Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: La Segunda Casaca


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se llama esa señora? – preguntó Lozano, haciendo memoria. – Ese apellido…

      – Fermina Monsalud – repuso Villela, guardando el papelito.

      – Monsalud… – repitió D. Buenaventura, apoyando la barba en la mano y haciendo también memoria.

      Tuve intenciones de hablar; pero después de un rápido juicio, resolví no decir una palabra y observar tan sólo.

      – Esto es una iniquidad, una brutalidad sin nombre – exclamó Villela, golpeando el brazo de la silla. – Hablé anoche de ello a Su Majestad y Su Majestad se escandalizó…

      El ministro y el Marqués meditaban.

      – Pero eso es cosa del Supremo Consejo – observó Lozano de Torres.

      – Yo no quiero cuentas con el Supremo Consejo – repuso Villela. – Bien sabemos todos que este no hace sino lo que le manda el Ministro de Gracia y Justicia. Haga usted que pongan en libertad a esa pobre mujer, y cumplirá con la ley de Dios.

      – Y con la de los masones – murmuré.

      – ¿Alguno de los presentes tiene que decir algo en contra de lo que he manifestado? – preguntó Villela con soberbia.

      Nuevamente sentí deseos de hablar; pero el recuerdo de la epístola, acompañado de cierto miedo, me cortó la voz y callé.

      D. Buenaventura no dijo tampoco nada, y seguía meditando.

      – Déjeme usted nota – indicó Torres. – Yo veré…

      El Consejero escribió la nota y la entregó al ministro. Al retirarse, habló así:

      – Tengo gran empeño en ello, Sr. Lozano, pero grandísimo empeño. Si consigo arrancar a esa mártir de las garras de los verdugos de Logroño, me conceptuaré dichoso.

      Cuando D. Ignacio Martínez de Villela se fue, alzó de súbito la meditabunda frente el Sr. D. Buenaventura, y dando un porrazo con el bastón, exclamó:

      – ¡Vive Dios, Sr. Lozano de Torres, que ya no me queda duda!

      D. Juan Esteban reía como un zorro, y graciosamente se atusaba con la mano derecha el remolino de cabellos rubios que Dios, cual digno coronamiento de una obra perfecta, había puesto sobre su frente.

      – ¡Fermina Monsalud! – repitió, leyendo el papel que había dejado Villela.

      – Madre de Salvador Monsalud – dijo el Marqués; – madre del hombre que anda trayendo y llevando mensajes de los masones; de ese que ha logrado hasta ahora burlar, con su ingenio peregrino, las pesquisas de la justicia.

      – El mismo – añadió Lozano. – Ese pobre Sr. Villela… Vamos, parece increíble.

      – Vox populi, vox cœli – repuso el marqués. – Hace tiempo se viene diciendo que muchos elevados personajes de la corte están en connivencia con la masonería; hace tiempo se viene diciendo que el Sr. Villela… Lo que digo: vox populi, vox cœli.

      – Cuando el río suena, agua lleva – afirmó Lozano, que, por no saber latín, expresaba la misma idea en refrán español. – Para mí hace tiempo que no es un secreto el francmasonismo de Villela; pero Su Majestad, a quien D. Ignacio ha sabido embaucar con tanto arte, no consiente que se le hable de esto, y sostiene que todo lo que se dice de las sociedades secretas es pura fábula.

      – También yo tengo datos para asegurar el francmasonismo del señor Consejero que acaba de salir – dijo D. Buenaventura.

      – Desde que estoy en esta casa – afirmó Lozano, – no ha pasado una semana sin que haya venido con pretensiones de indulto, de sobreseimiento o de evasión en favor de algún agitador o revolucionario.

      – Y este empeño por que se ponga en libertad a la mamá de ese… Cuando la Inquisición de Logroño le ha dado tormento, ya sabrá por qué lo ha hecho.

      – Pues claro está.

      – Salvador Monsalud… ¿dónde he oído yo ese nombre? – dijo D. Buenaventura, procurando recordar e irritado de su fatal memoria.

      – Hace días que hablé de él en este mismo sitio – repuso Lozano. – Es un revoltoso a quien no se ha podido prender nunca.

      – Ya… si no se puede castigar a nadie – dijo el marqués con enfado. – Si todos los criminales se escapan, protegidos por estos señores que afectando servir al trono y a las buenas ideas, son los más firmes auxiliares de la revolución. No sé cómo Su Majestad protege a tan pérfidos hipócritas… Ya lo he dicho, la serpiente de la anarquía se agasaja en los mismos cojines del regio solio… ¡Y pretende ahora la nueva vacante del Consejo! Pipaón, o hemos de poder poco, o será para ti.

      Me incliné dando las gracias con lenguaje mudo.

      – Es triste lo que está pasando – dijo el ministro. – Prendemos a los revolucionarios, y los más altos personajes del absolutismo, los más íntimos amigos del Rey, vienen a implorar que se ponga en libertad.

      – Soy familiar de la Santa Inquisición – exclamó con vehemencia el marqués. – Mi deber es seguir la pista a los criminales. Es preciso trabajar con pies y manos para que no se nos venga encima la revolución, ¿estamos? Adelante: es urgente desenmascarar a los bribones, poner de manifiesto las malas artes y la perfidia de los que les protegen.

      – Pues señor familiar de la Inquisición – dijo Lozano sonriendo, – descúbrame usted el paradero de ese Salvador Monsalud; proporcióneme los medios de cogerle, y yo le respondo de que no se burlará por más tiempo de los ministros de Su Majestad…

      – ¿Está en Madrid? – preguntó el Marqués.

      – Creo que no.

      – Está en Madrid – dije yo, rompiendo al fin el silencio.

      El Ministro y D. Buenaventura me miraron asombrados.

      – No se pasmen ustedes – añadí; – yo no soy masón. Por una casualidad he sabido que está en la corte ese señor mensajero de los revoltosos. Hablando con toda franqueza, debo decir que en nuestra primera mocedad fuimos amigos Salvador Monsalud y yo; pero desde el año 13 no nos hemos vuelto a ver.

      – ¿Y cómo sabe usted que está en Madrid?

      – Una señora paisana mía, que por desgracia le conoce muy bien, asegura haberle visto hace días.

      – Soy familiar de la Inquisición – repitió gravemente D. Buenaventura: – y como tal tendría un gozo vivísimo en poder echar mano a un propagador del jacobinismo y de la herejía… ¡Ah, Pipaón, si tú quisieras ayudarme!… ¿Dices que le conociste en tu juventud?

      – Somos paisanos.

      – ¿Y qué tal hombre es?

      Me llevé el dedo a la frente para indicar ingenio.

      – Sí, debe de ser listo… pero un tunante, ¿eh?

      – Sirvió al Rey José.

      – ¡Afrancesado!

      – ¿Y tú respondes de que está en Madrid?

      – Respondo.

      – Ha demostrado en las últimas conspiraciones un atrevimiento y una constancia que confunden – dijo Lozano.

      – Vamos, es preciso cogerle aunque no sea sino por dar en los hocicos al masón vergonzante Sr. Villela que le protege… – dijo el marqués. – Pipaón, ¿me ayudas o no?

      – Ayudo.

      – Soy familiar de la Inquisición; pondré de mi parte cuanto pueda. ¿No hemos visto a los más insignes hombres de la nobleza, a los Medinacelis y Albas y Osunas saltando de tejado en tejado, en calidad de alguaciles mayores del Santo Oficio, para perseguir a los criminales?

      – Voy a dar a ustedes un resumen de las fechorías de ese salvador Monsalud – dijo Lozano de Torres, tirando de la campanilla. – Los corregidores y las audiencias han suministrado algunos datos, los cuales, unidos a los