ni cultivada para analizar el porqué, pero eso siempre la ha fascinado. Es el azar, acostumbraba a concluir, los niños son todos diferentes. En este caso, cuando ha visto al niño al otro lado de la avenida ha sabido espontáneamente, pero de manera inconsciente, lo que haría. Así, cuando esta idea le ha recorrido el espíritu, ella lo ha sabido en el mismo instante. Entonces ha abierto la boca para chillar dos segundos antes de que él se moviera.
Esta segunda hipótesis es casi contraria a la primera.
En el primer caso se trataría de alguien que vive por avanzado alguna cosa que no existe en el presente, y en el segundo se trata de admitir que alguien en el lapso de algunos segundos se asimila al espíritu de otro hasta el punto de conocer su reacción inmediata.
La primera hipótesis procedería de la videncia: la señora no ha tenido una visión avanzada del accidente, sino sólo la idea de que algo inexorable iba a ocurrir. La segunda hipótesis sería la intuición y, por experiencia, la admitimos sin saberla explicar.
«Examine los sentimientos y las ideas que le asaltan en consideración a su acción intuitiva. ¿Confía realmente en su intuición? Si sólo lo hace en ciertos casos, ¿por qué no en otros momentos? ¿Qué ideas previas ha recibido sobre la intuición? Identifíquelas y relaciónelas en una lista. Si lo necesita puede utilizar propuestas cuyo objetivo será poder neutralizarlas. Por fin pruebe a acordarse de alguna ocasión en la que se haya dejado guiar por la intuición. ¿Qué sintió entonces? […] Después de haber puesto en orden sus pensamientos y sus sentimientos intente utilizar su intuición en situaciones de poca importancia. Juegue consigo mismo. Por ejemplo, encuentre el mejor trayecto para volver a su casa en hora punta, o el mejor lugar para hallar un taxi. Acuda a su intuición para encontrar un sitio donde aparcar su coche. ¿Puede adivinar el color del coche más cercano al lugar en el que va a aparcar? Cuando espera delante de varios ascensores, adivine cuál llegará primero. En lo concerniente a la meteorología, ¿está dispuesto a cambiar sus planes porque se anuncia una tormenta de nieve, o tiene la impresión de que no pasará nada?
• Del análisis a la intuición
Cuando a finales del siglo XIX se construyeron las primeras casas en la isla de Manhattan, en Nueva York, estas precedieron a los rascacielos sólo en dos generaciones, quizás. Un inmigrante europeo reciente habría podido hacer el siguiente análisis de la situación: esta isla no es extensible. Su topografía ofrece una excelente oportunidad para el comercio marítimo. Las relaciones con el viejo continente no pueden más que multiplicarse.
Conclusión:
a) En vistas a la creación de una ciudad, este lugar de superficie insuficiente no tiene ningún porvenir.
b) En cincuenta años, por falta de suelo, este lugar estará cubierto por edificios de 50 pisos.
Un análisis es una definición-cuantificación de un elemento de ayuda de los sistemas de medida predefinidos. El análisis de un territorio es en primer lugar el de su suelo, después el de su extensión, el de su desnivel y también el de sus condiciones meteorológicas, entre otros. Un análisis puede ser más o menos completo, orientado, teniendo en cuenta el destino del elemento analizado. En todo caso, un análisis es la definición misma de la no invención. Enseguida, a la vista de un observador, la cosa analizada toma un sentido o incluso un valor. Algunos verán inmediatamente un posible futuro en esta cosa, una o varias utilizaciones evidentes. Esto será un hecho de la imaginación. No hay nunca imaginación sin un concienzudo análisis previo.
Imaginemos ahora que el subsuelo de la isla de Manhattan no hubiera sido rocoso, apto para la construcción, sino limoso como el de la isla de Mantucket, un poco más al nordeste. ¿Habría existido Nueva York?
Cien años más tarde es fácil justificar este análisis, que implicaba que la ciudad de Nueva York no podía escapar a su destino vertical que se ha dado entre tanto. Pero cien años antes era necesaria una gran imaginación para ver sobre esta isla una ciudad de tres millones de habitantes, y todavía una intuición mayor para decidir que sería allí y no en otro lugar donde se elevaría una ciudad, suburbios incluidos, de las dimensiones de Londres.
Se puede admitir que la intuición no es más que la fase final de una cadena así compuesta: 1.o Un perfecto conocimiento/asimilación de un dato real analizado. 2.o Una patente capacidad de imaginación. 3.o La certidumbre de que entre todas las posibilidades imaginables sólo existirá una.
En fin, será prudente hacer una diferenciación entre lo que se podría llamar la intuición activa y la intuición pasiva, si la hay.
La intuición activa viene dictada por la certidumbre de que es preciso hacer alguna cosa, esa cosa y no otra. La intuición quizá también es eso: algo que no pone en marcha el cálculo analítico del espíritu, sino la sensibilidad. En cuanto a la intuición pasiva, obviando la misma sensibilidad, le faltaría la ineluctable espontaneidad de pasar a la acción. ¿Somos muy numerosos los que poseemos esta forma de intuición pasiva? Si la respuesta es sí, como podemos creer, ¿puede deducirse que el caso de la intuición pasiva, la que no conduce a la acción, no puede ser asimilado a la intuición? Aquí nos hallamos de nuevo en el punto de partida, casi con esta certidumbre: no puede haber intuición sin pasar a la acción.
• ¿Azar, intuición o nada de eso?
Es de noche. Un barco quiere entrar en el puerto. Una bruma espesa dificulta la visibilidad tanto del mar como de la tierra, de modo que se requieren planos para ver a diez metros de distancia. A bordo se encuentran el patrón, su mujer y sus tres hijos. El mar crece. Retroceder sería una locura, por la amenaza del viento, y además porque, con suerte, en media hora llegarán a buen puerto. La bruma se nota bien cerca, por todas partes, como siempre que hay niebla. El patrón se angustia. Los demás no se dan cuenta de nada, por ahora. Pero saben lo que va a ocurrir porque también notan la bruma.
«¿Voy a babor o voy a estribor?».
Nada, absolutamente nada, ayuda a tomar una decisión. Pero hay que decidir. «Y después ¡zas, todo a babor!».
Esta decisión no es intuitiva, sino subordinada al azar. No hay datos en tales circunstancias que permitan elaborar un razonamiento funcional. En este caso, ni lo razonable ni lo no razonable están en juego. La única ley es la del azar, una posibilidad entre dos. Sin embargo, si el patrón hubiese querido confiar su elección al azar, sólo habría podido hacerlo a cara o cruz. Pero no, en última instancia, él mismo ha querido tomar la decisión, asumir su responsabilidad. Ha querido existir, como si creyera que en su interior había alguna cosa desconocida capaz de desafiar al azar y de saberlo todo, o bien alguna cosa lo suficientemente atractiva para que una voluntad divina se interesase en su caso y salvarlo. Por otra parte ha hecho bien, porque en los doce angustiosos minutos siguientes distinguirá, a través de la bruma, el final de los acantilados, el resplandor del faro que tan bien conoce y que debe dejar a estribor.
Cuando por fin cierra el contacto del motor, un miedo retrospectivo, incontrolable, le recorre el estómago, mientras su hija de ocho años le dice en voz baja: «¿Dónde estamos, papá?».
Durante este peligroso regreso al puerto, no hay lugar ni para la intuición ni para la imaginación, y el problema se plantea debido al hecho mismo de la inutilidad del análisis. Reflexionar o no, analizar o no, no conduce a ninguna presunción objetiva aceptable. Nada aparece en el espíritu que sea interpretable, conscientemente o no. Es lo que marca la diferencia con el caso de la intuición posible. Para que haya intuición es necesario que haya una realidad interpretable. Esto nos conduce a dos esquemas de comprensión.
a) Primer tiempo: consciencia más o menos inmediata y analítica de alguna cosa. Segundo tiempo: imaginar una posible solución. Tercer tiempo: se decide por intuición que la solución imaginada es la correcta. Y, por fin, se pasa a la acción.
b) El primer paso es siempre el mismo, con más consciencia