fue en un tiempo, o pueden elegir levantarse como hombres libres y pelear la gran guerra por la libertad!”
Hubo un grito de gozo de parte de los aldeanos mientras se acercaron de forma unánime.
“¡Los Pandesianos ahora se llevan a nuestras mujeres!” gritó uno de los hombres. “¡Si esto es libertad, entonces no quiero esta clase de libertad!”
Los aldeanos vitorearon.
“¡Estamos contigo, Duncan!” gritó otro. “¡Cabalgaremos contigo hasta la muerte!”
Hubo otro vitoreo y los aldeanos se apresuraron a subir a sus caballos y unirse a sus hombres. Duncan, satisfecho con sus crecientes filas, golpeó a su caballo y continuó saliendo de la aldea ahora dándose cuenta de lo atrasada que estaba la revolución de Escalon.
Pronto llegaron a otra aldea y los hombres ya estaban afuera esperando, con sus antorchas encendidas al escuchar los cuernos, los gritos, viendo crecer al ejército y claramente dándose cuenta de lo que pasaba. Los aldeanos locales se llamaban uno a otro al reconocer sus rostros, dándose cuenta de lo que sucedía y sin necesidad de más discursos. Duncan pasó por esta aldea como lo había hecho por la anterior y no necesitó convencer a los aldeanos que estaban deseosos de libertad, deseando recuperar su dignidad, subir a sus caballos, tomar sus armas, unirse a las filas de Duncan y seguirlo hacia donde sea que los llevara.
Duncan pasaba aldea tras aldea cubriendo todo el campo, todos iluminando la noche a pesar del viento y la nieve y la negrura de la noche. Duncan se dio cuenta de que su deseo de libertad era muy fuerte, lo suficiente como para brillar en medio de la noche más oscura y tomar sus armas para recuperar sus vidas.
Duncan cabalgó toda la noche guiando a su creciente ejército hacia el sur, con sus manos secas y entumecidas por el frío mientras tomaba las riendas. Mientras más avanzaban hacia el sur más cambiaba el terreno; el frío seco de Volis siendo reemplazado por el frío húmedo de Esephus, con su aire pesado tal y como Duncan lo recordaba por la humedad del mar y el olor a sal. Aquí también los árboles eran más pequeños azotados por el viento, todos pareciendo estar doblados por el vendaval del este que nunca cesaba.
Pasaron colina tras colina. Las nubes se abrieron a pesar de la nieve y la luna apareció en el cielo, brillando sobre ellos e iluminando su camino lo suficiente para que pudieran ver. Cabalgaron como guerreros contra la noche y Duncan sabía que esta sería una noche que recordaría por el resto de su vida. Esto suponiendo que sobrevivirían. Esta sería la batalla de la que dependía todo. Pensó en Kyra, en su familia, en su hogar, y no quería perderlos. Su vida estaba en juego junto con la vida de todos los que conocía y amaba, y todo estaba en peligro esta noche.
Duncan miró sobre su hombro y se alegró al ver que se habían unido varios cientos de hombres más, todos cabalgando juntos con un sólo propósito. Sabía que, incluso con sus números, estarían grandemente superados en número y se enfrentarían a un ejército profesional. Miles de Pandesianos estaban posicionados en Esephus. Duncan sabía que Seavig aún tenía cientos de hombres dispersados a su disposición, pero no había manera de saber si lo arriesgaría todo uniéndose a Duncan. Duncan tenía que asumir que no lo haría.
Pronto pasaron una colina y, al hacerlo, se detuvieron sin necesidad de frenar los caballos. Pues ahí, muy abajo, se encontraba el Mar de Lágrimas, con olas rompiendo contra la costa, el gran puerto, y con la antigua ciudad de Esephus elevándose a su lado. Parecía como si la ciudad hubiera sido construida dentro del mar con las olas golpeando sus muros de piedra. La ciudad fue construida de espaldas a la tierra, como si estuviera de cara al mar, con sus puertas y rejas hundiéndose en el agua como si se preocuparan más por acomodar a barcos que a caballos.
Duncan estudió el puerto con sus interminables barcos que, para su disgusto, portaban todos banderas de Pandesia, un amarillo y azul que ondulaban ofendiendo a su corazón. Moviéndose en el viento estaba el emblema de Pandesia, un cráneo en la boca de un águila, haciendo que Duncan se sintiera enfermo. Al ver que tan gran ciudad era captiva de Pandesia era una fuente de vergüenza para Duncan, e incluso en la oscuridad de la noche se apreciaba el enrojecimiento de sus mejillas. Los barcos estaban estacionados con seguridad sin esperar un ataque. Y estaba claro. ¿Quién se atrevería a atacarlos, especialmente en la oscuridad de la noche y en con la tormenta de nieve?
Duncan sintió como los ojos de sus hombres se posaban sobre él y supo que el momento de la verdad había llegado. Todos esperaban su orden fatídica, la que cambiaría el destino de Escalon, y él estaba sentado en su caballo con el viento soplando, sintiendo como su destino se abalanzaba sobre él. Sabía que este era uno de esos momentos que definirían su vida; y la vida de todos estos hombres.
“¡AVANCEN!” resonó.
Sus hombres vitorearon y avanzaron todos juntos bajando la colina, apresurándose hacia el puerto que estaba a varios cientos de yardas de distancia. Levantaron sus antorchas y Duncan sintió como su corazón lo golpeaba en el pecho mientras el viento lo hacía en su rostro. Sabía que esta era una misión suicida, pero también sabía que era tan descabellada que podría funcionar.
Atravesaron el campo con sus caballos galopando tan rápido que el viento frío casi lo dejó sin aliento y, mientras se acercaban al puerto con sus muros de piedra a sólo unos cientos de yardas de distancia, Duncan se preparó para la batalla.
“¡ARQUEROS!” gritó.
Sus arqueros, cabalgando en filas acomodadas detrás de él, encendieron sus flechas con sus antorchas y esperaron la orden. Cabalgaron, con sus caballos retumbando, mientras los Pandesianos abajo aún no se daban cuenta del ataque que se aproximaba.
Duncan esperó hasta que estuvieron cerca – cuarenta yardas, treinta, veinte – y finalmente supo que el momento era el correcto.
“¡FUEGO!”
La negra noche de repente se encendió con miles de flechas llameantes que volaban atravesando el aire y cortando la nieve, dirigiéndose a las docenas de barcos Pandesianos anclados en el puerto. Una a una, como luciérnagas, llegaron a su objetivo aterrizando en las largas lonas de velas Pandesianas.
En tan sólo unos momentos los barcos ya estaban encendidos, con las velas cubiertas en llamas mientras el fuego se extendía rápidamente en el ventoso puerto.
“¡DE NUEVO!” gritó Duncan.
Una descarga le seguía a otra mientras las flechas llameantes caían como gotas de lluvia sobre la flota Pandesiana.
Al principio, la flota estaba en silencio en medio de la noche mientras los soldados dormían sin esperar nada. Duncan se dio cuenta de que los Pandesianos se habían vuelto muy arrogantes, muy complacientes como para sospechar un ataque como este.
Duncan no les dio tiempo de prepararse; envalentonado, galopó hacia adelante acercándose al puerto. Abrió el camino hasta la pared de piedra que rodeaba el puerto.
“¡ANTORCHAS!” gritó.
Sus hombres se acercaron a la orilla de la costa, levantaron sus antorchas y, con un gran grito, siguieron el ejemplo de Duncan y lanzaron sus antorchas hacia los barcos más cercanos. Las pesadas antorchas cayeron como mazos en las cubiertas, con el sonido del choque de la madera llenando el aire mientras docenas más de barcos se encendían.
Los pocos soldados Pandesianos que estaban en turno se dieron cuenta muy tarde de lo que pasaba, encontrándose atrapados en una ola de fuego y saltando sobre la borda.
Duncan sabía que era sólo cuestión de tiempo para que el resto de los Pandesianos despertaran.
“¡CUERNOS!” gritó.
Los cuernos sonaron en medio de las filas, el viejo grito de guerra de Escalon, las breves explosiones que sabía que Seavig reconocería. Esperaba que esto lo alentara.
Duncan desmontó, sacó su espada y se dirigió al muro del puerto. Sin dudar, saltó sobre el pequeño muro de piedra y subió al barco llameante guiando el camino al abalanzarse. Tenía que acabar con los Pandesianos antes de que pudieran organizarse.
Anvin y Arthfael avanzaron junto a él con sus hombres uniéndoseles todos emitiendo un gran grito de batalla mientras arrojaban