Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: Gerona


Скачать книгу

Mariano Álvarez de Castro. Este fue el que no quiso entregar a los franceses el Monjuich de Barcelona. Dicen que es hombre de mucho temple.

      – Pues no lo parece – repuso la señora Sumta. – Cuando nos mandaron acá este sujeto en febrero y le vi, al punto lo diputé por poca cosa. ¡Qué se puede esperar de quien no levanta tanto así del suelo! El otro día pasó junto a mí, y… créalo usted, no me llega al hombro. El tal D. Mariano Álvarez de Castro me serviría de bastón. ¿Le ha visto usted la cara? Es amarillo como un pergamino viejo, y parece que no tiene sangre en las venas. ¡Qué hombres los del día! Quien conoció a aquel general Ricardos, que no cabía por esa puerta, con un pecho y una espalda… Daba gusto ver su cara redondita y sus carrillos como clavellinas…

      – Señora Sumta – dije riendo-, cuando los generales tengan un oficio semejante al de las amas de cría, entonces se podrá renegar de los que sean flacos y encanijados.

      – No, Andresillo, no digo eso – repuso la matrona. – Lo que digo es que sin presencia no se puede mandar. Considera tú: cuando una ve a doña Lucía Fitz-Gerard, coronela del batallón de Santa Bárbara; cuando una ve aquellas carnes, aquel andar imponente, dan ganas de correr tras ella a matar franceses. Pero dime, Siseta: ¿no estás tú afiliada en el batallón de Santa Bárbara?

      – Yo, señora Sumta, no sirvo para eso – repuso mi futura esposa. – Tengo miedo a los tiros.

      – Es que nosotras no hacemos fuego, hija mía, al menos mientras estén vivos los hombres. Llevar municiones, socorrer a los heridos, dar agua a los artilleros, y si se ofrece, ir aquí o allí con una orden del general; esta será nuestra ocupación. Ya les he dicho que cuenten conmigo para todo, para todo, aunque sea para llevar la bandera del batallón. De veras te digo, Andresillo, que es gran lástima no tener mejores murallas y un general menos amarillo y con algunos dedos más de talla.

      Yo me reía de las cosas de la señora Sumta, mujer tan amable como entrometida, y lejos de enojarme sus barrabasadas, nos causaban sumo gusto a Siseta y a mí, mayormente al ver que en sus visitas, el ama de gobierno de D. Pablo Nomdedeu no bajaba nunca sin traer algún condumio para los huérfanos. A eso de las nueve se despidió para regresar a su alojamiento, y entonces nos dijo:

      – Ya la señorita ha de estar acostada. El señor acaba de entrar, y ahora estará escribiendo su Diario de todos los días, uno al modo de libro de coro, donde va apuntando lo que le pasa. ¡Ay!, el amo confía que la niña se curará, y yo, sin ser médico, digo y aseguro que si alarga hasta que caigan las hojas, será mucho alargar… Ahora estamos empeñados en hacerle creer que la semana que viene iremos a Castellà. Sí, ¡buena temporada de campo nos espera! Bombas y más bombas. La niña no se ha de enterar de nada, y el amo dice que aunque arda la ciudad toda y caigan a pedazos todas las casas, Josefina no lo ha de conocer. Pues digo, si los cerdos aprietan el cerco como se dice, y escasean los víveres… Pero el amo tampoco quiere que la niña comprenda que escasean las vituallas. Si tenemos hambre, capaz es mi señor D. Pablo de cortarse un brazo y aderezar un guisote con él, haciendo creer a la enferma que tenemos aquel día pierna de carnero. Bueno va, bueno va. Adiós, Siseta, adiós, Andrés.

      Cuando nos quedamos solos dije a mi futura, mirando a los gatillos:

      – Sálvense los tres infantes de España. Si hay hambre en Gerona la carne de gato dicen que no es mala. ¡Ay, Siseta de mi corazón! ¡Cuándo nos veremos fuera de estas murallas! ¡Cuándo se acabará esta maldita guerra! ¡Cuándo estaremos tú y yo con los muchachos, Pichota y sus niños, camino de la Almunia de Doña Godina! ¿Estará de Dios que no nos sentaremos a la sombra de mis olivos mirando a las ramas para ver cómo va cuajando la aceituna?

      Hablando de este modo me engolfaba en tristes presagios; pero Siseta, con sus observaciones impregnadas de sentimiento cristiano, daba cierta serenidad celeste a mi espíritu.

      V

      El 13 de Junio, si no estoy trascordado, rompieron los franceses el fuego contra la plaza, después de intimar la rendición por medio de un parlamentario. Yo estaba en la Torre de San Narciso, junto al barranco de Galligans, y oí la contestación de D. Mariano, el cual dijo que recibiría a metrallazos a todo francés que en adelante volviese con embajadas.

      Estuvieron arrojando bombas hasta el día 25, y quisieron asaltar las torres de San Luis y San Narciso, que destrozaron completamente, obligándonos a abandonarlas el 19. También se apoderaron del barrio de Pedret, que está sobre la carretera de Francia, y entonces dispuso el gobernador una salida para impedir que levantasen allí baterías. Pero exceptuando la salida y la defensa de aquellas dos torres no hubo hechos de armas de gran importancia hasta principios de Julio, cuando los dos ejércitos principiaron a disputarse rabiosamente la posesión de Monjuich. Los franceses confiaban en que con este castillo tendrían todo. ¿Creerán ustedes que sólo había dentro del recinto 900 hombres, que mandaba D. Guillermo Nash? Los imperiales habían levantado varias baterías, entre ellas una con veinte piezas de gran calibre, y sin cesar arrojaban bombas a los del castillo, que rechazaron los asaltos con obuses cargados con balas de fusil. Por cuatro veces se echaron los cerdos encima, hasta que en la última dijeron «ya no más» y retiraron, dejando sobre aquellas peñas la bicoca de dos mil hombres entre muertos y heridos. No puedo apropiarme ni una parte mínima de la gloria de esta defensa porque la estuve presenciando tranquilamente desde la torre Gironella…

      En todo el mes de Julio siguieron los franceses haciendo obras para aproximarse a la plaza, y viendo que no la podían tomar a viva fuerza, ponían su empeño en impedir que nos entraran víveres, de cuyo plan comenzaron a resentirse los ya alarmados estómagos.

      En casa de Siseta, sin reinar la abundancia, no se pasaba mal, y con lo que yo les llevaba, unido a los frecuentes regalos del señor D. Pablo Nomdedeu, iban tirando los habitantes todos de la cerrajería. Verdad que yo me quedaba los más de los días mirando al cielo para darles a ellos lo mío; pero el militar con un bocado aquí y otro allí se mantiene, sostenido también por el espíritu, que toma su sustancia no sé de dónde. Yo tenía un placer inmenso, al retirarme a descansar unas cuantas horas o simplemente unos cuantos minutos nada más, en ver cómo trabajaba Siseta en su casa, arreglando por puro instinto y nativo genio doméstico, aquello que no tenía arreglo posible. Los platos rotos eran objeto de una escrupulosa y diaria revisión, y la vajilla más perfecta no habría sido puesta con mejor orden ni con tan brillante aparato. En las alacenas donde no había nada que comer, mil chirimbolos de loza y lata, que fueron en sus buenos tiempos bandejas, escudillas, soperas y jarros, aguardaban los manjares a que los destinó el artífice, y los muebles desvencijados que apenas servían para arder en una hoguera de invierno, adquirieron inusitado lustre con el tormento de los diarios lavatorios y friegas a que la diligente muchacha los sujetaba.

      – Mira, prenda mía – le decía yo – se me figura que no vendrá ninguna visita. ¿A qué te rompes las manos contra esa caoba carcomida y ese pino apolillado que no sirve ya para nada? Tampoco viene al caso la deslumbradora blancura de esas cortinas desgarradas, y de esos manteles, sobre los cuales, por desgracia, no chorreará la grasa de ningún pavo asado.

      Yo me reía, y hasta aparentaba burlarme de ella; pero entretanto una secreta satisfacción ensanchaba mi pecho al considerar las eminentes cualidades de la que había elegido para compañera de mi existencia. Un día, después de hablar de estas cosas, subí a visitar al Sr. Nomdedeu y encontrele sumamente inquieto al lado de su hija, que seguía leyendo el Quijote.

      – Andrés – me dijo dulcificando su fisonomía para disimular con los ojos lo que expresaban las palabras – principian a faltar víveres de un modo alarmante, y los franceses no dejan entrar en la plaza ni una libra de habichuelas. Yo estoy decidido a comprar todo lo que haya, a cualquier precio, para que mi hija no carezca de nada; pero si llegan a faltar los alimentos en absoluto ¿qué haré?, he reunido bastantes aves; pero dentro de un par de semanas se me concluirán. Las pobres están tan flacas que da lástima verlas. Amigo, ya sabes que desde hoy empezamos a comer carne de caballo. ¡Bonito porvenir! Álvarez dice que no se rendirá, y ha puesto un bando amenazando con la muerte al que hable de capitulación. Yo tampoco quiero que nos rindamos… de ninguna manera; pero ¿y mi hija? ¿Cómo es posible que su naturaleza resista los apuros de un bloqueo riguroso? ¿Cómo puede vivir