Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: La Segunda Casaca


Скачать книгу

pero…

      – ¿Pero qué… pero qué? – dije remedando la perplejidad de Lozano. – ¿Es esto formal? ¿Se puede decir hoy una cosa y mañana otra? Si se me cree indigno de formar parte de una corporación en la cual han entrado peluqueros, boticarios y mozos de caballerizas, díganlo de una vez… ¿Por ventura la he pretendido yo?

      – No, ya sé que es usted modesto.

      – Yo no he pedido la plaza… han venido a ofrecérmela, empezando por el Rey; me han estado pinchando mucho tiempo; me han sacado de mis casillas… Si yo no quiero ser consejero, si no quiero figurar… Por todo el oro del mundo no sacrificaría mi dignidad en cambio de una posición.

      – Vaya, Sr. de Pipaón, no se amosque por tan poca cosa – dijo el buen Torres. – ¿Por qué no espera usted ocasión más favorable? Siendo usted quien es, no tardará en ser consejero. Pronto habrá más vacantes. Aguarde usted unos meses… Su Majestad la Reina Doña Amalia estará embarazada bien pronto. Cuando venga lo que ha de venir, se repartirán muchas mercedes, sobre todo si es Príncipe…

      – Señor Ministro – repuse, sin poder contener mi sofocación; – se han burlado ustedes de mí. Esto no se hace con un hombre que ha prestado tantos y tan difíciles servicios al Reino, al Rey, a los amigos, a usted mismo.

      – Es verdad, por eso dije que anoche acordamos darle a usted una recompensa magnífica – afirmó su excelencia melifluamente.

      – ¿Cuál?

      – Puede usted escoger. La Superintendencia de la Moneda en Méjico, la…

      – ¿Indias, Sr. Lozano? – exclamé con el mayor desdén. – Ya sabe usted que no me gusta viajar por mar. Puesto que se me trata de ese modo, renunciaré a servir en la Administración. Para ir a América y labrarme en cinco años una fortuna, no necesito que el Gobierno me dé un destino con visos de destierro.

      – Entonces, amiguito… Debo advertirle que Su Majestad fue quien manifestó deseos de que marchase usted a América.

      – Es raro – respondí. – La última vez que nos vimos, Su Majestad no me dio un canastillo de cerezas como a Campo Sagrado, ni un mazo de cigarros como a Villamil. Yo no pretendí la plaza de consejero; yo no la quería; yo no di paso alguno para que se me diera; pero me la ofrecieron: se ha dicho que yo iba a entrar en el Consejo; he recibido ya las felicitaciones y aun algunos regalos anticipados como previa acción de gracias por beneficios que no he hecho todavía… por consiguiente, si ahora salimos con que no hay nada, mi situación no puede ser más grotesca. Mi dignidad, mi honor, indúcenme a no admitir otro destino que el de Consejero.

      – Pues hijo – repuso Lozano, dando un suspiro. – Lo que es eso… La vacante está ya provista.

      Y me alargó un papel que tomó de la próxima mesa.

      VI

      – ¡Me lo figuraba! – exclamé con indignación, devolviendo la minuta después de leerla. – El nuevo consejero es el sobrino del marqués de M***. ¡Bonito nombramiento!

      La ira apenas me permitía articular las palabras. Pegajosa saliva entorpecía mi lengua, y con los crispados dedos arañaba los brazos del sillón en que me sentaba.

      – ¡El sobrino del marqués de M***! – repetí. – ¡Me lo temía!…

      – Mañana aparecerá en la Gaceta.

      – Y mañana sabrá España, ¿qué digo?, sabrá la Europa entera, sí señor, la Europa entera, cuáles son las prendas, cuáles los antecedentes que se necesitan aquí para escalar los puestos del Consejo. En primer lugar, ser jugador, borracho, calavera, no pagar las deudas contraídas, deber más de tres mil reales en Canosa; y en segundo lugar, no saber más que un poco de latín, echársela de traductor de Horacio, decir mil pedanterías a propósito de leyes antiguas, defender malamente algún pleito de tenuta, criticar en todo, fantasear en la Sala de Alcaldes, hablar mal de los funcionarios honrados y respetables como usted, y también tener de brevas a higos algún tratadillo con los masones de Granada y de Madrid.

      D. Juan Esteban alzó los hombros.

      – ¡Qué personajes, Santo Dios! – proseguí sin que con tanto hablar se desfogara mi cólera. – Tal sobrino para tal tío…

      – Silencio – dijo vivamente Lozano. – El marqués de M*** está aquí.

      En efecto, sin previo anuncio, porque a causa de su intimidad con el ministro no lo necesitaba, apareció en el despacho el marqués de M***, el cual no era otro que aquel famoso personaje a quien puse el nombre de D. Buenaventura, tapando con esta especie de benevolencia el suyo propio, para que la posteridad no le mortificase. Fue mi protector, mi amigo, mi Providencia en los primeros años de mi carrera. Por esta razón infundíame siempre mucho respeto, y aunque últimamente solía mostrar cierta envidia de mi rápido encumbramiento y me molestaba cuanto podía, yo, hombre agradecido, le ponía generosamente a él como a sus sobrinos, fuera del alcance de mis artimañas y de mi lengua.

      D. Buenaventura, a quien solían llamar el Tigre, se había hecho marqués de la manera más sencilla. Nombrado consejero de Hacienda en 1814, hizo en poco tiempo una gran fortuna, comprando fincas que estaban adjudicadas al crédito público. Por aquellos tiempos, necesitando los padres de Atocha algún dinerillo para reparar su templo, dioles Fernando dos títulos de nobleza para que los vendiesen. D. Buenaventura compró en veinte mil duros el de marqués de M***. Era familiar de la Inquisición, hombre cruel, y absolutista tan fanático, que se pasaba la vida buscando masones por todos lados y averiguando picardías de liberales para contárselas al Rey. Tenía en 1819 gran privanza en Palacio; pero le hacía sombra Villela, de quien se contaban no sé qué masónicas liviandades. Conmigo sostenía buenas relaciones, pero a pesar de eso, solapadamente y sin dejar de halagarme, bebió los vientos para quitarme la plaza de consejero; y a pesar de lo mucho que me moví, ganome la partida, como se ha visto.

      – ¿Se murmura, eh? – dijo amistosamente, después de saludarnos. – Este diablo de Pipaón no está nunca contento.

      – Ya le he dicho que puede esperar mejor ocasión – añadió D. Juan Esteban, ofreciendo un cigarrillo a su amigo. – Grandes acontecimientos van a venir… Puede que nazca un Príncipe…

      – Es claro – dijo el marqués, mirándome con sorna. – Pero ¿tú qué crees? ¿se hacen consejeros a los treinta y seis años? Estos sietemesinos, apenas dejan el biberón, ya ambicionan los primeros puestos del Estado… ¡qué tiempos, señores!, no sé a dónde vamos a parar. He aquí un chiquilicuatro a quien saqué de las covachuelas hace seis años. Le hemos visto subir como la espuma, le hemos ayudado como buenos amigos, y ahora, ingrato y desconsiderado, todo lo quiere para sí. Paciencia, amiguito, paciencia y aguardar. Felizmente no estamos en los tiempos en que el Sr. Chamorro y Paquito Córdova disponían de los destinos y sueldos del Reino. Ya los caprichos de una bella no conmueven la monarquía: ya no caen y se levantan los ministros al compás de la escoba de los mozos de retrete: estamos en tiempos mejores.

      – Las personas han variado, convengo en ello – respondí con malicia, – pero las cosas no. Entre las ruinas de la antigua camarilla, eleva su majestuosa frente la negra del Sr. Villela.

      – Silencio – dijo Lozano de Torres. – Le espero de un momento a otro, y puede venir.

      – ¿Quién gobierna? ¿Quién aconseja a Su Majestad? ¿Quién empuña el timón de la nave como generalmente se dice? – proseguí. – Todos sabemos que si Artieda no tiene el poder que tenía, lo tienen Ramírez de Arellano y Villar Frontín, pues los ayudas de cámara también caen y se levantan, como los ministros, aunque sin canastillos de cerezas ni mazos de cigarros.

      – Bueno – dijo D. Buenaventura, riendo. – Sigue tú en la agencia universal y diplomática de D. Antonio Ugarte. Sigue comprando barcos rusos y contratando empréstitos. ¿Qué más quieres, pelafustán? ¿Aspiras también a comprar a los rusos sus barbas, para ponérnoslas a nosotros después de hacérnoslas pagar?

      D. Juan Esteban se reía como un bendito.

      – ¿Quieres