Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 1


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el rey del mundo, la Compañía de Jesús estará como ahora encargada de dirigir al Santo Padre, y esos reyes, manada de imbéciles a quienes los revolucionarios atacan con razón, serán al frente de sus Estados simples gobernadores obedientes a la autoridad pontifical y al mandato de la Compañía. Cada nación, por grande que sea, equivaldrá a una provincia del inmenso Estado de la Iglesia ideal gigantesco que un día soñó el gran Gregorio VII y que realizaremos nosotros los hijos de San Ignacio. Acabará esa escandalosa doctrina que se llama democrática; la libertad morirá porque los pueblos han de ser cual los arbolillos de jardín que son más hermosos al crecer guiados por la férrea mano del hortelano; eso que llaman progreso desaparecerá de entre los humanos; el hombre no creerá satánicamente, cual hoy, que lleva en su cabeza una cosa que titula razón y con la que quiere explicarse todo lo existente; el sentimiento universal será la adoración a Dios y a sus representantes los compañeros de Jesús, y el mundo ofrecerá el hermoso espectáculo de una vasta congregación de devotos dirigidos espiritual y materialmente por nosotros. ¿Os agrada el cuadro? ¿Sentís renacer vuestra fe al pensar que trabajáis por tan santa causa?

      La religiosa hizo con la cabeza enérgicas señales de aprobación y don Tomás añadió, cambiando su anterior tono de apóstol por el insinuante y dulce que le era peculiar:

      – Pues para la sublime obra, la Compañía necesita dinero, mucho dinero. Cumplid, pues, vuestro encargo. Que la condesita de Baselga tome el hábito de religiosa y que sus millones ingresen en el tesoro que hace tres siglos venimos reuniendo… “ad majorem Dei gloriam”.

      PRIMERA PARTE

      EL CONDE DE BASELGA

      I

      Un defensor del absolutismo

      En la madrugada del 1.º de julio de 1822, cuatro batallones de la Guardia Real salieron a la callada de Madrid y se trasladaron al Pardo, donde, con aire omnipotente, dispusieron que su amado rey el señor don Fernando VII recobrase todos sus derechos de monarca absoluto y que cayera el régimen constitucional nacido año y medio antes con la sublevación de Riego en Cabezas de San Juan.

      Fué aquello una chiquillada valiente, que costó la vida a muchos infelices y en la que se dieron a conocer don Luis Fernández de Córdoba y otros futuros generales que entonces eran simples tenientes, o más bien dicho, pollos militares recién salidos del cascarón.

      En aquella jornada, preparada en honor del absolutismo monárquico, sonó por primera vez el nombre de don Fernando Baselga, conde de Baselga, que era un rapaz recién salido de la escuela militar, vivo de genio, despierto de mollera en lo tocante a travesuras, gran amigo de los placeres y con el alma un poco atravesada, según decían sus compañeros; pero a quien se le dispensaban sus faltas, que no eran pocas, en gracia al alegre carácter y a la distinción caballeresca que sabía dar hasta a sus actos más ruines.

      El subteniente Baselga, de la Guardia Real, era una esperanza para aquella corte de Fernando, que se sentía molestada bajo la influencia liberal de la situación y deseaba el restablecimiento del absolutismo, lo que significaba la vuelta de aquellos tiempos de Godoy y Carlos IV, donde cada mañana se comentaban los escándalos palaciegos ocurridos en la noche anterior, sucesos capaces de ruborizar a un Cuerpo de guardia, y se rendía homenaje al querido de la reina, la que, por su parte, cambiaba de amante cada semana.

      Aquellos fueron los buenos tiempos, y no los que habían sobrevenido después de 1820, en aquella inaudita época constitucional, donde los mismos revolucionarios que trastornaron a la nación en las Cortes de Cádiz, aquellos plebeyos insolentes y deslenguados, enemigos de Dios y de la propiedad, como eran Argüelles, Martínez de la Rosa, García Herreros, y otros no menos nombrados, pisaban las alfombras del regio palacio con el carácter de ministros e iban a deslucir con sus casacas mal cortadas aquel brillante golpe de vista que presentaban los salones del rey, repletos de dorados uniformes, faldas de vistosos colorines y sotanas rojas o moradas.

      Cuando el joven subteniente se hacía estas consideraciones, sentíase acometido de un furor sin límites. Aquello no era corte; el palacio real no pasaba de ser un campamento del pueblo, la ola democrática lo invadía todo y era preciso que los buenos servidores del rey se agrupasen a su lado para barrer a todos los “negros” y devolver al palacio su antiguo esplendor.

      El condesito de Baselga experimentaba la misma desesperación del artista convencido de que posee condiciones para hacerse inmortal y que, sin embargo, no encuentra medios para darse a conocer del mundo.

      El joven subteniente tenía la firme persuasión de que él podía ser el más brillante adorno de una corte, y se desesperaba al pensar que, por culpa de los liberales, allí no había bailes, saraos, ni ninguna de las grandes diversiones de los antiguos tiempos, pues el rey se pasaba la mayor parte del año en sus posesiones campestres huyendo de los motines, asonadas y manifestaciones con acompañamiento de pedradas y palos, que siempre venían a terminar frente a las ventanas de Palacio.

      ¡Si él hubiera nacido en otros tiempos!..

      Ya se lo había dicho el revoltoso y viejo conde de Montijo, el mismo que el año ocho acaudillaba, vestido de chalán y con el nombre de “el tío Pedro”, el motín de los lacayos y trajineros contra el favorito Godoy.

      – Muchacho, tú hubieras hecho una gran carrera a vivir en la corte de Carlos IV.

      El no era ambicioso, no quería medrar; únicamente deseaba divertirse, y divertirse mucho, y para ello necesitaba un escenario digno de sus facultades, una corte donde menudearan las fiestas, las damas fueran traviesas, se tuviera alguno que otro duelo, y desde el rey abajo todos fueran galanteadores.

      Para eso había entrado él en la Guardia Real, y como tenía la completa seguridad, por informes fidedignos, de que Fernando pensaba de igual modo y se veía obligado a reprimirse por culpa de los vencedores liberales, de aquí que profesara a éstos un odio más vivo e inexplicable que el que pudieran inspirarle sus tradiciones de rancia nobleza.

      Por esto, olvidando momentáneamente el vino, la baraja y unas relaciones nada platónicas, que más por amor propio que por pasión había contraído con una duquesa casi cincuentona, dama de honor de la reina, hízose hombre serio, metióse a conspirador, y entendiéndose con su compañero de armas, el inquieto Córdova, que era quien se avistaba continuamente con el rey y estaba en el secreto de “la gorda” que se preparaba contra los liberales, encontróse a los veintiún años convertido en terrible sedicioso, aunque no dejando por esto de ser tan superficial como de costumbre.

      Aquel condesito de Baselga era un hermoso ejemplar de la especie de fatuos dañinos, y honraba tanto en lo físico como en lo moral a su privilegiada clase demostrando que en la nobleza no todas las familias degeneran a pesar de los incesantes cruzamientos entre individuos de idéntica sangre.

      Su familia, tan cargada de blasones y pergaminos como escasa en peluconas, habíase mantenido hasta entonces pegada al terruño en lo más aislado de Castilla la Vieja odiando a la corte y considerando únicamente como iguales a los individuos de aquella nobleza rústica, que no doblaba el espinazo ante los favoritos de los reyes, nobleza que guardaba encerradas en sus casas solariegas las tradiciones de los feudales tiempos y que se comía sus cosechas al calor de la blasonada chimenea, teniendo por única ocupación la caza y por exclusivo esparcimiento la diaria misa mayor, las vísperas y alguno que otro rosario.

      La guerra de la Independencia por un lado y las Cortes de Cádiz por otro, removieron toda la nación; los franceses a cañonazos, y los diputados con leyes y decretos, sacaron de su marasmo a clases que permanecían tan quietas como la momia de un Faraón en lo más hondo de la Pirámide; y aquellos restos semifeudales de la nobleza castellana fueron arrojados de sus vetustos caserones por el azar de las circunstancias y entraron en plena vida para contaminarse, como todas las otras clases, con el ambiente social.

      Entonces, como tronco que arranca y arrastra el torrente de una inundación, el joven conde de Baselga fué desgajado del riñón de Castilla donde había crecido y llegó a Madrid contando como único capital el puñado de duros que cada seis meses le enviaba el cura de su pueblo como administrador de sus reducidos bienes señoriales, y especialmente aquellas prendas físicas que, según testimonio de los expertos en achaques de corte, le