por encanto a los cincuenta y dos hombres y a los cinco marmitones que componían la tripulación de El Gavilán, y que se colocaron en dos filas, con la cabeza alta, la mirada fija y las manos colgando.
Aquellas buenas gentes no tenían el aire cándido y puro de un joven seminarista, ¡oh no! Se veía en sus duras facciones, en su tez curtida, en su frente surcada, que las pasiones – ¡y qué pasiones! – habían pasado por allí, y que los honrados compañeros habían llevado ¡ay! una vida bien tormentosa.
Además, se trataba de una tripulación cosmopolita; era como un resumen viviente de todos los pueblos del mundo; franceses, españoles, alemanes, ingleses, rusos, americanos, holandeses, italianos, egipcios, ¿qué sé yo? hasta un chino que Kernok había enrolado en Manila. Sin embargo, aquella sociedad compuesta de elementos tan poco homogéneos, vivía a bordo en perfecta inteligencia, gracias a la rigurosa disciplina que Kernok había establecido.
– Pasa lista – dijo al segundo, y cada marinero fue respondiendo a su nombre.
Faltaba uno, el piloto Lescoët, un compatriota de Kernok.
– Anótale para veinte chicotazos y ocho días de calabozo.
Y el segundo escribió en su carnet: Lescoët, 20 ch. y 8 de c., con tanta indiferencia como un comerciante que anotase el vencimiento de una letra.
Kernok entonces se subió sobre un banco, dejó la bocina cerca de él y habló en estos términos:
– Muchachos, vamos a hacernos de nuevo a la mar. Hace dos meses que nos estamos enmoheciendo aquí como un pontón podrido; nuestros cinturones están vacíos; pero el depósito de la pólvora está lleno, nuestros cañones tienen la boca abierta y no piden más que hablar. Vamos a salir impulsados por una buena brisa NO. y a farolear por el estrecho de Gibraltar; y si San Nicolás y Santa Bárbara nos ayudan, ¡pardiez!, volveremos con los bolsillos llenos, muchachos, para hacer bailar a las chicas de Saint-Pol y beber vino de Pempoul.
– ¡Hurra! ¡hurra! – gritaron todos en signo de aprobación.
– ¡Desamarra a estribor, larga el gran foque, iza la cangreja! – gritó Kernok con voz estentórea, dando también la orden de aparejar, para no dejar enfriar el ardor de la gente.
El brick, no estando ya aprisionado por sus anclas, siguió el impulso del viento, y se inclinó sobre estribor.
– ¡Larga las gavias! ¡iza, iza, bracea, bracea! ¡amarra las gavias! – gritó aún Kernok.
Y el brick, sintiendo la fuerza de la brisa, se puso en marcha; sus amplias velas grises se hincharon poco a poco, el viento circuló silbando entre las cuerdas; ya Pempoul, la costa de Treguier, la isla Santa-Ana-Ros-Istam y la torre Blanca, se borraban poco a poco, huían a los ojos de los marineros, que, agrupados en los obenques y en las gavias, con la mirada fija sobre la tierra, parecían saludar a Francia en una última y larga despedida.
– ¡La barra a babor! ¡la barra a babor! – gritó de pronto Zeli con espanto.
Inmediatamente la rueda del timón dio una vuelta rápida y El Gavilán se inclinó bruscamente.
– ¿Qué hay, pues? – preguntó Kernok después que fue ejecutada la maniobra.
– Es Lescoët que llega, capitán; el bote que le conduce ha estado a punto de dejarse abordar, y lo hubiéramos aplastado como una cáscara de nuez, si no hubiese hecho virar sobre estribor – respondió Zeli.
El rezagado, que había saltado ágilmente a bordo, se acercó con aire confuso a Kernok.
– ¿Por qué has tardado tanto?
– Mi anciana madre acaba de morir; he querido estar hasta el último momento a su lado para cerrarle los ojos.
– ¡Ah! – dijo Kernok.
Después, volviéndose hacia su segundo:
– Arregla las cuentas a ese buen hijo.
Y el segundo dijo dos palabras al oído de Zeli que se llevó a Lescoët a un rincón.
– Hijo mío – le dijo agitando una cuerda larga y estrecha – , tenemos un hueso que roer juntos.
– Ya comprendo – dijo Lescoët palideciendo – ; ¿y cuántos?
– Una miseria.
– Bien, pero quiero saberlo.
– Ya lo verás; no tengo interés en estafarte ninguno, y además tú podrás contarlos.
– Ya me vengaré.
– Antes siempre se dice eso, y después no se piensa en ello más que en la brisa de la víspera. Vamos, muchacho, despachemos, porque veo que el capitán se impacienta y sería capaz de hacerme probar la misma salsa.
Ataron a Lescoët a una escala de cuerdas, los brazos en alto y el cuerpo desnudo hasta la cintura.
– Estamos dispuestos – dijo Zeli. Kernok hizo un signo, y la cuerda silbó y resonó sobre la espalda de Lescoët. Hasta el sexto golpe se comportó muy decorosamente; no se oía más que una especie de gemido sordo que acompañaba cada zurriagazo. Pero al séptimo el valor le abandonó, y en efecto, debía sufrir mucho, porque cada golpe dejaba en su cuerpo una huella roja que se convertía bien pronto en azul y morada; después quedó levantada la piel y apareció la carne viva y sangrando. Parecía que la tortura debía ser intolerable, porque un estado de desmadejamiento general reemplazó a la irritación convulsiva que hasta entonces había sostenido a Lescoët.
– Se encuentra mal – dijo Zeli con el gratel levantado.
Entonces, el señor Durand, el-calafate de a bordo, se aproximó, tomó el pulso al paciente; después, ensayando una mueca, se encogió de hombros e hizo un signo significativo a maestro Zeli.
El gratel funcionó de nuevo, pero su sonido ya no era seco y restallante como cuando caía sobre una piel lisa y pulida, sino sordo y mate como el ruido de una cuerda que golpease una boya.
Es que la espalda de Lescoët estaba en carne viva; la piel caía en jirones hasta el punto de que el contramaestre se ponía la mano ante los ojos para que no le salpicase la sangre a cada golpe.
– Y veinte – dijo con un aire de satisfacción mezclado de pesar, como una joven que da a su amante el último de los besos prometidos.
O, si lo preferís, como un banquero que cuenta su última pila de escudos.
El propio Zeli se llevó a Lescoët, que no daba señales de vida.
– Ahora – dijo Kernok – , un buen emplasto de pólvora de cañón y de vinagre sobre esos rasguños, y mañana no tendrá nada.
Después, dirigiéndose al timonel:
– Corre una buena bordada al SO.; si se ve una vela, avísame.
Y descendió a su cámara para reunirse con Melia.
VII
CARLOS Y ANITA
…Ese tumulto espantoso, esa fiebre devoradora… es el amor…
Aver la morte innanzi gli occhi per me.
La dulce influencia de los climas meridionales aun se hacía sentir, porque el buque San Pablo se encontraba a la altura del estrecho de Gibraltar. Empujado por una débil brisa, con todas sus velas extendidas, desde el contrajuanete hasta los foques de estay, venía del Perú y se dirigía a Lisboa con pabellón inglés, ignorando la ruptura de Francia y de Inglaterra.
El departamento del capitán lo ocupaban don Carlos Toscano y su esposa, ricos negociantes de Lima, que habían fletado el San Pablo en el Callao.
La modesta cámara de antes estaba desconocida, tanto eran el lujo y la elegancia desplegados por Carlos. Sobre las paredes grises y desnudas se extendían ricos tapices que, separándose por encima de las ventanas, caían en pliegos ondulantes. El piso estaba cubierto de esteras de Lima, trenzadas de lina