los ojos. Observándole bien, advertí las señales que en su extenuado rostro patentizaban no ser jactancia de beato aquello de las campestres yerbecitas y agua de los arroyos cristalinos. Bordeaba sus ojos un cerco violáceo muy intenso que hacía más vivo el brillo de sus pupilas, y marcándosele los huesos de la cara bajo la estirada y amarillenta piel. Su expresión era la de las almas exaltadas por una piedad que igualmente hace sus efectos en el espíritu y en el sistema nervioso. Misticismo y enfermedad al mismo tiempo es una devoción singular que ha llevado hermosísimas figuras al cielo de las grandezas humanas. Si en un principio creí ver en Juan de Dios un poco de artificio e hipocresía, muy luego convencime de lo contrario, y aquel santo varón arrojado por las tempestades mundanas a la vida contemplativa y austera, estaba inflamado por un fervor tan ardiente y verdadero. Se le veía quemarse, se observaba la combustión de aquel cuerpo, que poco a poco se convertía en ceniza, calcinado por la llama de la espiritual calentura; se veía que aquel hombre apenas tocaba a la tierra, apenas al mundo de los vivos, y que la miserable arcilla que aún mantenía el noble espíritu con endeble atadura, se iba descomponiendo y desmenuzando grano a grano.
– Es admirable, amigo mío – le dije – que haya llegado a tan lisonjero estado de santidad un hombre que no se vio libre ciertamente de las pasiones mundanas.
La fisonomía de fray Juan de Dios contrájose con ligero temblor. Pero serenándose al punto su rostro, me dijo:
– ¿No sabe usted qué ha sido de aquellos benditos señores de Requejo? Sentiría que les hubiese pasado alguna desgracia.
– No he vuelto a saber de ellos. Estarán cada vez más ricos, porque los pícaros hacen fortuna.
El fraile no hizo gesto alguno de asentimiento.
– Pero Dios les habrá castigado al fin – continué – por los martirios que hicieron padecer a aquella infeliz muchacha…
Al decir esto advertí que en las venas de aquel miserable cuerpo humano, que la tumba pedía para sí, quedaba todavía un resto de sangre. Bajo la piel de la cara se traslucieron por un instante las hinchadas venas azules, y un ligero tinte amoratado encendió la austera frente. No me hubiera sorprendido más ver una imagen de madera sonrojándose al contacto del beso de las devotas.
– Dios sabrá lo que tiene que hacer con los señores de Requejo por esa conducta – me contestó.
– Creo que no le será indiferente a usted saber el fin que ha tenido aquella desgraciada joven.
– ¿Indiferente? no – repuso poniéndose como un cadáver.
– ¡Oh! Las personas destinadas a padecer… – dije observando atentamente la impresión que en el santo producían mis palabras. – Aquella pobre joven tan buena, tan bonita, tan modesta…
– ¿Qué?
– Ha muerto.
Yo creí que Juan de Dios se conmovería al oír esto; pero con gran sorpresa vi su rostro resplandeciente de serenidad y beatitud. Mi asombro llegó a su colmo cuando en tono de convicción profundísima, dijo:
– Ya lo sabía. Murió en el convento de Córdoba, donde la encerró su familia en Junio de 1808.
– ¿Y cómo sabe usted eso? – pregunté respetando el engaño del pobre agustino.
– Nosotros tenemos visiones singulares. Dios permite que por un estado especial de nuestro espíritu, sepamos algunos hechos ocurridos en país lejano, sin que nadie nos los cuente. Inés murió. Yo la he visto repetidas veces en mis éxtasis, y es indudable que sólo se nos presenta la imagen de las personas que han tenido la suerte de abandonar para siempre este ruin y miserable mundo.
– Así debe de ser.
– Así es, aunque los torpes ojos del cuerpo crean otra cosa. ¡Ay! Los del alma son los que no se engañan nunca, porque hay siempre en ellos un rayo de eterna luz. La corporal vista es un órgano de quien dispone a su antojo el demonio para atormentarnos. Lo que vemos en ella es muchas veces ilusorio y fantástico. Yo, Sr. D. Gabriel, padezco tormentos muy horrorosos por las continuas pruebas a que sujeta mi espíritu el Señor de cielo y tierra, y por los pérfidos amaños del ángel de las tinieblas, que anhelando perderme, juega con mis débiles sentidos y se burla de esta desgraciada criatura.
– Querido amigo, cuénteme usted lo que pasa. Yo también sirvo a veces de juguete y mofa a ese señor demonio, y puedo dar a usted algún buen consejo sobre el modo de vencerle y burlarse de él en vez de ser burlado.
V
– Puesto que usted ha nombrado a una persona que tanta parte ha tenido en que yo abandonase el perverso siglo, y puesto que usted conoció entonces mis secretos, nada debo ocultarle. Cuando Dios me crió dispuso que padeciese, y he padecido como ningún otro mortal sobre la tierra. Antes de sentir en mi alma el rayo divino de la eterna gracia, que me alumbró el sendero de esta nueva vida, una pasión mundana me hizo desgraciado. Después que me abracé a la santa cruz para salvarme, las turbaciones, debilidades y agonías de mi espíritu han sido tales, que pienso es esto disposición de Dios para que conozca en vida infierno y purgatorio antes de subir a la morada de los justos… Amé a una mujer, mas con tanta exaltación, que mi naturaleza quedó en aquel trance trastornada. Cuando comprendí que todo había concluido, yo no tenía ya entendimiento, memoria ni voluntad. Era una máquina, señor oficial, una máquina estúpida: mis sentidos estaban muertos. Vivía en las tinieblas, pues nada veía, y en una especie de letargoso asombro. Varias veces he pensado después si como aquel estupor mío será el limbo a donde van los que apenas han nacido.
– Justo. Así debe de ser.
– Cuando volví en mí, querido señor, formé el proyecto de hacerme fraile. Yo había concluido para el mundo. Me confesé con grandísimo fervor. El padre Busto aprobó con entusiasmo mi propósito de consagrar a la religión el resto de mis tristes días, y como yo manifestara deseo de entrar en la Orden más pobre y donde más trabajase el cuerpo y más apartada de mundanales atractivos estuviese el ánima, señalome esta regla de hermanos hospitalarios. ¡Ay! mi alma recibió un consuelo inexplicable. Buscaba los sitios solitarios para meditar, y meditando sentía rodeada mi cabeza de celestial atmósfera. ¡Qué luz tan pura! ¡Qué dulzura y suave silencio en el aire!
– ¿Y después?
– ¡Ay! después empezaron nuevamente mis infortunios bajo otra forma. Dios decretó que yo padeciese, y padeciendo estoy… Oígame usted un momento más. Comencé mis estudios y las prácticas religiosas para ingresar en la Orden. Recibiéronme una mañana en el convento, donde vestí el traje de lego. Di aquel día mis lecciones más contento que nunca; asistí como fámulo a los pobres de la enfermería, y por la tarde, tomando el segundo tomo de Los nombres de Cristo, por el maestro fray Luis de León, libro que me agradaba en extremo, fuime a la huerta y en el sitio más secreto y callado de ella entregué mi espíritu a las delicias de la lectura. No había acabado el capítulo hermosísimo que se titula, Descripción de la miseria humana y origen de su fragilidad, cuando sentí un calofrío muy intenso en todo mi cuerpo, una gran turbación, una zozobra muy viva, pues toda la sangre agolpose en mi pecho, y experimenté una sensación que no puedo decir si era gozo profundísimo o agudo dolor. Una extraña figura, bulto o sombra impresionó mi vista, miré, y la vi; era ella misma, sentada en el banco de piedra junto a mí.
– ¿Quién?
– ¿Necesito decir su nombre?
– Ya.
– El libro se me cayó de las manos, observé la asombrosa visión, pues visión era, y el mundano amor renació violentamente en mi pecho como la explosión de una mina. Quedé absorto, señor, mudo y entre suspendido y aterrado. Era ella misma, y me miraba con sus dulces ojos, trastornándome. Separábala de mí una distancia como de media vara; mas no hice movimiento alguno para acercarme a ella, porque el mismo estupor, la admiración que tal prodigio de belleza me producía, el mismo fuego amoroso que quemaba mi ser, teníanme arrobado y sin movimiento. Estaba vestida con riquísima túnica de una blanca y sutil tela, la cual, así como las nubes ocultan el sol sin esconderlo, ocultaba su hermoso cuerpo, antes empañándolo que