Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles


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división aliada que acababa de llegar no podía pernoctar entera en aquel pueblo, una parte de ella siguió el camino adelante hacia Aldehuela de Yeltes. Tornaron a montar en sus carricoches muchas de las hembras formando parte del convoy de víveres y municiones, y otras quedaron en Santi Spíritus. El día pasó, ocupándonos todos en buscar el mejor alojamiento posible; pero como éramos tantos, al caer de la tarde no habíamos resuelto la cuestión. En cuanto a mí, me creía obligado a dormir en campo raso. Tribaldos me notificó que el dómine del lugar tenía sumo placer en cederme su habitación. Después de visitar a mi honrado patrono, salí a desempeñar varias obligaciones militares, y ya me retiraba a casa, cuando junto al camino sentí gritos y voces de alarma. Corrí a donde sonaban, y no era más sino que por el camino adelante venía un cochecillo cuyo caballo le arrastraba dando tan terribles tumbos y saltos, que cada instante parecía iba a deshacerse en pedazos mil. Cuando con rapidez inmensa pasó por delante de nosotros, un grito de mujer hirió mis oídos.

      – En ese coche va una mujer, Tribaldos – grité a mi asistente que se había unido a mí.

      – Es una inglesa, señor, que se quedó rezagada y detrás de las demás.

      – ¡Pobre mujer!… ¿Y no hay entre tantos hombres uno solo que se atreva a detener el caballo y salvar a esa desgraciada?… Parece que no va desbocado… Detiene el paso… Corramos allá.

      – El coche se ha salido del camino – dijo Tribaldos con espanto – y ha parado en un sitio muy peligroso.

      Al instante vi que el carricoche estaba a punto de despeñarse. Habiéndose enredado el caballo entre unas jaras, se había ido al suelo, quedando como reventado a consecuencia del fuerte choque que recibiera. Pero como la pendiente era grande, la gravedad lo atraía hacia lo hondo del barranco.

      Me era imposible ver la situación terrible de la infeliz viajera sin acudir pronto a su socorro. Había caído el coche sin romperse; mas lo peligroso estaba en el sitio. Corrí allá solo, bajé tropezando a cada paso y despegando con mi planta piedrecillas que rodaban con ruido siniestro, y llegué al fin adonde se había detenido el vehículo. Una mujer lanzaba desde el interior lastimeras voces.

      – Señora – grité – allá voy. No tenga usted cuidado. No caerá al barranco.

      El caballo pataleaba en el suelo, pugnando por levantarse y con sus movimientos de dolor y desesperación arrastraba el coche hacia el abismo. Un momento más y todo se perdía.

      Apoyeme en una enorme piedra fija, y con ambas manos detuve el coche que se inclinaba.

      – Señora – grité con afán – procure usted salir. Agárrese usted a mi cuello… sin miedo. Si salta usted en tierra no hay qué temer.

      – No puedo, no puedo, caballero – exclamó con dolor.

      – ¿Se ha roto usted alguna pierna?

      – No, caballero… veré si puedo salir.

      – Un esfuerzo… Si tardamos un instante los dos caeremos abajo.

      No puedo describir los prodigios de mecánica que ambos hicimos. Ello es que en casos tan apurados, el cuerpo humano, por maravilloso instinto, imprime a sus miembros una fuerza que no tiene en instantes ordinarios, y realiza una serie de admirables movimientos que después no pueden recordarse ni repetirse. Lo que sé es que como Dios me dio a entender, y no sin algún riesgo mío, saqué a la desconocida de aquel grave compromiso en que se encontraba, y logré al fin verla en tierra. Asido a las piedras la sostuve y me fue forzoso llevarla en brazos al camino.

      – Eh, Tribaldos, cobarde, holgazán – grité a mi asistente que había acudido en mi auxilio, – ayúdame a salir de aquí.

      Tribaldos y otros soldados, que no me habían prestado socorro hasta entonces, me ayudaron a salir; porque es condición de ciertas gentes no arrimarse al peligro que amenaza sino al peligro vencido, lo cual es cómodo y de gran provecho en la vida.

      Una vez arriba, la desconocida dio algunos pasos.

      – Caballero, os debo la vida – dijo recobrando el perdido color y el brillo de sus ojos.

      Era como de veinte y tres años, alta y esbelta. Su airosa figura, su acento dulce, su hermoso rostro, aquel tratamiento de vos que ceremoniosa me daba, sin duda por poseer a medias el castellano, me hicieron honda y duradera impresión.

      VIII

      Apoyose en mí, quiso dar algunos pasos; mas al punto sus piernas desmayadas se negaron a sostenerla. Sin decir nada la tomé en brazos y dije a Tribaldos:

      – Ayúdame; vamos a llevarla a nuestro alojamiento.

      Por fortuna este no estaba lejos, y bien pronto llegamos a él. En la puerta la inglesa movió la cabeza, abrió los ojos y me dijo:

      – No quiero molestaros más, caballero. Podré subir sola. Dadme el brazo.

      En el mismo momento apareció presuroso y sofocado un oficial inglés, llamado sir Tomás Parr, a quien yo había conocido en Cádiz, y enterado brevemente de la lamentable ocurrencia, habló con su compatriota en inglés.

      – ¿Pero habrá aquí una habitación confortable para la señora? – me dijo después.

      – Puede descansar en mi propia habitación – dijo el dómine que había bajado oficiosamente al sentir el ruido.

      – Bien – dijo el inglés. – Esta señorita se detuvo en Ciudad-Rodrigo más de lo necesario y ha querido alcanzarnos. Su temeridad nos ha dado ya muchos disgustos. Subámosla. Haré venir al médico mayor del ejército.

      – No quiero médicos – dijo la desconocida. – No tengo herida grave: una ligera contusión en la frente y otra en el brazo izquierdo.

      Esto lo decía subiendo apoyada en mi brazo. Al llegar arriba dejose caer en un sillón que en la primera estancia había y respiró con desahogo expansivo.

      – A este caballero debo la vida – dijo señalándome. – Parece un milagro.

      – Mucho gusto tengo en ver a usted, mi querido Sr. Araceli – me dijo el inglés. – Desde el año pasado no nos habíamos visto. ¿Se acuerda usted de mí… en Cádiz?

      – Me acuerdo perfectamente.

      – Usted se embarcó con la expedición de Blake. No pudimos vernos porque usted se ocultó después del duelo en que dio la muerte a lord Gray.

      La inglesa me miró con profundo interés y curiosidad.

      – Este caballero… – dijo.

      – Es el mismo de quien os he hablado hace días – contestó Parr.

      – Si el libertino que ha hecho desgraciadas a tantas familias de Inglaterra y España hubiese tropezado siempre con hombres como vos… Según me han dicho, lord Gray se atrevió a mirar a una persona que os amaba… La energía, la severidad y la nobleza de vuestra conducta son superiores a estos tiempos.

      – Para conocer bien aquel suceso – dije yo, no ciertamente orgulloso de mi acción, – sería preciso que yo explicase algunos antecedentes…

      – Puedo aseguraros que antes de conoceros, antes de que me prestaseis el servicio que acabo de recibir, sentía hacia vos una grande admiración.

      Dije entonces todo lo que la modestia y el buen parecer exigían.

      – ¿De modo que esta señora se alojará aquí?, – me dijo Parr. – Donde yo estoy, es imposible. Dormimos siete en una sola habitación.

      – He dicho que le cederé la mía, la cual es digna del mismo sir Arturo – dijo Forfolleda, pues este era el nombre del dómine.

      – Entonces estará bien aquí.

      Sir Tomás Parr habló largamente en inglés con la bella desconocida y después se despidió. No dejaba de causarme sorpresa que sus compatriotas abandonasen a aquella hermosa mujer que sin duda debía de tener esposo o hermanos en el ejército; pero dije para mí: «será que las costumbres inglesas lo ordenan de este modo».

      En