para reformar la Hacienda pública, tarea equivalente a beberse el mar o a ponerse por montera el Moncayo. Gozaba aquel señor de mucha fama, que aún conserva su nombre; pero todos los hombres de mi tiempo, desde el Rey y los ministros y el clero hasta el último zascandil, se pusieron en contra suya, y tuvo que salir del Ministerio y marcharse con la música y el sistema a otra parte. Por fortuna no tuvo tiempo de hacer nada de provecho; que si le dejáramos, capaz hubiera sido de volver la Hacienda del revés, elevando los ingresos y mermando los gastos. Su sucesor Imas era un bendito.
En Estado, el célebre León Pizarro, amigo y compinche de D. Antonio Ugarte, no duró mucho tiempo, ni tampoco Irujo, que empezó su carrera por paje de bolsa de un consejero y la acabó marqués y millonario. El duque de San Fernando, su sucesor, no fue menos afortunado, porque al principio de la guerra era soldado raso y en 1818 teniente general, duque, grande de España y no sé qué más.
En Gracia y Justicia, después del obispo de Michoacán, que fue ministro veinticuatro horas (¡tanto se emprende en término de un día!) entró y duraba aún en la época de mi relación, D. Juan Esteban Lozano de Torres, la gran figura de aquellos tiempos, y no porque la tuviera gallarda ni aun digna de ser vista, sino porque con su hermosura moral tenía cautivados a todos, empezando por el Rey. Había sido Lozano de Torres en su mocedad relojero. No había hecho estudios de ninguna clase, siendo el primero y el único ministro de Gracia y Justicia lego en jurisprudencia. Ni siquiera sabía latín, cosa rara y chocante en aquellos tiempos.
La carrera de este benemérito español había sido el comisariato del ejército. ¡Y qué herejías dijeron de él a propósito de la administración del hospital militar de la Isla! Con ser tan fuertes, sin embargo, las especies que acerca del comisario dijo el vulgo, no llegaban, ni con mucho, a lo que decían los enfermos, un atajo de tunantes que ponían el grito en el cielo desde que les faltaba caldo. ¡Qué tal fama de abastecedor y despensero tendría el niño, cuando, destinado a la Intendencia de Castilla la Vieja, no quiso darle posesión el gran Wellington, jefe del ejército aliado!
La causa de su elevación a la silla de Gracia y Justicia fue el desmedido y loco amor que a Fernando tenía, el cual era de tal naturaleza que raras veces se presentaba ante Su Majestad sin derramar lágrimas de ternura, y para besarle la real mano hincaba la rodilla en tierra. Había en el alma de Lozano un sentimiento parecido a la dulce fibra del misticismo, que le llevaba a la identificación con el objeto amado, haciéndole partícipe no sólo de las impresiones morales de este, sino también de sus sensaciones físicas. Cuando Fernando estaba enfermo, Lozano de Torres se quejaba de la misma dolencia, y si a Su Majestad le dolía un pie, al punto cojeaba el amigo; tal era la fuerza de simpatía entre los dos.
Pero cuando el ministro de Gracia y Justicia desplegaba toda la vehemencia de su alma fervorosa, era cuando la Reina Isabel estaba embarazada. En cierta ocasión mi hombre celebró en San Isidro por su cuenta solemne función religiosa y Manifiesto, que había de durar hasta que Su Majestad saliese de cuidado; y queriendo dar pública muestra de su amor a la Monarquía, hizo en medio de la iglesia tales aspavientos de devoción, golpeándose el pecho y desollándose las rodillas ante el altar, que los fieles no pudieron contener la risa. No quedó sin premio lealtad tan ardiente… ¡pues no faltaba más! Según puede verse en la Gaceta, Fernando VII dio a Lozano de Torres la gran cruz de Carlos III, por haber publicado el embarazo de la Reina.
Desde 1815 éramos muy amigos D. Juan Esteban y yo. El pobrecito no recibía recomendación mía sin que al punto la despachase, y en la camarilla partíamos un confite, según éramos de tolerantes y condescendientes el uno con el otro, sin estorbarnos ni quitarnos de la boca el hueso, como hacían algunos, más semejantes a perros hambrientos que a cortesanos hartos. Yo no dejaba de prestarle servicios menudos, a más de los grandes, bien desempeñando ante Su Majestad un papel, entre Lozano y yo convenido, bien llevándole secretitos y noticias, sabiamente pescados al vuelo detrás de una cortina.
Conste, ante todo, que yo estaba cesante desde el verano, pues una cuestión de delicadeza (yo siempre fui muy delicado), obligome a ceder mi plaza a un sobrino del ministro de Estado; pero se me había ofrecido el primer puesto que vacase en el Real Consejo. Como la ambición y el dorado sueño de mi vida eran esta canonjía, la esperaba con viva ansiedad.
¡Crítico y solemne momento! A fines de Octubre estaba vacante una de las canonjías del Consejo. Yo tenía derecho a esperar que se cumpliría la oferta, no sólo por mis méritos personales, que eran muchos, dicho sea sin modestia, sino porque en repetidas ocasiones y por mediaciones de ambos sexos, me había prometido la plaza Su Majestad.
Verdad es que las promesas de Fernando eran como los cien pájaros volando del viejo refrán; ¡pero tenía yo tantos amigos! Como el viajero que después de larga travesía divisa la ansiada orilla, así estaba yo cuando divisé la tal vacante. No cabía en mi pellejo de puro angustiado, inquieto y caviloso. Estudiaba hasta las más insignificantes palabras de los íntimos de Fernando; atendía a los gestos y a las miradas, porque no había accidente alguno en que no viese esperanzas de obtener mi prebenda.
Andaba tan desasosegado que apenas comía. ¡Ay!, si hubieran provisto la vacante en individuo distinto del que está dentro de esta casaca, me habría muerto de pena… Y verdaderamente, había motivos para que no estuviese tranquilo, por ser España la tierra de la injusticia y de la ingratitud. ¿El sin par Colón no murió en el olvido? ¿No acabó sus días Hernán-Cortés oscurecido en una aldea? ¿Y qué diré de Cervantes?… ¡Vive Dios, que si no me daban la plaza, yo había de hacer algo sonado; Rey y cortesanos y ministros se habían de acordar de mí!
Pero últimamente yo tenía en la corte el favor a que me hacían acreedor mis servicios y adhesión al Monarca. Tocome a mí también un poco de aquel hálito de desgracia que a tantos había matado y aunque no me persiguieron ni me desterraron, hallábame en situación bastante equívoca, ni elevado ni caído, lejos de Palacio, a pesar de que Su Majestad me enviaba hipócritas recadillos. Yo no podía tragar al Sr. Ramírez de Arellano, ni este me tragaba a mí. Supe que se hacían esfuerzos para desprestigiarme; pero como yo tenía tantos amigos, como conservaba excelentes relaciones con los hombres más eminentes, no sólo esperaba defenderme de los que me querían empujar hacia abajo, sino también recobrar el terreno perdido. Alagón, Ugarte, D. Buenaventura, Imas, Villela, San Fernando, Lozano de Torres, me tenían en gran aprecio y me halagaban con fastuosas promesas.
Yo no descansaba. Comprendiendo, como groseramente dice el refrán, que el que no llora no mama, vivía sobre un pie, de visita en visita, de conferencia en conferencia, de lamento en lamento, pidiendo a todos, ya en desnudas ya en artificiosas razones; exponiendo mis méritos, como se exponían entonces; desacreditando a todo el que estuviese en olor de candidato; trabajando a lo topo y a lo castor, en la oscuridad y a la luz del día; armando muchos enredillos y ganando voluntades y levantando polvaredas de intriga y humaredas de adulación; en fin, practicando todo lo que un hombre listo practicaba entonces y practica hoy en circunstancias análogas, que estas viejas mañas son de hoy como ayer, y primero faltarán garbanzos que Pipaones en España. Oí decir un día que la vacante se proveería al siguiente. Corrí a ver al Sr. Lozano en su despacho del ministerio, y cuando me vio puso cara agridulce, como de quien sonríe para disimular disgusto. Temblando aguardé mi sentencia.
Lozano de Torres era pequeño y cari-fruncido, con un airoso moñito de pelo rubio sobre la frente, graciosamente arremolinado. Iba ya para viejo; sus movimientos eran tardos, sus pasos meditados, y al andar, colocaba en el suelo con una especie de estudio el blando pie, calzado con zapato de paño. Poníase ordinariamente muy serio, queriendo de este modo tomar la máscara de los hombres de saber; pero con los amigos de confianza, y cuando no se trataban asuntos graves del ramo, era francote y risueño, mostrando a las claras su alma sencilla y su rústico entendimiento. Tan declaradamente manifestaba su índole al hablar, que sólo le faltaba decir: «¡Dios mío, cuán bobo soy!».
Hízome sentar a su lado; ofreciome un polvo, que rehusé; diome después un cigarrillo, y tras un par de toses, habló de esta manera:
– Querido Pipaón, anoche me habló largamente de usted Su Majestad. Conviene en la precisión de dar a usted un puesto correspondiente a sus dilatados… a sus dilatados servicios.
– En efecto – repuse; – la última vez que tuve