer ser orador, y el orador como el poeta ha de nacer, pese al refrán que dice lo contrario y que se equivoca como casi todos los refranes.
Despertó aquella mañana, después de un sueño en que le atormentaron ansiedades políticas, le conmovieron ambiciones y le embelesaron triunfos oratorios. Dormido había soñado lo que soñaba despierto, es decir, que hablaba en el Congreso; que le aplaudían; que entusiasmaba; que era Mirabeau. Luego que se despabilaron sus sentidos, tomó El Universal y El Zurriago, que, juntamente con el chocolate, le había presentado su ayuda de cámara, y leyó; pero a su alma turbada no satisfizo la desabrida lectura. Levantose, y después de las primeras abluciones y de pasarse la navaja por la cara (pues aquel grande hombre se afeitaba solo), mandó llamar al que en su casa desempeñaba las funciones de mayordomo, secretario y confidente.
– ¿Está concluido ya? – le preguntó Su Excelencia.
– Está concluido – repuso Monsalud mostrando varios pedazos de papel escritos por un lado y otro.
– ¿Tan pronto? ¿Te habrás hecho cargo de lo que yo quiero decir?
– Me parece que he interpretado bien el pensamiento de Vuecencia. Es clarísimo. Vuecencia quiere decir cuatro verdades al Ministerio, probar que Martínez de la Rosa con todas sus letras, no sirve para el caso; Vuecencia quiere que se arme gran barullo en las Cortes, en suma, pronunciar un discurso que a lo violento de la intención una la severidad y firmeza de una frase cortés.
– Eso es; y además…
– Sí, que revele sólida erudición y que abunden en él las citas de filósofos, para que se vea…
– Que mis discursos no son como los de Romero Alpuente, un fárrago de vulgaridades ramplonas para trastornar a la muchedumbre.
– ¿Quiere Vuecencia que lea? – preguntó el joven sentándose.
– Ya te escucho.
– «Señores diputados – dijo Monsalud leyendo, – cedo por fin a los ruegos de mis amigos y tomo la palabra para exponer mi opinión sobre la política del Gobierno. Hablo sin preparación alguna, apremiado por las graves circunstancias que atravesamos. No extrañéis la incorrección de mi frase…».
– Es preciso decirlo así… está muy bien.
– «Rudo militar, hablaré con franqueza y sin retórica que no son propias de mi carácter y escasas letras. Al mismo tiempo debo advertiros que al tomar la palabra para intervenir en este delicado asunto, lo hago con repugnancia, con verdadero sentimiento. Amigos míos son los señores secretarios del despacho, amigos de toda la vida. ¿Por qué ha querido la suerte que opinemos de distinta manera sobre los negocios del país? ¡Ah! en mi alma luchan los afectos de la más pura amistad con el deber que me imponen mi puesto y los poderes que he recibido. Padezco hondamente, señores, podéis creérmelo; pero mi alma se esfuerza en sobreponer a todas las consideraciones la consideración del deber, y en tal ley anuncio al Ministerio que le voy a atacar duramente, durísimamente, porque los hombres deben ser esclavos de sus convicciones, y, como dijo Rousseau: de las grandes convicciones nacen los grandes hechos».
– Muy bien, ese principio me gusta. ¿Has confrontado bien la cita? No me vayan a decir que atribuyo a Juan Jacobo lo que es de Marco Aurelio o de Erasmo.
– Descuide Vuecencia. Si por casualidad resultase una equivocación, los diputados no se romperán la cabeza en averiguarla, porque tienen demasiados quehaceres para ocuparse de esto.
Siguió leyendo hasta que el Duque dijo:
– Me parece que en ese párrafo has ido demasiado lejos. Yo no quiero que se planteen todas, absolutamente todas las reformas que piden los exaltados.
– Lo expreso de un modo vago, sin determinar…
– No, no; conste claramente que no admito la ampliación de ley de milicias, ni la supresión de escarapelas, ni estoy de acuerdo con que se devuelva al Rey la ley de señoríos que no ha querido sancionar. Poquito a poco. No todas las reformas son buenas.
– Mayormente las que atacan a la nobleza – dijo Monsalud tachando algunos renglones. – Fuera esto.
– Parto del principio – dijo el del Parque poniendo la mano sobre las cuartillas y accionando gravemente con la otra, – de que yo, al mismo tiempo que detesto ciertas reformas, no puedo