usted? ¿Luego está en Madrid?
– ¡En Madrid, en la corte, en donde está el Trono, el Gobierno, el Rey, los Consejos, la suprema Justicia! – exclamó Baraona con aquella furia senil que se desbordaba de su pecho en las contrariedades graves. – ¡Esto es escandaloso!… No sé de qué valen las medidas adoptadas contra los afrancesados… ¿Es esto gobierno?… ¿es esto justicia?… ¡Ah, Pipaón, aquí están poseídos de necedad! No persiguen más que a los mentecatos inofensivos y dejan en libertad a los perversos. ¡Ahorcan a los sargentos y permiten que todos los oficiales del ejército se vendan a la masonería!
– Monsalud no es oficial del ejército.
– Pero es malo, rematadamente malo, y listo… Ahí tienes el secreto de su impunidad… ¡Dios soberano! Ese Rey, esos ministros, esos consejeros, ¿en qué piensan?
– Descuide usted, Sr. D. Miguel – dije agitando en mis manos la badila, después de acariciar la ya moribunda lumbre del brasero. – Si Salvador está en Madrid, no se escapara.
– Muy pronto lo has dicho… Me parece que he de renunciar al más grande regocijo que ha soñado últimamente mi imaginación desconsolada. Me moriré sin ver el castigo de un miserable, convicto de los siguientes crímenes: asesinato, infidencia, herejía, afrancesamiento y traición. La idea de que ese monstruo naciera en aquella honrada tierra de Álava, que no ha sabido ser madre sino de hombres eminentes, de caballeros piadosos y ejemplares campesinos, me enardece la sangre Pipaón amigo. Según todos los indicios, él dio muerte a nuestro insigne compatriota, a aquel espejo de la caballería alavesa, e gran D. Fernando Garrote; también hirió gravemente al hijo de este y mío por los lazos del corazón, Carlos…
– En duelo… – dijo Jenara interrumpiéndole. – Un duelo temerario y horroroso.
– No fue duelo – afirmó Baraona resueltamente, enojado de la interrupción. – Aunque Carlos, impulsado por su noble generosidad lo diga así, y aun sostenga que él le provocó, es mentira, mentira, mentira… Hiriole a traición Monsalud. Cuando el pobre mártir cayó, apoderáronse del asesino algunos guerrilleros que a la sazón pasaban. Confesó él mismo su crimen con hipócritas palabras; hizo la farsa de que deseaba morir conformándose con su destino, y hubiera perecido, en efecto, al siguiente día, si la diligente protección de una señora afrancesada no comprara su libertad, primero con ruegos, después con dádivas; pues todas sus alhajas (que eran muchas y habían sido ocultadas en el momento de la derrota) las dio por ponerle en salvo. El criminal se refugió en Francia. Nosotros, deseosos de hacer pronta justicia, trabajamos porque el Gobierno español lo reclamase al Gobierno francés; pero nada se pudo conseguir. Allá están tan embobados como aquí. Respondieron que se ignoraba su paradero. Para averiguarlo, aprehendimos a la madre del delincuente. Diole tormento la Inquisición de Logroño, en cuyas cárceles está todavía; pero de los labios de la infeliz no ha salido una sola palabra que sea luz de nuestra oscuridad, certeza de nuestra ignorancia. ¡Ah!, Pipaón, mientras no se haga pronta justicia, mientras no desaparezca este espectáculo de los bribones, que se pasean impunes por la Península, insultando con sus miradas a la gente honrada, no tendréis Gobierno firme y respetable. Os ocupáis de tonterías: de crear cruces, de mudar los ministros todos los meses, de dictar leyes que no se cumplen. Esto es hacer pajaritas de papel, mientras el suelo se estremece, mientras la tempestad se prepara y el volcán ruge. Vendrá la revolución y os encontrará disputando sobre el color de una venera, o sobre si la Reina está o no está embarazada… En verdad, no sé dónde volveremos nuestras miradas los partidarios del Gobierno de Cristo, de la verdadera política cristiana, que tiene por base la justicia. ¡Desgraciado de mí! Cerraré para siempre los ojos, sin que en la postrera mirada de ellos pueda ver otra cosa que miseria y debilidades, los buenos patricios olvidados, los criminales libres, la revolución amenazando o quizás triunfante, los mayores delitos impunes o quizás premiados, y Salvadorcillo Monsalud paseándose tranquilo por las calles de Madrid.
Hundió la barba en el pecho y permaneció en silencio largo rato.
– Si está aquí – dije yo, por decir algo, – y mucho lo dudo… pero en fin, si está, es cosa muy fácil averiguar su domicilio y llevarle a la cárcel. Ya sabe usted que ahora estoy en desgracia y no puedo nada; pero, sin embargo, intentaré…
– Harías la obra más meritoria y más patriótica de tu brillante carrera, Pipaón – manifestó Baraona con semblante adusto. – Mi nieta y yo te lo agradeceríamos mucho más que esos mil favores de oficina que nos hiciste. ¡La justicia! ¡El castigo del crimen, de la traición, de la herejía, del engaño!… Yo deliro por esto. La justicia sin aplicación no es ni será más que un ideal vago e inútil. No hay que decir que se encargue Dios de castigar al criminal, no. Aparte de esto, a nosotros, hombres, nos corresponde no dar paz a la cuchilla, para que los díscolos aprendan, para que los buenos teman y los extraviados se corrijan… ¿Por ventura habría llegado a la Tierra de Promisión el pueblo elegido, si Moisés, por orden de Dios, no hubiera aplicado tremendos y merecidos castigos? ¡Oh! ¡Cuán hermoso espectáculo dio aquí Su Majestad dictando a poco de su llegada rigurosas leyes contra los francmasones y liberales! Yo creí que el pueblo elegido llegaría a la Tierra de Canaán; pero no, ya veo que se quedará en mitad del camino. Todo es debilidad; las leyes no se cumplen; cada cual hace lo que más le agrada; son presos los pequeñuelos, mientras los grandes conspiran; alrededor del Trono alzan su cabeza enmascarada de sonrisas la traición y la sedición; todos los militares trabajan sordamente en la masonería. Es esto un constante hervidero de inquietud, de amenaza, de ambiciones locas que surgen, como los insectos en el muladar, de la gran escoria del Reino; los magnates se ocupan de convites y cenas, mientras los masones proyectan comerse a la Nación; son cogidos algunos criminales conspiradores, y a poco se les suelta; reina una confabulación espantosa entre los conspiradores y la policía, entre presos y carceleros, entre alguaciles y alguacilados para taparse sus respectivas infamias, y hasta la Inquisición, volviéndose tibia y complaciente, es un cuchillo que se ha hecho alfiler; apenas pincha… Todo es flojedad, enervación, raquitismo, pequeñez. La Nación que tan enérgica, varonil y potente ha sido contra el extranjero, es en su vida interior un juego de chiquillos, que juegan en el fango, y con el fango hacen bolas que se arrojan unos a otros, no para matarse, sino para mancharse… ¡Quiero morirme de una vez, si no he de vivir más que para ver esto! ¡Los hombres como yo estamos de más en reuniones de muchachos! El papel de Herodes es difícil, y el de maestro de escuela, ridículo.
III
Dijo, y siguió accionando en silencio durante un rato. Estaba desasosegado y colérico. La enorme desproporción entre su energía intelectual y su fuerza física, entre sus ideas y su posición, le ponían en aquel estado de frenesí, tan semejante a una monomanía furiosa.
– En algunas cosas tiene usted razón, Sr. D. Miguel – dije. – No se castiga todo lo que debiera castigarse; pero si ese humor endiablado que usted tiene se ha de aplacar con la prisión y escarmiento de Salvador Monsalud, dese usted por curado… Hablaremos a Lozano de Torres… aunque sigo en mis trece, y sostengo que ese desgraciado no está en Madrid. Debe de haber error en esto.
– Está, está en Madrid – afirmó Jenara, clavando en mí sus ojos azules, cuya serenidad se alteró visiblemente. – Yo le he visto.
Al decir yo le he visto, se puso pálida. Su semblante expresaba más bien miedo que cólera.
– ¿Le ha visto usted? – pregunté con incredulidad.
– Hace seis días – dijo poniéndose más pálida aún, – fui a misa a la iglesia del Rosario, que está aquí cerca. Después de oír misa y de rezar, me dirigí a la puerta. Estaba oscura la iglesia. Pasaba yo junto a la entrada de una capilla, cuando sentí más bien que observé la proximidad de un bulto, de una figura, de un hombre. Llegó hasta mí una corriente de aire frío, cual si una capa se agitara a mi lado; yo temblé. Al mismo tiempo, llevadas por aquel aire glacial, sonaron en mis oídos estas palabras, dichas con marcado tono de burla e ironía: «Adiós, Generosa…». Me estremecí toda; tropecé en una estera, y ya tocaban mis rodillas el suelo, cuando una mano me levantó con energía. En el mismo instante, como levantaron la cortina del cancel de la puerta, entró alguna luz, y vi a mi lado una cara muy