Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: Zaragoza


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Renovales, que tanto se distinguió en el otro sitio, y manda ahora los cazadores de Orihuela y de Valencia.

      En nuestra posición todo estaba preparado para una defensa enérgica. En el reducto del Pilar, en la batería de los Mártires, en la torre del Pino, lo mismo que en Trinitarios, los artilleros aguardaban con mecha encendida, y los de infantería escogíamos tras los parapetos las posiciones que nos parecían más seguras para hacer fuego, si alguna columna intentaba asaltarnos. Se sentía mucho frío, y los más tiritábamos. Alguien habría creído que era de miedo; pero no, era de frío, y quien dijese lo contrario, miente.

      No tardó en verificarse el movimiento que yo había previsto, y el convento de San José fue atacado por una fuerte columna de infantería francesa, mejor dicho, fue objeto de una tentativa de ataque o más bien sorpresa. Al parecer, los enemigos tenían mala memoria y en tres meses se les había olvidado que las sorpresas eran imposibles en Zaragoza. Llegaron, sin embargo, con mucha confianza hasta tiro de fusil, y sin duda aquellos desgraciados creían que sólo con verlos, caerían muertos de miedo nuestros guerreros. Los pobrecitos acababan de llegar de la Silesia y no sabían qué clase de guerra era la de España. Además como ganaran a Torrero con tan poco trabajo, creyéronse en disposición de tragarse el mundo. Ello es que avanzaban como he dicho, sin que San José hiciera demostración alguna, hasta que hallándose a tiro de fusil o poco menos, vomitaron de improviso tan espantoso fuego las troneras y aspilleras de aquel edificio, que mis bravos franceses tomaron soleta con precipitación. Bastantes, sin embargo, quedaron tendidos, y al ver este desenlace de su valentía, los que contemplábamos el lance desde la batería de los Mártires, prorrumpimos en exclamaciones, gritos y palmadas. De este modo celebra el feroz soldado en la guerra la muerte de sus semejantes, y el que siente instintiva compasión al matar un conejo en una cacería, salta de júbilo viendo caer centenares de hombres robustos, jóvenes y alegres que después de todo no han hecho mal a nadie.

      Tal fue el ataque de San José, una intentona rápidamente castigada. Desde entonces debieron de comprender los franceses, que si se abandonó a Torrero fue por cálculo y no por flaqueza. Sola, aislada, desamparada, sin baluartes exteriores, sin fuertes ni castillos, Zaragoza alzaba de nuevo sus murallas de tierra, sus baluartes de ladrillos crudos, sus torreones de barro amasado la víspera para defenderse otra vez contra los primeros soldados, la primera artillería y los primeros ingenieros del mundo. Grande aparato de gente, formidables máquinas, enormes cantidades de pólvora, preparativos científicos y materiales, la fuerza y la inteligencia en su mayor esplendor, traen los invasores para atacar el recinto fortificado que parece juego de muchachos, y aun así es poco, todo sucumbe y se reduce a polvo ante aquellas tapias que se derriban de una patada. Pero detrás de esta deleznable defensa material está el acero de las almas aragonesas, que no se rompe, ni se dobla, ni se funde, ni se hiende, ni se oxida y circunda todo el recinto como una barra indestructible por los medios humanos.

      La campana de la Torre Nueva suena con clamor de alarma. Cuando esta campana da al viento su lúgubre tañido la ciudad está en peligro y necesita de todos sus hijos. ¿Qué será? ¿Qué pasa? ¿Qué hay?

      – En el arrabal – dijo Agustín – debe de andar mala la cosa.

      – Mientras nos atacan por aquí para entretener mucha gente de este lado, embisten también por la otra parte del río.

      – Lo mismo fue en el primer sitio.

      – ¡Al arrabal, al arrabal!

      Y cuando decíamos esto, la línea francesa nos envió algunas balas rasas para indicarnos que teníamos que permanecer allí. Felizmente Zaragoza tenía bastante gente en su recinto y podía acudir con facilidad a todas partes. Mi batallón abandonó la cortina de Santa Engracia y púsose en marcha hacia el Coso. Ignorábamos a dónde se nos conducía; pero era probable que nos llevaran al arrabal. Las calles estaban llenas de gente. Los ancianos, las mujeres salían impulsados por la curiosidad, queriendo ver de cerca los puntos de peligro, ya que no les era posible situarse en el peligro mismo. Las calles de San Gil, de San Pedro y la Cuchillería, que son camino para el puente, estaban casi intransitables; inmensa multitud de mujeres las cruzaba, marchando todas a prisa en dirección al Pilar y a la Seo. El estrépito del lejano canon más bien animaba que entristecía al fervoroso pueblo, y todo era gritar disputándose el paso para llegar más pronto. En la plaza de la Seo vi la caballería, que con el gran gentío casi obstruía la salida del puente, lo cual obligó a mi batallón a buscar más fácil salida por otra parte. Cuando pasamos por delante del pórtico de este santuario sentimos desde fuera el clamor de las plegarias con que todas las mujeres de la ciudad imploraban a la santa patrona. Los pocos hombres que querían penetrar en el templo eran expulsados por ellas.

      Salimos a la orilla del río por junto a San Juan de los Panetes y nos situaron en el malecón esperando órdenes. Enfrente y al otro lado del río se divisaba el campo de batalla. Veíase en primer término la arboleda de Macanaz, más allá y junto al puente el pequeño monasterio de Altabás, más allá el de San Lázaro y a continuación el de Jesús. Detrás de esta decoración, reflejada en las aguas del gran río, la vista distinguía un fuego horroroso, un cruzamiento interminable de trayectorias, un estrépito ronco, de las voces del cañón y de humanos gritos formado, y densas nubes de humo que se renovaban sin cesar y corrían a confundirse con las del cielo. Todos los parapetos de aquel sitio estaban construidos con los ladrillos de los cercanos tejares, formando con el barro y la tierra de los hornos una masa rojiza. Creeríase que la tierra estaba amasada con sangre.

      Los franceses tenían su frente desde el camino de Barcelona al de Juslibol, más allá de los tejares y de las huertas que hay a mano izquierda de la segunda de aquellas dos vías. Desde las doce habían atacado con furia nuestras trincheras, internándose por el camino de Barcelona y desafiando con impetuoso arrojo los fuegos cruzados de San Lázaro y del sitio llamado el Macelo. Consistía su empeño en tomar por audaces golpes de mano las baterías, y esta tenacidad produjo una verdadera hecatombe. Caían muchísimos, clareábanse las filas, y llenadas al instante por otros, repelían la embestida. A veces llegaban hasta tocar los parapetos y mil luchas individuales acrecían el horror de la escena. Iban delante los jefes blandiendo sus sables, como hombres desesperados que han hecho cuestión de honor el morir ante un montón de ladrillos, y en aquella destrucción espantosa que arrancaba a la vida centenares de hombres en un minuto, desaparecían, arrojados por el suelo el soldado y el sargento y el alférez y el capitán y el coronel. Era una verdadera lucha entre dos pueblos, y mientras los furores del primer sitio inflamaban los corazones de los nuestros, venían los franceses frenéticos, sedientos de venganza, con toda la saña del hombre ofendido, peor acaso que la del guerrero.

      Precisamente este prematuro encarnizamiento les perdió. Debieron principiar batiendo cachazudamente con su artillería nuestras obras; debieron conservar la serenidad que exige un sitio, y no desplegar guerrillas contra posiciones defendidas por gente como la que habían tenido ocasión de tratar el 15 de Julio y el 4 de Agosto; debieron haber reprimido aquel sentimiento de desprecio hacia las fuerzas del enemigo, sentimiento que ha sido siempre su mala estrella, lo mismo en la guerra de España que en la moderna contra Prusia; debieron haber puesto en ejecución un plan calmoso, que produjera en el sitiado antes el fastidio que la exaltación. Es seguro que de traer consigo la mente pensadora de su inmortal jefe, que vencía siempre con su lógica admirable lo mismo que con sus cañones, habrían empleado en el sitio de Zaragoza no poco del conocimiento del corazón humano, sin cuyo estudio la guerra, la brutal guerra, ¡parece mentira!, no es más que una carnicería salvaje. Napoleón, con su penetración extraordinaria. hubiera comprendido el carácter zaragozano y se habría abstenido de lanzar contra él columnas descubiertas, haciendo alarde de valor personal. Esta es una cualidad de difícil y peligroso empleo, sobre todo delante de hombres que se baten por un ideal, no por un ídolo.

      No me extenderé en pormenores sobre esta espantosa acción del 21 de Diciembre, una de las más gloriosas del segundo sitio de la capital de Aragón. Sobre que no la presencié de cerca, y sólo podría dar cuenta de ella por lo que me contaron, me mueve a no ser prolijo la circunstancia de que son tantos y tan interesantes los encuentros que más adelante habré de narrar, que conviene cierta sobriedad en la descripción de estos sangrientos choques. Baste saber por ahora que los franceses al caer de la tarde creyeron oportuno desistir de su empeño, y que se retiraron