Pedro Antonio de Alarcón

El Capitán Veneno


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con la anticipación debida.

      Aquel lujoso mueble era toda una obra maestra, excogitada y dirigida por el minucioso aristócrata: estaba provisto de grandes ruedas que facilitarían la conducción del enfermo de una parte a otra, y articulado por medio de muchos resortes, que permitían darle forma, ora de lecho militar, ora de butaca más o menos trepada, con apoyo, en este último caso, para extender la pierna derecha, y con su mesilla, su atril, su pupitre, su espejo y otros adminículos de quita y pon, admirablemente acondicionados.

      A las señoras les mandó, como todos los días, delicadísimos ramos de flores, y además, por extraordinario, un gran ramillete de dulces y doce botellas de Champagne, para que celebrasen la mejoría de su huésped. Regaló un hermoso reloj al médico y veinticinco duros a la criada, y con todo ello se pasó en aquella casa un verdadero día de fiesta, a pesar de que la respetable guipuzcoana estaba cada vez peor de salud.

      Las tres mujeres se disputaron la dicha de pasear al Capitán Veneno en el sillón-cama: bebieron Champagne y comieron dulces, así los enfermos como los sanos,210 y aun el representante de la Medicina. El Marqués pronunció un largo discurso en favor de la institución del matrimonio, y el mismo D. Jorge se dignó reír dos o tres veces, haciendo burla de su pacientísimo primo, y cantar en público (o sea delante de Angustias) algunas coplas de jota aragonesa.

      IV

      MIRADA RETROSPECTIVA

      Verdad es que desde la célebre discusión sobre el bello sexo, el Capitán había cambiado algo, ya que no de estilo ni de modales, a lo menos de humor… ¡Y quién sabe si de ideas y sentimientos! Conocíase que las faldas le causaban menos horror que al principio, y todos habían observado que aquella confianza y benevolencia que ya le merecía211 la señora de Barbastro iban trascendiendo a sus relaciones con Angustias.

      Continuaba, eso sí, por terquedad aragonesa, más que por otra cosa, diciéndose su mortal enemigo, y hablándole con aparente acritud y a voces, como si estuviera mandando soldados; pero sus ojos la seguían y se posaban en ella con respeto, y, si por acaso se encontraba con la mirada (cada vez más grave y triste desde aquel día) de la impávida y misteriosa joven, parecían inquirir afanosamente qué gravedad y tristura eran aquéllas.

      Angustias había dejado por su parte de provocar al Capitán y de sonreírse cuando le veía montar en cólera. Servíalo en silencio, y en silencio soportaba sus desvíos más o menos amargos y sinceros, hasta que él se ponía también grave y triste, y le preguntaba con cierta llaneza de niño bueno:

      – ¿Qué tiene usted? ¿Se ha incomodado conmigo? ¿Principia ya a pagarme el aborrecimiento de que tanto le he hablado?

      – ¡Dejémonos de tonterías, Capitán! – contestaba ella. – ¡Demasiado hemos disparatado ya los dos… hablando de cosas muy formales!

      – ¿Se declara usted, pues, en retirada?

      – En retirada… ¿de qué?

      – ¡Toma! ¡Usted lo sabrá! ¿No me la212 echó de tan valiente y batalladora el día que me llamó indio bravo?

      – Pues no me arrepiento de ello, amigo mío… Pero basta de despropósitos, y hasta mañana.

      – ¿Se va usted? ¡Eso no vale! ¡Eso es huir! – solía decirle entonces el muy taimado.

      – ¡Como usted quiera!.. – respondía Angustias encogiéndose de hombros. – El caso es que me retiro…

      – Y ¿qué voy a hacer ahora aquí, solo, toda la santa213 noche? ¡Repare usted en que son las siete!

      – Ésa no es cuenta mía. Puede usted rezar, o dormirse, o hablar con mamá… Yo tengo que seguir arreglando el baúl de papeles de mi difunto padre… ¿Por qué no pide usted una baraja a Rosa, y hace solitarios?

      – ¡Sea usted franca! – exclamó un día el impenitente214 solterón, devorando con los ojos las blanquísimas y hoyosas manos de su enemiga. – ¿Me guarda usted rencor porque, desde aquella mañana, no hemos vuelto a jugar al tute?

      – ¡Muy al contrario! ¡Alégrome de que hayamos dejado también esa broma! – respondió Angustias, escondiendo las manos en los bolsillos de la bata.

      – Pues entonces, alma de Dios, ¿que quiere usted?

      – Yo, señor don Jorge, no quiero nada.

      – ¿Por qué no me llama usted ya215 "Señor Capitán Veneno"?

      – Porque he conocido que no merece usted ese nombre.

      – ¡Hola! ¡Hola! ¿Volvemos a las suavidades y a los elogios? – ¿Qué sabe usted cómo soy yo por dentro?

      – Lo que sé es que no llegará usted nunca a envenenar a nadie…

      – ¿Por qué? ¿Por cobardía?

      – No, señor; sino porque es usted un pobre hombre, con muy buen corazón, al cual le ha puesto cadenas y mordaza, no sé si por orgullo o por miedo a su propia sensibilidad… Y, si no, que se lo pregunten a mi madre…

      – ¡Vaya! ¡vaya! ¡doblemos esa hoja!216 ¡Guárdese usted sus celebraciones como se guarda sus manecitas de marfil! ¡Esta chiquilla se ha propuesto volverme del revés!

      – ¡Mucho ganaría usted en que me lo propusiera y lo lograra, pues el revés de usted es el derecho! Pero no estamos en ese caso… ¿Qué tengo yo que ver en sus negocios?

      – ¡Trueno de Dios! ¡Pudo usted hacerse esa pregunta la tarde que se dejó fusilar por salvarme la vida! – exclamó D. Jorge con tanto ímpetu como si, en vez del agradecimiento, hubiese estallado en su corazón una bomba.

      Angustias le miró muy contenta, y dijo con noble fogosidad:

      – No estoy arrepentida217 de aquella acción: pues si mucho le admiré a usted al verlo batirse la tarde del 26 de Marzo, más le he admirado al oírlo cantar, en medio de sus dolores, la jota aragonesa, para distraer y alegrar a mi pobre madre.

      – ¡Eso es! Búrlese usted ahora de mi mala voz!

      – ¡Jesús, qué diantre de hombre! – ¡Yo no me burlo de usted, ni el caso lo merece! ¡Yo he estado a punto de llorar, y he bendecido a usted desde lejos, cada vez que le he oído cantar aquellas coplas!..218

      – ¡Lagrimitas! – ¡Peor que peor! – ¡Ah, señora doña Angustias! ¡Con usted hay que tener mucho cuidado! – ¡Usted se ha propuesto hacerme decir ridiculeces y majaderías impropias de un hombre de carácter, para reírse luego de mí, y declararse vencedora! – Afortunadamente, estoy sobre aviso, y tan luego como me vea próximo a caer en sus redes, echaré a correr con la pierna rota y todo, y no pararé hasta Pekín! – ¡Usted debe ser lo que llaman una coqueta!

      – ¡Y usted es un desventurado!

      – ¡Mejor para mí!

      – ¡Un hombre injusto, un salvaje, un necio…!

      – ¡Apriete usted! ¡Apriete usted! – ¡Así me gusta! – ¡Al fin vamos a pelearnos una vez!

      – ¡Un desagradecido!

      – ¡Eso no, caramba!219 ¡Eso no!

      – Pues bien: ¡guárdese usted su agradecimiento, que yo, gracias a Dios, para nada lo necesito! Y, sobre todo, hágame el obsequio de no volver a sacarme estas conversaciones…

      Tal dijo Angustias, volviéndole la espalda con verdadero enojo.

      Y