el celeste contacto del agua fresca. Suspiré y mi espíritu sacudió su fúnebre sopor. Abrí los ojos y vi pegada a mis ardientes labios una blanca mano, en cuya palma ahuecada brillaba el cristalino licor tan fresco y puro como el manar de la rústica fuente.
– ¿Y en qué traza venía entonces la señorita Inés?
– Venía de monja.
– ¿Y las monjas daban de beber en el hueco de la mano?
– Aquélla sí. Pintar a usted cuán hermosa estaba su cara entre las blancas tocas y cuán bien le sentaba la austeridad de la pobre estameña del traje, me sería imposible. Apenas la miré cuando voló de súbito, dejándome más sediento que antes.
– Una cosa me ocurre, Sr. Juan de Dios – dije condolido en extremo de la extraña enfermedad del desgraciado hospitalario – y es que siendo esa persona un artificio del más malo, del más pícaro y desvergonzado espíritu creado por Dios, y habiendo ocasionado a usted tantos disgustos, congojas, mortales ansias y acalorados paroxismos, parecía natural que la tomase usted en aborrecimiento y que viese en ella más bien una espantable y horrenda fealdad que ese portento de hermosura que con tanto deleite encarece.
Fray Juan de Dios suspiró tristemente y me dijo:
– El Malo no presenta jamás a nuestros ojos cosas aborrecibles ni repugnantes, sino antes bien hermosas, odoríferas, o gratas al paladar, al olfato, al oído y al tacto. Bien sabe él lo que se hace. Si ha leído usted la vida de la madre Santa Teresa de Jesús, habrá visto que alguna vez el demonio le pintó delante la imagen de Nuestro Señor Jesucristo para engañarla. Ella misma dice que el Malo es gran pintor y añade que cuando vemos una imagen muy buena, aunque supiésemos la ha pintado un mal hombre, no dejaríamos de estimarla.
– Eso está muy bien dicho… Se me ocurre otra cosa. Si yo hubiera sido atormentado de esa ruin manera por el espíritu maligno, el cual según voy viendo es un redomado tunante, habría tratado de perseguir la imagen, de tocarla, de hablarle, para ver si efectivamente era vana ilusión o materia corpórea.
– Yo lo he hecho, querido señor y amigo mio – repuso el hospitalario con acento ya debilitado por el mucho hablar – y nunca he podido poner mis manos sobre ella, habiendo conseguido tan sólo una vez tocar el halda de su vestido. Puedo asegurar a usted que a la vista su figura se me ha representado siempre como una criatura humana con su natural espesor, corpulencia y el brillo y la dulzura de los ojos, el dulce aliento de la boca, y la añadidura del vestido flotando al viento, en fin, todo en tal manera fabricado que es imposible no creerla persona viva y como las demás de nuestra especie.
– ¿Y siempre se presenta sola?
– No señor, que algunas veces la he visto en compañía de otras muchachas, como por ejemplo en Sevilla el año pasado. Todas eran obra vana de la infernal industria, pues desaparecieron con ella, como multitud de luces que se apagan de un solo soplo.
– ¿Y siempre desaparecen así como luz que se apaga?
– No señor, que a veces corre delante de mí, y la sigo, y o se pierde entre la multitud, o avanza tanto en su camino que no puedo alcanzarla. Un día la vi en una soberbia cabalgadura que corría más que el viento, y ayer la vi en un carro.
– ¿Que corría también como el viento?
– No señor, pues apenas corría como un mal carro. La visión de ayer ofrece para mí una particularidad aterradora, y que me prueba cierta recrudescencia y gravedad del mal que padezco.
– ¿Por qué?
– Porque ayer me habló.
– ¿Cómo? – exclamé sonriendo, mas no asombrado del extremo a que llegaban las locuras de mi amigo.
– ¿Habló al fin la señorita del pie desnudo, la pastora, la monja de Ciudad-Rodrigo?
– Sí señor. Iba en un carro en compañía de unos cómicos que venían al parecer de Extremadura.
– ¡En un carro!… ¡Con unos cómicos!… ¡De Extremadura!
– Sí señor: veo que se asombra usted y lo comprendo, porque el caso no es para menos. Delante iban algunos hombres a caballo; luego seguía un carro con dos mujeres, y después otro carro con decoraciones y trebejos de teatro, todos quemados y hechos pedazos.
– Hermano, usted se burla de mí – dije levantándome de súbito y volviéndome a sentar, impulsado por ardiente desasosiego.
– Cuando la vi, señor mío, experimenté aquel calofrío, aquella sensación entre placentera y dolorosa que acompaña a mis terribles crisis.
– ¿Y cómo iba?
– Triste, arropada en un manto negro.
– ¿Y la otra mujer?
– Engañosa imaginación también, sin duda, la acompañaba en silencio.
– ¿Y los hombres que iban a caballo?
– Eran cinco, y uno de ellos vestía de juglar con calzón de tres colores y montera de picos. Disputaban, y otro de ellos, que parecía mandar a todos, era una persona de buena apostura y presencia, con barba picuda como la del demonio.
– ¿No sintió usted olor de azufre?
– Nada de eso, señor. Aquellos hombres hablaban con animación y nombraron a unos soldados que les habían quemado sus infernales cachivaches.
– Sospecho, querido hermano Juan – dije con turbación – que ya no es usted solo el endemoniado, sino que yo lo estoy también, pues esos cómicos, y esas mujeres, y esos carros, y esos trastos escénicos son reales y efectivos, y aunque no los vi, sé que estuvieron en Santibáñez de Valvaneda. ¿Sería que alguna de las cómicas se le antojó a usted ser la misma persona de marras, sin que en esto hubiese la más ligera picardía por parte de la majestad infernal?
– Bien he dicho yo – continuó el fraile con candor – que esta aparición de hoy es la más extraordinaria y asombrosa que he tenido en mi vida, pues en ella la demoniaca hechura ha presentado tales síntomas, señales y vislumbres de realidad, que al más licurgo y despreocupado engañaría. Esta es también la primera vez que la imagen querida, además de tomar cuerpo macizo de mujer, ha remedado la humana voz.
– ¿Ha hablado?
– Sí señor; ha hablado – dijo el hospitalario con terror. – Su voz no es la misma que aún resuena en mis oídos, desde que la oí en casa de Requejo, así como su figura en el día de hoy me ha parecido más hermosa, más robusta, más completa y más formada. Tal como la vi en el convento, en el bosque, en la iglesia y en Ciudad-Rodrigo era casi una niña, y hoy…
– Pero si habló, ¿qué dijo?
– Yo me acerqué al carro, la miré, mirome ella también… Sus ojos eran rayos que me quemaban cuerpo y alma. Luego apareció asombrada, muy asombrada… ¡Ay! sus labios se movieron y pronunciaron mi propio nombre. «Sr. Juan de Dios, dijo, ¿se ha hecho usted fraile?…». Me pareció que iba yo a morir en aquel mismo momento. Quise hablar y no pude. Ella hizo ademán de darme una limosna, y de pronto el hombre que parecía mandar a todos, como advirtiera mi presencia junto al carro de las cómicas, detuvo el caballo, y volviéndose me dijo con voz fiera: «Largo de aquí, holgazán pancista». Ella dijo entonces: «Es un pobre mendicante que pide limosna». El hombre alzó el palo para pegarme y ella dijo: «Padre, no le hagas daño».
– ¿Está usted seguro de que dijo eso?
– Sí, seguro estoy; mas el infame, como criatura infernal que era, enemigo natural de las personas consagradas al servicio de Dios, llamome de nuevo holgazán, y recibí al mismo tiempo tal porrazo en la cabeza, que caí sin sentido.
– Sr. Juan de Dios – le dije después de reflexionar un poco sobre lo extraño de aquella aventura – júreme usted que es verdad cuanto ha dicho y que no es su ánimo burlarse de mí.
– ¡Yo burlarme, señor oficial de mi alma! – exclamó el hospitalario, que estuvo a punto de llorar viendo que se ponía en duda