de lectura, el aristócrata indicó con cierta sumisión, homenaje sincero del poder al talento:
– Van tres citas seguidas de Diderot. ¿No te parece que es demasiado?
Pues esta última se la encajaremos a… a otro cualquiera… por ejemplo a Julio César Scalígero.
– Hombre, por Dios. ¿Así de ese modo cuelgas milagros?
– No importa. Ellos no revolverán bibliotecas para averiguar si la cita es exacta. Pondremos que lo dijo D’Alembert, añadiendo un «si no recuerdo mal». ¿No le parece a Vuecencia?
– Añade «si no recuerdo mal… Ya saben los señores diputados que mi memoria es desgraciadísima».
Al llegar al final, Su Excelencia meditó breve rato antes de dar su aprobación definitiva al discurso que había de pronunciar dentro de dos días. El secretario miraba a su amo con atención inquieta, cual si desconfiara del éxito de su obra. Por último, el Duque se expresó así:
– Nada tengo que decir de la forma de mi discurso. También me parece admirablemente pensado. Si no me equivoco hablaré bien. El fondo, con las correcciones que te he dicho, quedará de perlas, menos en el final, que debe ser variado por completo. ¿De dónde sacas que yo quiero llamar a Riego héroe invicto y felicitarle por su elevación a la presidencia del Congreso?
– Como Vuecencia pertenece al grupo exaltado, creí que encajaban bien esos piropos al héroe de las Cabezas.
– Te diré – repuso el prócer frunciendo el ceño. – Cuando los demás llaman a Riego héroe invicto, yo no les contradigo: también aplaudo si es preciso; pero de eso a darle yo mismo tales nombres hay mucha diferencia.
– Entonces se suavizarán las frases de elogio – dijo Monsalud pasando los ojos por el final del manuscrito.
– No, ¿a qué vienen esos sahumerios? Harto le ensalza la plebe. ¿No se ha cacareado bastante su hazaña?
– Demasiado.
– No… sino que todos los días hemos de estar con el padre de la libertad, con el adalid generoso, con el consuelo de los libres y el insoportable viva Riego, que es como un zumbido de mosquitos que nos aturde y enloquece.
– ¡Ah! todo cansa en el mundo, señor Duque, hasta el incienso que se echa a los demás; todo cansa, hasta doblar la rodilla ante un ídolo de barro.
– ¡De barro! Has dicho bien, muy bien. ¡Si yo pudiera decir eso en mi discurso!
– Pues nada más fácil.
– ¡Hombre, qué calma tienes! Estaría bueno…
– En efecto; estaría bueno llamar necio de buenas a primeras al jefe del partido a que uno pertenece – dijo Salvador riendo. – Pero todo puede hacerse en este mundo. Mire usted, señor Duque, yo lo haría.
– ¿Tú?
– Sí señor.
– Pero tú no sirves para la política. Lo malo que tiene este maldito oficio de politiquear consiste en que a menudo es preciso que adulemos y ensalcemos a más de un majadero que vale menos que nosotros y que se ha elevado por un rasgo de audacia o por su misma majadería; pues también esto se ve todos los días. Conque quítame toda esta hojarasca del héroe invicto, y arréglalo de modo que ningún señorito mimado adquiera fama con mis discursos.
– Está muy bien. Con tal que se le cargue la mano al Ministerio…
– Firme, pero firme – dijo el Duque acompañando de enérgica acción la palabra. – Haz que resalte bien nuestro lema: libertades públicas antes que nada. Todo lo bueno que sale de nuestras filas, ¡canario! no lo han de decir Alcalá Galiano, Javier Isturiz, Rivas y Bertrán de Lis. En todas partes hay tiranía, hijo. Hasta en el partido de la igualdad, de la democracia, de los hombres libres, ha de haber cuatro o cinco gallitos que quieran despuntar, imponer su voluntad, tratando a los demás como miserables polluelos.
– ¡Pícaro despotismo que en todas partes se mete! – dijo Monsalud con aparente distracción. – Pero yo tengo la seguridad de que Vuecencia pronunciará un gran discurso que llamará la atención de la mayoría exaltada y de la minoría moderada.
– Desconfío mucho. Verás: me pasa que llevo en la memoria un parrafillo bien dispuesto: lo veo tan claro mientras estoy mudo, que hasta las comas parece que las tengo aquí, pintadas en el entendimiento; pero me levanto, hijo, abro la boca, digo «señores», y entonces… ¡qué mareo! el Congreso empieza a dar vueltas en torno mío; parece que las tribunas son otras tantas bocas disformes que se ríen de mí… empiezo a sudar, póneseme un picorcillo en la garganta, toso, escupo, en fin, Salvador de mi alma, que no digo más que vulgaridades…¡y lo llevaba tan bien aprendido, tan claro!
– Procure Vuecencia tener serenidad, y aprenda del general Riego. Eso sí que es hablar sin ton ni son; eso sí que es decir perogrulladas huecas con apariencia de cosas graves. Todo por efecto de la serenidad. Cuando no se tiene idea del disparate, cuando no existe el temor, cuando una presunción excesiva asegura el aplauso de uno mismo, está allanada la dificultad y los apuros parlamentarios no existen.
– Dices bien: es cuestión de temperamento. Yo no sirvo para el caso; pero hay que sacar fuerzas de flaqueza. ¡Ay! ya me tiemblan las carnes pensando… ¿Irás a oírme?
– ¿Pues cómo había de faltar? Llevaré quien aplauda si es preciso.
– Eso no: si lo hago mal, no quiero palmadas. Poca burla harían de mí Alcalá Galiano e Isturiz. Así es, y siempre están con bromitas sobre nin oratoria, la oratoria Parquesiana, como dicen ellos. Ve tú, y no quites los ojos de mí: yo te miraré cuando me encuentre apurado, a ver si de este modo recobro el imperio de mí mismo y agarro las palabras que se me escapan.
– Allí estaré. Ya sabe Vuecencia mi sitio en la tribuna de orden tendremos diversión pasado mañana por ser el día fijado para que el batallón de Asturias entre en Madrid.
– ¿Pero eso va de veras?
– ¡Tan de veras!… Por ser el primero que dio el grito de libertad en las Cabezas, Su Majestad le ha concedido permiso para que entre triunfalmente en Madrid, salude la lápida de la Constitución, y desfile ante el Congreso. Dicen más…
– Que una diputación de aquella fuerza se presentará en la barra de las Cortes a recibir de manos del Presidente un ejemplar de la Constitución.
– Así parece.
– ¡Hombre, cuándo acabarán las mojigangas! Yo suprimiría la tal ceremonia; pero, ¿qué se ha de hacer? El partido lo quiere, y es preciso aplaudirla, decir que es admirable y defenderla a regañadientes de los burlones. Adelante, pues, y vengan mascaradas.
– Todo esto concluirá temprano y Vuecencia podrá empezar su discurso a eso de las cuatro. Es buena hora.
– ¿Crees que es buena hora?
– Sí, porque el público y el Congreso no están cansados ni impacientes. ¿Ya Vuecencia se ha puesto de acuerdo con el Presidente?
– Sí; me ha concedido la palabra. Soy el primero que habla en la cuestión del voto de censura al Sr. Moscoso. Como no haya altercados que retarden la discusión… A ver: dame esos papeles. Ya me parece que llega la hora fatal… Ánimo, duque del Parque, serenidad: hazte la cuenta de que no vas a decir ningún disparate, absolutamente ninguno.
– Principie Vuecencia leyendo el discurso en voz alta, figurándose que está en D.ª María. Accione, gesticule, entone bien, mire hacia la cama, haciéndose cargo de que es la Presidencia; mire a estas paredes, creyendo que son las tribunas.
– Así lo haré. Dame, dame acá pronto. Miraré esas dos sillas creyendo que son Alcalá Galiano e Isturiz y desafiaré sus miradas burlonas y sus impertinentes sonrisillas.
– Mire Vuecencia este jarrón vacío, figúrese que es el general Riego, figúrese que el consuelo de los libres le está mirando, y cobrará aliento y brío.
– Bien, bien – dijo el Duque tomando el