por el arrecife, destruyendo cuanto encontraban al paso, y allí fue el caer y el atropellarse de los desgraciados infantes que huían hacia Torrero. En su dispersión muchos fueron a caer precisamente entre nuestras bayonetas, y si grande era su ansiedad por huir de los caballos, mayor era nuestro anhelo de recibirlos dignamente a tiros. Unos corrían, arrojándose en las acequias por no poder saltarlas, otros se entregaban a discreción, soltando las armas, algunos se defendían con heroísmo, dejándose matar antes que rendirse, y por último no faltaron unos pocos que, encerrándose dentro de un horno de ladrillos cargado de ramas secas y de leña, le pegaron fuego, prefiriendo morir asados a caer prisioneros.
Todo esto que he referido con la mayor concisión posible pasó en brevísimo tiempo, y sólo mientras pudo el cuartel general, harto imprevisor en aquella hora, destacar fuerzas suficientes para contener y castigar nuestra atrevida expedición. Tocaron a generala en monte Torrero, y vimos que venía contra nosotros mucha caballería. Pero los de Renovales, lo mismo que los de Butrón, habíamos conseguido nuestro deseo y no teníamos para qué esperar a aquellos caballeros que llegaban al fin de la función; así es que nos retiramos dándoles desde lejos los buenos días, con las frases más pintorescas y más agudas de nuestro repertorio. Tuvimos aún tiempo de inutilizar algunas piezas de las dispuestas para su colocación al día siguiente; recogimos una multitud de herramientas de zapa, y destruimos a toda prisa lo que pudimos en las obras de la paralela, sin dejar de la mano las docenas de prisioneros a quienes habíamos echado el guante.
Juan Pirli, uno de nuestros compañeros en el batallón, traía al volver a Zaragoza un morrión de ingeniero, que se puso para sorprender al público, y además una sartén en la cual aún había restos de almuerzo, comenzado en el campamento frente a Zaragoza, y terminado en el otro mundo.
Habíamos tenido en nuestro batallón nueve muertos y ocho heridos. Cuando Agustín se reunió a mí, cerca ya de la puerta del Carmen, noté que tenía una mano ensangrentada.
– ¿Te han herido? – le dije, examinándole. – No es más que una rozadura.
– Una rozadura es – me contestó, – pero no de bala, ni de lanza, ni de sable, sino de dientes, por que cuando le eché la zarpa a aquel francés que alzó el azadón para descalabrarme, el condenado me clavó los dientes en esta mano como un perro de presa.
Cuanto entrábamos en la ciudad, unos por la puerta del Carmen, otros por el Portillo, todas las piezas de los reductos y fuertes del Mediodía hicieron fuego contra las columnas que venían en nuestra persecución. Las dos salidas combinadas habían hecho bastante daño a los franceses. Sobre que perdieron mucha gente, se les inutilizó una parte, aunque no grande, de los trabajos de su primera paralela, y nos apoderamos de un número considerable de herramientas. Además de esto, los oficiales de ingenieros que llevó Butrón en aquella osada aventura habían tenido tiempo de examinar las obras de los sitiadores y explorarlas y medirlas para dar cuenta de ellas al capitán general.
La muralla estaba invadida por la gente. Habíase oído desde dentro de la ciudad el tiroteo de las guerrillas, y hombres, mujeres, ancianos y niños, todos acudieron a ver qué nueva acción gloriosa era aquella entablada fuera de la plaza. Fuimos recibidos con exclamaciones de gozo, y desde San José hasta más allá de Trinitarios, la larga fila de hombres y mujeres mirando hacia el campo, encaramados sobre la muralla y batiendo palmas a nuestra llegada o saludándonos con sus pañuelos, presentaba un golpe de vista magnífico. Después tronó el cañón, los reductos hicieron fuego a la vez sobre el llano que acabábamos de abandonar, y aquel estruendo formidable parecía una salva triunfal, según se mezclaban con él los cantos, los vítores, las exclamaciones de alegría. En las cercanas casas, las ventanas y balcones estaban llenos de mujeres, y la curiosidad, el interés de algunas era tal que se las veía acercarse en tropel a los fuertes y a los cañones para regocijar sus varoniles almas y templar sus acerados nervios con el ruido, a ningún otro comparable, de la artillería. En el fortín del Portillo fue preciso mandar salir a la muchedumbre. En Santa Engracia la concurrencia daba a aquel sitio el aspecto de un teatro, de una fiesta pública. Cesó al fin el fuego de cañón, que no tenía más objeto que proteger nuestra retirada, y sólo la Aljafería siguió disparando de tarde en tarde contra las obras del enemigo.
En recompensa de la acción de aquel día se nos concedió en el siguiente llevar una cinta encarnada en el pecho a guisa de condecoración; y haciendo justicia a lo arriesgado de aquella salida, el padre Boggiero nos dijo, entre otras cosas, por boca del General: «Ayer sellasteis el último día del año con una acción digna de vosotros… Sonó el clarín y a un tiempo mismo los filos de vuestras espadas arrojaban al suelo las altaneras cabezas, humilladas al valor y al patriotismo. ¡Numancia! ¡Olivenza! ¡Ya he visto que vuestros ligeros caballos sabrán conservar el honor de este ejército y el entusiasmo de estos sagrados muros!… Ceñid esas espadas ensangrentadas, que son el vínculo de vuestra felicidad y el apoyo de la patria!…».
IX
Desde aquel día, tan memorable en el segundo sitio como el de las Eras en el primero, empezó el gran trabajo, el gran frenesí, la exaltación ardiente, en que vivieron por espacio de mes y medio sitiadores y sitiados. Las salidas verificadas en los primeros días de Enero no fueron de gran importancia. Los franceses, concluida la primera paralela, avanzaron en zig-zag para abrir la segunda, y con tanta actividad trabajaron en ella, que bien pronto vimos amenazadas nuestras dos mejores posiciones del mediodía, San José y el reducto del Pilar, por imponentes baterías de sitio, cada una con diez y seis cañones. Excusado es decir que no cesábamos en mortificarles, ya enviándoles un incesante fuego, ya sorprendiéndoles con audaces escaramuzas; pero así y todo, Junot, que por aquellos días sustituyó a Moncey, llevaba adelante los trabajos con mucha diligencia.
Nuestro batallón continuaba en el reducto, obra levantada en la cabecera del puente de la Huerva y a la parte de fuera. El radio de sus fuegos abrazaba una extensión considerable cruzándose con los de San José. Las baterías de los Mártires, del jardín Botánico y de la torre del Pino, más internadas en el recinto de la ciudad tenían menos importancia que aquellas dos sólidas posiciones avanzadas, y le servían de auxiliares. Nos acompañaban en la guarnición muchos voluntarios zaragozanos, algunos soldados del resguardo, y varios paisanos armados de los que espontáneamente se adherían al cuerpo más de su gusto. Ocho cañones tenía el reducto. Era su jefe D. Domingo Larripa, mandaba la artillería D. Francisco Betbezé, y hacía de jefe de ingenieros el gran Simonó, oficial de este distinguido cuerpo, y hombre de tal condición que se le puede citar como modelo de buenos militares, así en el valor como en la pericia.
Era el reducto una obra, aunque de circunstancias, bastante fuerte, y no carecía de ningún requisito material para ser bien defendida. Sobre la puerta de entrada, al extremo del puente habían puesto sus constructores una tabla con la siguiente inscripción: Reducto inconquistable de Nuestra Señora del Pilar. Zaragozanos: ¡morir por la Virgen del Pilar o vencer!
Allí dentro no teníamos alojamiento, y aunque la estación no era muy cruda, lo pasábamos bastante mal. El suministro de provisiones de boca se hacía por una junta encargada de la administración militar; pero esta junta a pesar de su celo no podía atendernos de un modo eficaz. Por nuestra fortuna y para honor de aquel magnánimo pueblo, de todas las casas vecinas nos mandaban diariamente lo mejor de sus provisiones y frecuentemente éramos visitados por las mismas mujeres caritativas que desde la acción del 31 se habían encargado de cuidar en su propio domicilio a nuestros pobres heridos.
No sé si he hablado de Pirli. Pirli era un muchacho de los arrabales, labrador, como de veinte años y de condición tan festiva, que los lances peligrosos desarrollaban en él una alegría nerviosa y febril. Jamás le vi triste; acometía a los franceses cantando, y cuando las balas silbaban en torno suyo, sacudía manos y pies haciendo mil grotescos gestos y cabriolas. Llamaba al fuego graneado pedrisco; a las balas de cañón las tortas calientes; a las granadas las señoras, y a la pólvora la harina negra, usando además otros terminachos de que no hago memoria en este momento. Pirli, aunque poco formal, era un cariñoso compañero.
No sé si he hablado del tío Garcés. Era este un hombre de cuarenta y cinco años, natural de Garrapinillos, fortísimo, atezado, con semblante curtido y miembros de acero, ágil cual ninguno en los movimientos e imperturbable como una