Equipo de Ciencias Medicas DVE

Curarse con los cítricos


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son mucho más efectivas que las que podamos adquirir en un bonito envase en la farmacia: las han creado la tierra, el sol, la luna, las fuerzas naturales…, algo que no posee el más ultramoderno y perfecto de los laboratorios, capaces únicamente de la obtención de sucedáneos artificiales.

      Los frutos, esos magníficos frutos que nos ofrecen muchas plantas y que gracias al cultivo del hombre que, además de cocinar, aprendió a cavar la tierra, plantar, abonar, podar e injertar, mejorando sus cualidades para convertirlos en exquisitos bocados cuando están en sazón, cosa que muy raramente podemos conseguir en el mercado, también son objeto de controversia por parte de los expertos en dietología. No en su modo de empleo ni en los beneficios de su ingestión – que nadie discute–, sino en el momento en que deben ser comidos.

      Los manuales de urbanidad que florecieron en épocas pasadas establecían que lo verdaderamente elegante era servir la fruta después de los postres dulces, se sobreentiende. «Si se ve la calidad de un invitado… se le da la fruta antes que el postre; si es una persona civilizada, al revés». La frase, del marqués de Desio, presidente de la Academia de Gastrónomos, la transcribe María del Carmen Soler, en su libro Banquetes de Amor y de Muerte, editado por Tusquets.

      Realmente, es tradicional entre la clase media comer fruta como único postre, exceptuando el rosco o el brazo de gitano reservado a los domingos y fiestas.

      Lo hemos hecho siempre, supongo que desde varias generaciones, hasta que los especialistas en nutrición han lanzado la consigna de que este hábito ancestral es sumamente pernicioso y que la fruta ha de ser ingerida a bastantes horas de distancia de las comidas, ya sea en ayunas, a media mañana o a media tarde.

      Es posible que les asistan todas las razones del mundo, pero ¿quién es capaz de cambiar de golpe una costumbre que se remonta a nuestra infancia y cuya supresión era considerada como un castigo o una represalia contra nuestras travesuras? «Te quedarás sin postre» era la maternal amenaza contra nuestros desmanes.

      Es de considerar que una alimentación sana y equilibrada es la que aporta a nuestro organismo hidratos de carbono, proteínas, grasas, vitaminas y sales minerales en las cantidades suficientes y necesarias para su normal funcionamiento. Uno de los factores importantes es la perfecta masticación de los alimentos, ya que en ella tiene su inicio la digestión. Una prueba fehaciente de este hecho que se encuentra al alcance de todos – por lo menos, de todos los que tengan suficiente paciencia– es la prolongada masticación de un pedacito de pan; al cabo de algún tiempo, ciertamente bastante prolongado, el bocado adquiere sabor dulce. Esto es debido a que la complicada molécula de almidón del trigo se ha escindido en otras más sencillas de azúcares, prueba de que la digestión ha comenzado.

      También es sumamente conveniente rechazar sin contemplaciones cuanto no nos atraiga, ya que el estómago es veleidoso y sólo pone en funcionamiento sus jugos gástricos y procura una perfecta asimilación cuando el cerebro, excitado por los sentidos, especialmente la vista y el olfato, dice que sí, da su aprobación ante un plato. Salvo en casos de absoluta e imprescindible necesidad – en ocasiones la vida social tiene exigencias antinaturales y absurdas–, jamás tomaremos un alimento que, por la razón que sea, nos repele; la buena educación puede manifestarse mediante un muy cortés «no tengo apetito» o «estoy a régimen».

      Salvo casos de manifiesta obesidad – tanto o más peligrosa que una delgadez excesiva–, no es preciso adoptar medidas draconianas en la ingestión de alimentos. Evitar los excesos, prescindir de los alcoholes de alta graduación, intentar beber bastante agua y hacer todo el ejercicio posible – las caminatas son uno de los ejercicios más convenientes–, especialmente si se está obligado a llevar una vida sedentaria, constituyen pautas razonables para mantener un buen tono físico general.

      Una alimentación sana y equilibrada es una de las mejores garantías para mantener la salud en perfecto estado.

      Enfermedad y alimentación

      Ya hemos dicho que la enfermedad, cualquiera que sea esta y bajo el aspecto que se presente, sólo puede considerarse desde un prisma negativo, como una anormalidad fisiológica. Únicamente podemos expresar su concepto como una carencia, falta de salud, o como un trastorno que afecta el buen funcionamiento de un órgano o sistema.

      Toda enfermedad, toda anomalía que repercuta sobre nuestra integridad física, sobre sus funciones o, simplemente, ocasione un malestar, requiere el correspondiente tratamiento. Y, lógicamente, el establecimiento de esta terapéutica corresponde exclusivamente al médico.

      La influencia del estado de nutrición ha ido adquiriendo mayor importancia en las últimas décadas y, si en principio se limitó a las enfermedades del aparato digestivo y a los trastornos del metabolismo, cada vez se le atribuye más una marcada influencia en la evolución de otros muchos estados patológicos.

      No se puede negar que este factor tiene una destacada influencia – favorable o perniciosa– en la evolución de la dolencia de un enfermo. No se trata, por supuesto, de un factor único y decisivo, pero sí muy importante, puesto que ya sabemos que el alimento, en sus distintas facetas, es el constructor y mantenedor del organismo en todas las edades y situaciones, en la salud y en la enfermedad.

      En este último caso, la generalización resulta sumamente difícil ya que, por mucho que pretendamos extendernos y sistematizar, no resulta posible en unas pocas páginas establecer la dieta en las múltiples enfermedades que pueden atacar a un individuo.

      Las enfermedades pueden ser crónicas o agudas, ligeras o graves, susceptibles de un tratamiento específico o limitado a lo puramente sintomático, febriles o apiréticas, producidas por agentes externos (microbianos o víricos) o idiopáticas, en las que muchas veces la herencia juega un papel preponderante; unas tienen un largo periodo de latencia durante el cual el afectado no experimenta la menor molestia, otras van insinuándose con una agravación progresiva de la sintomatología, algunas aparecen de forma fulminante. Imposible, por lo tanto, establecer de forma razonable el tipo de alimentación ante la enfermedad.

      Como siempre ocurre en cualquier campo científico – y puede asegurarse que el médico terapéutico no es una excepción–, existen las más diversas teorías, muchas veces contrapuestas, cada una de las cuales goza de sus encarnizados detractores y sus defensores a ultranza. Es lamentable tener que reconocer que en el terreno de la terapia existen modas; recordemos la pasión por la extirpación del apéndice, seguida por la furia destructora de las amígdalas – ambas parecen haber remitido– y el auge actual por las cesáreas, que hacen pensar en que las mujeres ya son incapaces de parir de modo natural. Ciñéndonos al capítulo dietético diremos que, en ambos sentidos, tanto en la hiper como en la hipoalimentación de los pacientes se ha llegado a extremos que hoy no solamente nos causan asombro, sino que nos ponen los pelos de punta.

      En tiempos no excesivamente lejanos existía entre la clase médica un extendido y riguroso criterio: cuando se daba una enfermedad de curso febril, el enfermo, ya de por sí inapetente, era sometido a una rigurosísima dieta hídrica. Era indiferente que la elevación térmica se debiera a unas viruelas, un tifus, una gripe o una infección posparto. El enfermo no debía ingerir ningún tipo de alimento mientras persistiera la elevación térmica.

      Alguien dijo – y, por cierto, se trata de un médico famoso del que ahora no consigo recordar el nombre– que esa drástica dieta a la que era sometido el paciente (aun en el supuesto de que no se sumaran a ella las copiosas sangrías, tan en boga en los siglos anteriores) era responsable de muchas más defunciones que los propios agentes patógenos, que no precisaban luchar pues un organismo ya tan debilitado resultaba incapaz de ofrecer la menor resistencia.

      Al exponer este criterio no pretendemos echar por tierra los beneficios que en determinados casos y ante cierto tipo de trastornos puede ofrecer la dieta. Pero siempre ha de ser una dieta ponderada y que guarde un justo equilibrio entre todos los principios que precisa el organismo: hidratos de carbono, proteínas, grasas, vitaminas y sales minerales.

      La experiencia clínica ha demostrado que coincidiendo con ciertos regímenes alimenticios muy alejados de los que, teóricamente, son capaces de mejorar el estado de nutrición, han desaparecido las manifestaciones morbosas, unas veces de forma total y en otras disminuyendo de forma sensible. Las explicaciones