Pedro Antonio de Alarcón

El Capitán Veneno


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la madre; pues tan luego que Angustias se acercaba a la alcoba, cesaban completamente, y el enfermo ponía cara de turco. Dijérase que odiaba de muerte a la hermosa joven, tal vez por lo mismo que nunca lograba disputar con ella, ni verla incomodada, ni que tomase por lo serio las atrocidades que él le decía, ni sacarla de aquella seriedad un poco burlona que el cuitado calificaba de constante insulto.

      Era de notar,192 sin embargo, que cuando alguna mañana tardaba Angustias en entrar a darle los buenos días, el pícaro de D. Jorge193 preguntaba cien veces en su estilo de hombre tremendo:

      –¿Y ésa? ¿Y doña Náuseas? ¿Y esa remolona? ¿No ha despertado aún su señoría? ¿Por qué ha permitido que se levante usted tan temprano, y no ha venido ella a traerme el chocolate? Dígame usted, señora doña Teresa: ¿está mala acaso la joven princesa de Santurce?

      Todo esto, si se dirigía a la madre; y, si era a la gallega, decíale con mayor furia:

      – ¡Oye y entiende, monstruo de Mondoñedo! Dile a tu insoportable señorita que son las ocho y tengo hambre. ¡Que no es menester que venga tan peinada y reluciente como de costumbre! ¡Que de todos modos la detestaré con mis cinco sentidos! ¡Y, en fin, que, si no viene pronto, hoy no habrá tute!

      El tute era una comedia, y hasta un drama diario. El Capitán lo jugaba mejor que Angustias; pero Angustias tenía más suerte, y los naipes acababan por salir volando hacia el techo o hacia la sala, desde las manos de aquel niño cuarentón, que no podía aguantar la graciosísima calma con que le decía la joven:

      – ¿Ve usted, señor Capitán Veneno, cómo soy yo la única persona que ha194 nacido en el mundo para acusarle a usted las cuarenta?

      II

      SE PLANTEA LA CUESTIÓN

      Así las cosas, una mañana, sobre si debían abrirse o no los cristales de la reja de la alcoba, por hacer195 un magnífico día de primavera, mediaron entre D. Jorge y su hermosa enemiga palabras tan graves como las siguientes:

      El Capitán. – ¡Me vuelve loco el que no me lleve usted nunca la contraria, ni se incomode al oírme decir disparates! ¡Usted me desprecia! ¡Si fuera196 usted hombre, juro que habíamos de andar a cuchilladas!

      Angustias. – Pues si yo fuese hombre, me reiría de todo ese geniazo, lo mismo que me río siendo mujer. Y, sin embargo, seríamos buenos amigos.

      El Capitán. – ¡Amigos usted y yo! ¡Imposible! Usted tiene el don infernal de dominarme y exasperarme con su prudencia; yo no llegaría a ser nunca amigo de usted, sino su esclavo; y, por no serlo, le propondría a usted que nos batiéramos a muerte. Todo esto… siendo usted hombre. Siendo mujer como lo es…

      Angustias. – ¡Continúe! ¡No me escatime galanterías!

      El Capitán. – ¡Sí, señora! ¡Voy a hablarle con toda franqueza! Yo he tenido siempre aversión instintiva a las mujeres, enemigas naturales de la fuerza y de la dignidad del hombre, como lo acreditan Eva, Armida, aquella otra bribona que peló a Sansón, y muchas otras que cita mi primo. Pero, si hay algo que me asuste más que una mujer, es una señora, y, sobre todo, una señorita inocente y sensible, con ojos de paloma y labios de rosicler, con talle de serpiente del Paraíso y voz de sirena engañadora, con manecitas blancas como azucenas que oculten garras de tigre, y lágrimas de cocodrilo, capaces de engañar y perder a todos los santos de la corte celestial… Así es que mi sistema constante se ha reducido a huir de ustedes… Porque, dígame qué armas tiene un hombre de mi hechura para tratar con una tirana de veinte abriles, cuya fuerza consiste en su propia debilidad. ¿Es decorosamente posible pegarle a una mujer? ¡De ningún modo! Pues, entonces, ¿qué camino le queda a uno, cuando conozca que tal o cual mocosilla,197 muy guapa y puesta en sus puntos,198 lo domina y gobierna, y lo lleva y lo trae como a un zarandillo?

      Angustias. – ¡Lo que yo hago199 cuando usted me dice estas atrocidades tan graciosas! ¡Agradecerlas… y sonreír! Porque ya habrá usted observado que yo no soy llorona…; razón por la cual, en su retrato de las Angustias sobra aquello de las lágrimas de cocodrilo…200

      El Capitán. – ¿Está usted viendo? ¡Esa respuesta no la201 daría Lucifer! ¡Sonreír! ¡Reírse de mí, es lo que hace usted continuamente! ¡Pues bien! Decía, cuando usted me ha clavado ese nuevo puñal, que de todas las damiselas que había temido encontrar en el mundo, la más terrible, la más odiosa para un hombre de mi temple… – perdóneme la franqueza – ¡es usted! ¡Yo no recuerdo haber experimentado nunca la ira que siento cuando usted se sonríe al verme furioso! ¡Paréceme como que duda usted de mi valor, de la sinceridad de mis arrebatos, de la energía de mi carácter!

      Angustias. – Pues óigame usted a mí, ahora, y crea que le hablo con entera verdad. Muchos hombres he conocido ya en el mundo; alguno que otro me ha solicitado; de ninguno me he prendado todavía… Pero si yo hubiera de enamorarme con el tiempo, sería de algún indio bravo por el estilo de usted. ¡Tiene usted un genio hecho de molde para el mío!

      El Capitán. – ¡Vaya usted a los mismísimos diablos!202 ¡Generala! ¡Condesa! ¡Llame usted a su hija, y dígale que no me queme la sangre! En fin; ¡mejor es que no juguemos al tute! Conozco203 que no puedo con usted… Llevo algunas noches de no dormir, pensando en nuestros altercados, en las cosas duras que me obliga usted a decirle, en las irritantes bromas que me contesta, y en lo imposible que es el que usted y yo vivamos en paz, a pesar de lo muy agradecido que estoy a… la casa. ¡Ah! ¡Más me hubiera valido que me dejase usted morir en mitad204 de la calle!.. ¡Es muy triste aborrecer, o no poder tratar como Dios manda a la persona que nos ha salvado la vida exponiendo la suya! ¡Afortunadamente, pronto podré mover esta pícara pierna; me iré a mi cuartito de la calle de Tudescos, a la oficina de mi seráfico pariente y a mi Casino de mi alma,205 y cesará este martirio a que me ha condenado usted con su cara, su cuerpo y sus acciones de serafín, y con su frialdad, sus bromas y su sonrisa de demonio! ¡Pocos días nos quedan de206 vernos!.. Ya discurriré yo alguna manera de seguir tratando a solas a su mamá de usted, ora sea en casa de mi primo, ora por cartas, ora citándonos para tal o cual iglesia… Pero lo que es a usted, gloria mía, ¡no volveré a acercarme hasta que sepa que se ha casado!.. ¿Qué digo? Entonces menos que nunca! En resumen… ¡déjeme usted en paz, o écheme mañana solimán en el chocolate!

      El día que D. Jorge de Córdoba pronunció estas palabras, Angustias no se sonrió, sino que se puso grave y triste…

      Reparó en ello el Capitán, y diose prisa a taparse el rostro con el embozo207 de la cama, murmurando para sí mismo:

      – ¡Me he fastidiado con decir que no quiero jugar al tute! Pero, ¿cómo volverme atrás? ¡Sería deshonrarme! ¡Nada! ¡Trague usted quina, señor Capitán Veneno! ¡Los hombres deben ser hombres!

      Angustias, que había salido ya de la alcoba, no se enteró del arrepentimiento y tristeza que se revolcaban bajo las ropas de aquel lecho.

      III

      LA CONVALECENCIA

      Sin novedad alguna que de notar sea, transcurrieron otros quince días, y llegó aquel en que nuestro héroe debía de abandonar el lecho, bien que con orden terminante de no moverse de una silla y de tener extendida sobre208 otra la pierna mala.

      Sabedor de