que se escapaban por debajo de las anchas alas de su sombrero, y aquel talle tan esbelto y frágil que dibujaba un vestido de tela azul, y aquella actitud tan viva y tan graciosa! ¡y cuando marchaba libre y desembarazada, con el cuello erguido, la cabeza alta! ¡Ah! ¡qué salero! únicamente que su rostro parecía dorado por un rayo de sol tropical.
Porque era de aquel clima ardiente de donde Kernok se había traído a su gentil compañero, que no era otro que Melia, hermosa joven de color.
¡Pobre Melia! por seguir a su amante había abandonado la Martinica y sus bananeros y su casa de celosías verdes. Por él, hubiese dado su hamaca de mil colores, sus madrás rojas y azules, los círculos de plata maciza que rodeazan sus brazos y sus piernas; lo hubiese dado todo, todo, hasta el saquito que encerraba tres dientes de serpiente y un corazón de paloma, mágico talismán que debía proteger sus días, mientras lo llevara suspendido del cuello.
Ya veis, pues, si Melia amaba a su Kernok.
También la amaba él, ¡oh!, la amaba con pasión, porque había bautizado con el nombre de Melia una larga culebrina de 18, y no enviaba su proyectil al enemigo que no se acordase de su amante. Era preciso que la amase mucho, puesto que la permitía tocar su excelente puñal de Toledo y sus buenas pistolas inglesas. ¡Qué más! ¡Hasta le confiaba la custodia de su provisión particular de vino y de aguardiente!
Pero lo que probaba más que nada el amor de Kernok, era una ancha y profunda cicatriz que Melia tenía en el cuello. Provenía de una cuchillada que el pirata le había dado en un arrebato de celos. Y como hay que juzgar siempre la fuerza del amor por la violencia de los celos, se comprende que Melia debía pasar unos días de ensueño al lado de su dulce dueño.
Bajaron los dos juntos.
Al entrar en la cámara, Kernok se arrojó sobre un sillón y ocultó la cabeza entre las manos, como para escapar a una visión funesta.
Se había estremecido, sobre todo, al advertir la ventana por la cual su capitán había caído al mar, como todos sabemos.
Melia le miraba con dolor: después se aproximó tímidamente, se arrodilló tomando una de sus manos que él le abandonó y le dijo:
– Kernok, ¿qué tiene usted?, su mano arde.
Esta voz le hizo estremecer: levantó la cabeza, sonrió amargamente y pasando sus brazos alrededor del cuello de la joven mulata, la estrechó contra sí; su boca rozaba su mejilla, cuando sus labios encontraron la fatal cicatriz.
– ¡Infierno! ¡maldición sobre mí! – exclamó con violencia – . ¡Maldita vieja, bruja infernal! ¿quién habrá dicho…?
Y se asomó a la ventana para respirar, pero, como rechazado por una fuerza invencible, se alejó con horror, y se apoyó sobre el borde de su cama.
Sus ojos estaban rojos y ardientes; su mirada, largo tiempo fija, se veló poco a poco; y sucumbiendo a la fatiga y a la agitación, sus ojos se cerraron. Al principio resistió al sueño, después cedió…
Entonces ella, con los ojos humedecidos por las lágrimas, atrajo dulcemente la cabeza de Kernok sobre su seno, que se levantaba y descendía con rapidez. El, abandonándose a este dulce balanceo, se durmió por completo; mientras que Melia, reteniendo su aliento, y separando los negros cabellos que ocultaban la despejada frente de su amante, tan pronto depositaba en él un beso, tan pronto pasaba un dedo afilado sobre sus espesas cejas que se contraían convulsivamente aun durante su sueño.
– Capitán, todo está dispuesto – dijo Zeli entrando.
En vano Melia le hacía signos de que se callase, mostrándole a Kernok dormido; Zeli, que no se atenía más que a la orden que había recibido, repitió con una voz más fuerte:
– ¡Capitán, todo está dispuesto!
– ¡Eh!.. ¿qué hay?.. ¿qué es eso?.. – dijo Kernok desprendiéndose de los brazos de la joven.
– Capitán, todo está dispuesto – repitió Zeli por tercera vez, con una entonación aún más elevada.
– ¿Y quién ha sido el necio que ha dado esa orden?
– Usted, capitán.
– ¡Yo!
– Usted, capitán, al volver a bordo, hace dos horas, tan cierto como ese quechemarín cubre su trinquete – dijo Zeli con una conmoción profunda, mostrando por la ventana una embarcación que en efecto ejecutaba esta maniobra.
Y Kernok dirigió una mirada a Melia, que bajaba, sonriendo, su linda cabeza, como para confirmar la aserción de Zeli.
Entonces se pasó rápidamente la mano por la frente, y dijo:
– Sí, sí, está bien, desamarrad y hacedlo preparar todo, para aparejar; subo en seguida. ¿La brisa no ha calmado?
– No, capitán; al contrario, es más fuerte aún.
– Ve y despacha.
El tono de Kernok ya no era duro e impetuoso, sino solamente brusco; de modo que Zeli, viendo que la calma había sucedido a la agitación de su capitán, no pudo por menos que pronunciar un pero…
– ¿Vas a comenzar con tus peros y tus síes? Ten cuidado… ¡o te arrojo la bocina a la cabeza! – exclamó Kernok con voz de trueno y avanzando hacia Zeli.
Este se esquivó prontamente, juzgando que su capitán no estaba aún en una situación de espíritu bastante apacible para soportar pacientemente sus eternas contradicciones.
– Cálmese, Kernok – dijo tímidamente Melia – . ¿Cómo se encuentra usted ahora?
– Muy bien, muy bien. Estas dos horas de sueño han bastado para calmarme y desechar las ideas tontas que esa maldita bruja me había metido en la cabeza. Vamos, vamos, la brisa fresquea y nos disponemos a salir. Porque, ¿qué hacemos aquí mientras haya buques mercantes en la Mancha, galeones en el golfo de Gascuña y ricos navíos portugueses en el estrecho de Gibraltar?
– ¡Cómo! ¿Usted partirá hoy, un viernes?
– Escucha bien lo que voy a decirte, amada mía; yo hubiera debido castigarte seriamente por haberme decidido por tus súplicas a ir a escuchar las fantasías de una loca. Te he perdonado; pero no me rompas más los oídos con tu charla, o si no…
– ¿Sus predicciones han sido, pues, siniestras?
– ¡Sus predicciones! hago tanto caso como de… En cambio, lo que yo puedo predecir a ese viejo mochuelo, y tú verás si me equivoco, es que tan pronto como mis ocupaciones me lo permitan, iré con una docena de gavieros6 a hacerle una visita de la cual se acordará; que me parta un rayo si dejo una piedra de su casucha y si no le pongo la espalda del color del arco iris.
– ¡Por piedad, no hable usted así de una mujer que tiene doble vista! no parta hoy; ahora mismo una gaviota blanca y negra revoloteaba por encima del barco lanzando agudos gritos; eso es de mal augurio… ¡no parta usted!
Diciendo estas palabras, Melia se había arrojado a las rodillas de Kernok, que al principio la había escuchado con bastante paciencia; pero, cansado de oírla, la rechazó tan rudamente, que la cabeza de Melia fue a dar contra la madera.
En el mismo instante, por una violenta sacudida que el navío experimentó, Kernok, adivinando que el áncora había cedido al cabrestante, se lanzó hacia el puente, con su bocina en la mano.
VI
LA PARTIDA
¡Alerta! ¡Alerta! he ahí a los piratas de Ochali que parten.
Cuando Kernok apareció sobre el puente, se hizo un profundo silencio.
No se oía más que el ruido agudo del silbato de Zeli, que, inclinado sobre la borda hacía amarrar el áncora, indicando la maniobra por modulaciones diferentes.
– ¿Hay que desaferrar el áncora