Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: Gerona


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el dinero que me quedaba de lo que tú me diste hemos comprado alguna carne de caballo. De arriba nos envían algo, porque la señorita enferma no quiere comer de estos platos que ahora se usan. El Sr. Nomdedeu parará en loco, según yo veo, y ayer estuvo aquí todo el día rellenando de paja dos pieles de gallina, con lo cual hace creer a su hija que ha recibido aves frescas de la plaza. Después le da carne de caballo, y echándole discursos escritos le hace comer unas tajaditas. La señora Sumta salió ayer con su fusil y volvió diciendo que había matado no sé cuántos franceses. Los tres chicos no me han dejado respirar en estos ocho días. ¿Querrás creer que ayer se subieron al tejado de la catedral, donde están los dos cañones que mandó poner el gobernador? Yo no sé por dónde subieron, mas creo que fue por los techos del claustro. Lo que no creerás es que Manalet vino ayer muy orgulloso porque le había rozado una bala el brazo derecho, haciéndole una regular herida, por lo cual traía un papel pegado con saliva encima de la rozadura. Badoret cojea de un pie. Yo quiero detener al pequeño; pero siempre se escapa, marchándose con sus hermanos, y ayer trajo un pedazo de bomba como media taza, llena de granos de arroz que recogió en medio del arroyo… Y tú ¿qué has oído? ¿Es cierto que vienen socorros por la parte de Olot? El señor Nomdedeu no piensa más que en esto, y por las noches cuando siente algún ruido en las calles, se levanta y asomándose por el ventanillo del patio, dice: «Vecinita, esa gente que pasa me parece que ha hablado de socorro».

      – Lo que yo te puedo decir, Siseta, es que esta noche a la madrugada sale alguna tropa de aquí por la ermita de los Ángeles, y se dice que va a entretener a los franceses por un lado mientras el convoy entra por otro.

      – Dios quiera que salga bien.

      Esto decíamos, cuanto se sintió fuerte ruido de voces en la calle. Abrí al punto la puerta, y no tardé en encontrar algunos compañeros, que alojados en las casas inmediatas salieron al oír el estruendo de carreras y voces. La señora Sumta se presentó también a mi vista, fusil al hombro, y con rostro tan placentero cual si viniese de una fiesta.

      – Ya tenemos ahí los socorros – dijo la matrona, descansando en tierra el fusil con marcial abandono.

      Al punto apareció en la ventana alta el busto del Sr. Nomdedeu, quien sin poder contener su alegría gritaba:

      – ¡Ya ha llegado el socorro! ¡Albricias, pueblo gerundense! Señora Sumta, suba usted a informarme de todo. ¿Pero ha entrado ya el convoy? Traiga usted inmediatamente todo lo que encuentre a cualquier precio que lo vendan.

      Un soldado, amigo y compañero mío, nos dijo:

      – Todavía no ha entrado el convoy en la plaza, ni sabemos cuándo ni por dónde entrará.

      – Lo cierto es que hacia el lado de Bruñolas se siente un vivo fuego, y es que por allí don Enrique O’Donnell se está batiendo con los franceses.

      – También se oye tiroteo por los Ángeles, donde dicen que está Llauder. El convoy entrará por el Mercadal, si no me engaño.

      – Señora Sumta – dijo D. Pablo desde la ventana – suba usted a acompañar a mi hija mientras yo voy a enterarme de lo que ocurre; pero deje usted fuera esos arreos militares y póngase el delantal y la escofieta. Entre tanto, encienda el fuego, ponga agua en los pucheros, que si usted va por los víveres yo mondaré luego las seis patatas que compré hoy y haré todo lo demás que sea preciso en la cocina.

      Estas conferencias no se prolongaron mucho tiempo, porque tocaron llamada y corrimos a la muralla, donde tuvimos la indecible satisfacción de oír el vivo fuego de los franceses, atacados de improviso a retaguardia por las tropas de O’Donnell y de Llauder. Para ayudar a los que venían a socorrernos se dispararon todas las piezas, se hizo un vivo fuego de fusilería desde todas las murallas, y por diversos puntos salimos a hostigar a los sitiadores, facilitando así la entrada del convoy. Por último, mientras hacia Bruñolas se empeñaba un recio combate en que los franceses llevaron la peor parte, por Salt penetraron rápidamente dos mil acémilas, custodiadas por cuatro mil hombres a las órdenes del general don Jaime García Conde.

      ¡Qué inmensa alegría! ¡Qué frenesí produjo en los habitantes de Gerona la llegada del socorro! Todo el pueblo salió a la calle al rayar el día para ver las mulas, y si hubieran sido seres inteligentes aquellos cuadrúpedos, no se les habría recibido con más cariñosas demostraciones, ni con tan generosa salva de aplausos y vítores. Al pasar por la calle de Cort-Real, ya entrado el día, encontré a Siseta, a los tres chicos y a D. Pablo Nomdedeu, y todos nos abrazamos, comunicándonos nuestro gozo más con gestos que con palabras.

      – Gerona se ha salvado – decíamos.

      – Ahora que aprieten los cerdos el cerco – exclamó D. Pablo. – ¡Dos mil acémilas! Tenemos víveres para un año.

      – Bien decía yo – añadió Siseta – que por alguna parte había de venir.

      Aquel día y los siguientes reinó en la plaza gran satisfacción, y hasta nos hostilizaron flojamente los franceses, porque detuviéronse algunos días en ocupar las posiciones que habían abandonado a causa de la jugarreta que se les hizo. En cuanto a los auxilios, pasada la impresión del primer instante, todos caímos en la cuenta de que los mismos que nos los habían traído nos los quitarían, porque reforzada la guarnición con los cuatro mil hombres de Conde, estos nos ayudaban a consumir los víveres. ¡Funesto dilema de todas las plazas sitiadas! Pocas bocas para comer dan pocos brazos para pelear. Muchos brazos traen muchas bocas, de modo que si somos pocos nos vence el arte enemigo; si muchos nos vence el hambre. Sobre esta contradicción se funda verdaderamente todo el arte militar de los sitios.

      Así lo decía yo a D. Pablo pocos días después de la llegada de las dos mil acémilas, anunciándole que bien pronto nos quedaríamos otra vez en ayunas, a lo cual me contestó:

      – Yo he hecho grandes provisiones. Pero si el sitio se prolonga mucho, también se me concluirán. Ahora, según dicen, Álvarez tiene proyectado hacer un gran esfuerzo para quitarnos de encima esa canalla. Ya sabes que a fuerza de cañonazos han abierto brecha en Santa Lucía, en Alemanes y en San Cristóbal. De un día a otro intentarán el asalto. ¿Se podrá resistir, Andrés? Yo iré a la brecha como todos; pero ¿qué podremos hacer nosotros, infelices paisanos, contra las embestidas de tan fiero enemigo?

      Desde aquellos días hasta el 15 de Septiembre en que D. Mariano dispuso una salida atrevidísima, no se habló más que de los preparativos para el gran esfuerzo, y los frailes, las mujeres y hasta los chicos hablaban de las hazañas que pensaban realizar, peligros que soportar y dificultades que acometer, con tan febril inquietud y novelería, como si aguardasen una fiesta. Yo le dije a Siseta que era preciso se dispusiera a tomar parte con las de su sexo en la gran función; pero ella, que siempre se negó a calzar el coturno de las acciones heroicas, me contestó con risas y bromas que no servía para el caso, pero que si por fuerza la llevaban a la batalla, haría la prueba de matar algún francés con las tenazas de la herrería.

      La salida del 15 no dio otro resultado que envalentonar a los señores cerdos, los cuales, deseosos de poner fin al cerco, tomando la ciudad, se nos echaron encima el día 19, asaltando la muralla por distintos puntos con cuatro fuertes columnas de a dos mil hombres. En Gerona fueron tan grandes aquella mañana el entusiasmo y la ansiedad, que hasta se olvidó aquella gente de que nuevamente nos faltaba un pedazo de pan que llevar a la boca.

      Los soldados conservaban su actitud serena e imperturbable; pero en los paisanos se advertía una alucinación, una al modo de embriaguez, que no era natural antes del triunfo. Los frailes, echándose en grupos fuera de sus conventos, iban a pedir que se les señalase el puesto de mayor peligro: los señores graves de la ciudad, entre los cuales los había que databan del segundo tercio del siglo anterior, también discurrían de aquí para allí con sus escopetas de caza, y revelaban en sus animados semblantes la presuntuosa creencia de que ellos lo iban a hacer todo. Menos bulliciosos y más razonables que estos, los individuos de la Cruzada gerundense hacían todo lo posible para imitar en su reposada ecuanimidad a la tropa. Las damas del batallón de Santa Bárbara no se daban punto de reposo, anhelando probar con sus incansables idas y venidas que eran el alma de la defensa; los chicos gritaban mucho, creyendo que de este modo se parecían a los hombres,