Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 1


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de corazón, le ruego que desista de su empeño y se retire.

      – ¿Qué quiere usted indicarme con tan extraño consejo?

      – Que esa señorita le odia a usted, pues se estremece de espanto al solo nombre de don Esteban Alvarez.

      – ¡Imposible! ¡Temblar una hija ante el nombre de su padre! Eso es un absurdo; alguna infame maniobra de los jesuítas, de ustedes, miserables, que pretenden robarme cuanto amo en el mundo. ¡A ver… pronto… venga aquí mi hija! Ahora más que nunca necesito verla.

      Don Esteban dijo estas palabras con tal entonación, que la superiora, temiendo volviera a repetirse la escena de momentos antes, hizo sonar el timbre de su mesa, ordenando a la hermana que se presentó en la puerta que fuera en busca de la señorita Quirós.

      Pasaron algunos minutos sin que ninguno de los tres pronunciara una palabra. Don Esteban, cruzando el despacho en paseo precipitado, la faz contraída y la vista fija en el suelo; la superiora, inmóvil, y don Tomás, pasándose de vez en cuando su repugnante pañuelo de hierbas por la cara y aprovechando tal telón para dirigir a aquélla rápidas miradas de inteligencia.

      Sonaron ligeros y menudos pasos al otro lado del portier; levantóse éste, y entró en el despacho, con desenvoltura encantadora, una niña de ocho años, morena, de grandes ojos, de nariz un tanto gruesa, y llevando con cierta gracia ingenua el ingrato y desgarbado uniforme del colegio.

      Saludó con un respetuoso mohín a la monja y al capellán y se quedó mirando fijamente a don Esteban como si quisiera adivinar quién era aquel desconocido.

      Este no se pudo contener. Sonrió con el dulce entusiasmo de un iluminado que en sus desvaríos ve la gloria, y abalanzándose a la niña con los brazos abiertos, dejó escapar las palabras de cariño que a borbotones acudían a sus labios.

      – ¡Hija mía! Cada vez eres más semejante a tu pobre madre…

      La niña, al sentir el abrazo rudo y cariñoso a la vez, el cosquilleo de los bigotes y el besuqueo de aquella boca ávida, miró a su directora y al confesor del colegio, como preguntándoles quién era aquel hombre.

      – Señorita – dijo don Tomás, poniendo por primera vez serio su rostro y dando a sus palabras cierta intención – ; al señor lo conoce usted perfectamente. Es don Esteban Alvarez.

      Fué algo más que emoción lo que aquella niña experimentó al oír tal nombre. Su cuerpecito tembló nerviosamente como si estuviera en presencia de un gran peligro, su rostro tornóse pálido, y desasiéndose rápidamente de aquellos brazos que la oprimían, dió un salto de algunos pasos mirando a todas partes, como si no supiera por dónde huir.

      – ¡Cómo! ¿Qué es esto? – exclamó con extrañeza don Esteban – . ¿Huyes de mí? ¿Huyes de tu padre?

      – ¡Mi padre! – dijo la niña con pasmo que la obligaba a balbucear – . ¡Qué horror! Usted no es mi padre. Usted es don Esteban Alvarez, el verdugo de mi mamá, el ángel malo de mi familia.

      Don Esteban mostró en los primeros momentos un asombro cercano a la imbecilidad. Miró a su alrededor como si dudara de lo que había oído y dió algunos pasos hacia la niña; pero ésta, exhalando un grito de miedo, fué a refugiarse tras la superiora.

      Este grito pareció volver a la realidad al angustiado padre. Miró con todo el furor propio de tan dramática situación al cura y a la religiosa, y rugió:

      – ¡Infames! Habéis hecho más aún de lo que yo creía. Auxiliados por una familia fanatizada, no sólo me habéis separado de mi hija, sino que la enseñáis a que se horrorice y tiemble ante el nombre de su padre. ¿Qué espantosas mentiras habéis dicho a esa infeliz niña? ¿Qué tremendas calumnias habéis dejado caer sobre mi pasado? ¡Canalla vil!, hace un momento os despreciaba, pero ahora me causáis asco y temor; siento ansia de vengarme aplastándoos, y, ¡por Cristo!, que no saldré de aquí sin que sepáis quién soy, y cómo respondo a las maquinaciones del jesuitismo contra mi persona.

      Y don Esteban, agitándose como un loco y hablando atropelladamente, agarró una silla, y levantándola como una pluma, se abalanzó sobre el cura y la monja.

      Esta había perdido ya su presencia de ánimo y temblaba, pero el clérigo no se inmutó y fué retrocediendo hacia la pared, únicamente para ganar tiempo y poder decir antes de que descargara sobre su cabeza el primer golpe:

      – Piense usted que los suyos han caído del poder, que el Gobierno le persigue, y que si da usted un escándalo la servidumbre del colegio llamará a la policía y resultarán inútiles todas sus precauciones para huir.

      A las primeras palabras ya se detuvo don Esteban como si adivinara todo el resto. Aquel cura había sabido desarmar tanta indignación, recordando hábilmente un peligro.

      Como rendido por la realidad, bajó lentamente su silla, recogió su sombrero, pasóse una mano por los ojos como si despertara de un sueño cruel, y se dirigió lentamente a la puerta.

      Cuando llegó a ésta, volvióse pausadamente, y abarcando en una mirada a la niña y a los dos seres sombríos, dijo:

      – Confieso que sois muy fuertes y que se necesita gran energía para luchar con vosotros. ¡Adiós, sabandijas infames! ¡Adiós, jesuíta! Derrama sin piedad tu saliva venenosa sobre mi historia; sigue tejiendo la negra tela de araña alrededor de esa familia cuya fortuna desea tu Orden, y escarnéceme e insúltame cuanto quieras, que día llegará en que pueda devolverte golpe por golpe. Hoy el porvenir es tuyo, pues viene la reacción a hacer de la desdichada patria blanda cama para que te revuelques a tu sabor. Mucha guerra os hice al triunfar la revolución, pero veo que aquélla no ha causado gran mella en vosotros, y os juro que no seré tan blando el día en que nuevamente estén los sucesos de nuestra parte. ¡Adiós, miserables! Seres sin piedad ni corazón, insensibles a todo sentimiento. Si tú eres la esposa de Dios y ése es su representante, yo os digo que Dios es un mito, pues si existiera, tendría méritos suficientes para ingresar en un presidio.

      – En cuanto a ti, hija mía – continuó don Esteban con acento enternecido – , algún día te acordarás con pena de este infeliz que ahora te causa espanto. Tal vez dentro de algunos años, cuando te veas víctima de estas gentes que hoy te rodean, llames en tu auxilio a tu padre y éste no podrá acudir por haber muerto ya, o encontrarse lejos de la patria e imposibilitado de volver a ella.

      Y el infortunado, al decir esto último, rompió a llorar, y como si no quisiera dar tal prueba de flaqueza ante sus enemigos, salió corriendo de la habitación, después de lanzar a su hija una postrera mirada de cariño.

      Al pasar frente a la portería dió un rudo empujón al hermano Andrés, que quiso acercársele con su ademán obsequioso, y montando en el carruaje de alquiler que aguardaba a la puerta del colegio, gritó al cochero:

      – ¡A la fonda!

      Al apearse don Esteban y atravesar el patio del hotel oyó que le llamaban, y volviéndose, tropezó con Benito, su antiguo asistente, después ayuda de cámara, y en el momento, compañero de aventuras políticas.

      – Arriba, en el cuarto, aguardan, don Esteban. Son varios correligionarios de esta ciudad que desean saber por usted la actitud que deben tomar.

      – ¿Cómo han sabido que estamos aquí?

      – No lo sé. ¡Qué diablos!, cree uno que no lo conocen, y donde menos lo espera… En fin, que esto nos demuestra la necesidad de marcharnos a Francia cuanto antes. Esta tarde, a las cuatro, sale vapor para Marsella.

      – Arréglalo todo para embarcarnos a tal hora, y alejémonos pronto de aquí. Ahora vamos a ver qué quieren esos amigos, aunque yo no tengo hoy la cabeza para estas cosas.

      Cuando don Esteban entró en su habitación levantáronse de sus asientos para saludarle respetuosamente tres hombres de rostro honrado y enérgico que por sus trajes demostraban pertenecer a esa clase de pequeños industriales que son el principal nervio del país y el primer elemento de toda revolución.

      Venían a cambiar impresiones, a recibir órdenes, a ofrecer su vida y la de algunos centenares