Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 1


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hija querida!, ha hecho ciertas revelaciones de familia, de seguro que mi nombre no le será a usted desconocido.

      Se detuvo un momento para estudiar el efecto que sus palabras causaban en la superiora, y al verla impasible, dijo con cierta satisfacción propia del que ostenta un nombre que no tiene por qué ocultar:

      – Yo, señora, soy Esteban Alvarez, ex comandante del ejército y uno de los pocos que huyen de su patria por no ver la deshonra consumada en la madrugada de ayer.

      Y el que así se revelaba, bajó un instante la cabeza como para devorar la amargura que le causaban sus últimas palabras; momento que aprovechó la monja para fijarse rápidamente en el cortinaje que se había agitado ligeramente y dirigir una mirada a alguna persona oculta, a la que parecía decir: – ¡Qué tal! ¿Me engañaba yo?

      Cuando don Esteban volvió a fijar su vista en los espejuelos de la superiora, ésta, con cierta desdeñosidad, no exenta de evangélica lástima, dijo calmosamente:

      – Efectivamente, conocía su nombre, señor Alvarez. ¿Y quién lo ignora en España? Por desgracia, hasta el fondo de las santas moradas en que se rinde culto a Dios, llega el infernal rumor del hervidero revolucionario y se conoce de oídas a los hombres impíos que, olvidando los más preciosos sentimientos, declaran la guerra al cielo y a sus servidores, dirigen a las hordas armadas para destruir lo tradicional y venerando de nuestra patria, y después, en ese centro de escándalos que llaman las Cortes, tienen el satánico atrevimiento de negar la existencia del que es autor del mundo y algún día ha de juzgarnos. ¡Señor Alvarez, le conozco bastante! Ojalá que su nombre no fuera tan popular, que con ello ganaría su alma y tendría más segura su salvación.

      – No se trata de eso, señora – dijo don Esteban, que había oído con impaciencia – . Deje usted a un lado todas esas apreciaciones nacidas de sus ideas políticas y religiosas y que yo respeto. No le he preguntado si usted conocía mi nombre por la fama que mis actos peores o mejores le han dado, sino por haberlo oído en sus conversaciones con la persona que aquí trajo a María.

      – La condesita de Baselga fué traída a este colegio por su tía, la señora baronesa de Carrillo.

      – Justo. ¿Y nada le ha dicho a usted de mí esa señora?

      – No creo que la baronesa, persona devota y temerosa de Dios como pocas, y perteneciente a una de las familias más ilustres, haya tenido nunca relación con los hombres de la República.

      Estas palabras, dichas con acento melifluo, causaron a don Esteban el efecto de un latigazo, e incorporándose en el asiento, contestó:

      – Valiente jesuitaza es la tal señora, y en cuanto a que yo haya podido tener relación con ella, cosas hay que tal vez usted no ignore (aunque finja lo contrario) y que nos ligan muy de cerca. En fin, señora, terminemos. Hágame usted el inmenso favor de que pueda ver a mi hija un sólo instante.

      – Aquí no tiene usted ninguna hija, y extraño mucho que un hombre como usted, a menos de haberse vuelto loco, venga en circunstancias tan críticas para su seguridad, cuando tal vez le buscan para castigarle por sus excesos, a perturbar la tranquilidad de esta santa casa.

      – Tiene usted razón, señora – dijo don Esteban con tristeza – . Me encuentro en circunstancias muy críticas y esto es lo que más debe moverla a acceder a mis deseos. En la madrugada de ayer, cuando vi mis ilusiones deshechas y que todos huían olvidando su deber creí volverme loco, y mi único pensamiento fué defender lo que tanto nos había costado alcanzar: esa República que ustedes maldicen y en cuya caída pueden reclamar parte; pero cuando me convencí de que la resistencia era imposible, de que estaba próximo a perder mi libertad y que lo más racional era la fuga, mi ferviente deseo consistió en ver a mi hija, al único ser que me liga a este mundo, y por eso, exponiéndome a la venganza de rencorosos enemigos que me odian por mis pasadas hazañas y me temen a causa de lo mucho que aún puedo hacer para que reviva la República, exponiéndome, digo, a tantos peligros, he abandonado Madrid, no para huir rectamente a Francia, como aconseja la conveniencia, sino para venir antes a esta ciudad a contemplar, sin duda por última vez, al ser inocente cuyo recuerdo llena mi existencia y derrama dulce calma en mi ánimo cuando me encuentro amargado por las luchas de la vida. Mi mayor felicidad sería lograr que mi hija, ¡mi María! me acompañase en el destierro que me aguarda, que fuese mi sostén en la vejez prematura que las circunstancias me preparan; pero sé muy bien, señora, que esto no lo lograré, pues ni usted me dará mi hija, ni yo a los ojos de la sociedad tengo derecho para reclamarla; pero ya que esto es imposible, señora, no ya como a directora de este establecimiento, como mujer de tierno corazón, como ser que aún recordará las tiernas caricias del hombre que le dió la existencia, la pido que antes de que yo parta me deje besar a la pobre niña, víctima en su nacimiento de un miserable engaño y sobre la cual un oculto poder que no quiero nombrar, porque con ello heriría la susceptibilidad de usted, parece que arroja una maldición. Señora, ¿quiere usted concederme lo que le pido?

      Calló don Esteban y esperó ansiosamente la contestación de la religiosa; pero ésta no parecía apresurarse en hablar, por lo que aquel pobre padre añadió para reforzar sus anteriores palabras:

      – Señora, en nombre de ese ser ideal, todo amor y bondad que continuamente tienen ustedes en los labios, en nombre de Dios, no niegue usted tan mezquino favor a un hombre que lo pide cuando más abrumado está por la desgracia.

      La superiora, como mostrándose ofendida de que don Esteban introdujera a Dios en la conversación, se incorporó en su asiento, y con voz acompasada, después de envolver a su interlocutor en una mirada de olímpico desdén, dijo por fin:

      – Este colegio, caballero, tiene reglas estrictas aprobadas por la superioridad, de las que no puede salir y a las que yo no faltaré nunca.

      – ¿Acaso esas reglas pueden privar que un padre dé un beso a su hija?

      – Ya le he dicho a usted antes que no es padre de ninguna educanda ni menos de la señorita Quirós por quien pregunta, y como tampoco le tengo a usted por pariente ni por amigo de la familia, de aquí que me vea obligada a negarle lo que pide, pues nuestras reglas prohiben que las educandas sean visitadas por personas extrañas.

      – ¡Yo persona extraña! – exclamó don Esteban con indignación – . ¡Yo considerado como un desconocido, cuando vengo en busca de mi hija! Señora… acabemos ya, pues la paciencia me falta y me siento capaz, cegado por la indignación, hasta de faltar a las conveniencias que un caballero debe siempre a una señora, aunque ésta se muestre cruel, tan sólo por obedecer los mandatos de la negra institución que la dirige y de la que es miserable ruedecilla sin conciencia ni voluntad en sus actos. Por última vez, señora; déjeme usted ver a mi hija.

      Estas postreras palabras las dijo don Esteban en actitud humilde, suplicante, con los ojos casi llorosos y extendiendo sus brazos como si rogase.

      Conmovía aquella hermosa figura varonil en actitud tan tierna; pero en el rostro de la superiora no se notó la más leve emoción y contestó con su seco acento:

      – También yo digo que acabemos, caballero. Se acerca la hora de comer para las educandas, tengo que presidir la mesa y mi presencia es necesaria arriba para otros asuntos. Creo que no podrá usted quejarse de la calma con que he estado oyendo sus palabras, mezcla confusa de halagos e insultos. Le perdono a usted y le ruego se marche, pues me urge quedar libre.

      – ¿Marcharme yo? ¿Y sin ver a mi hija? Señora, eso jamás lo haré.

      Y don Esteban se afirmó en su asiento, como si pretendiera clavarse en él y quedó en actitud provocativa, retando con la vista a la superiora a que lo arrojase del colegio.

      Pronto abandonó tal actitud, para caer en una dulce abstracción. Llegaron a su oído, lejanas, amortiguadas y sueltas, algunas notas de armonium que sirvieron como de preludio a un coro de voces infantiles que estalló, a juzgar por lo lejano que sonaba, en el otro extremo del edificio.

      La monástica calma que reinaba en el colegio permitía apreciar en sus detalles aquella agradable confusión de voces frescas, y aunque algo desentonadas y rebeldes a las reglas del canto, ingenuas y agradables, que evocaban en la imaginación grupos de atractivas cabecitas rubias