este tiempo, en el casino de Trouville se juega. Es domingo por la tarde y la muchedumbre parisina está por todas partes. No se puede decir que los jugadores presentes sean profesionales, simplemente son clientes. Estas personas no han venido para divertirse, sino para jugar. Hay menos gente, menos ruido, como si uno estuviera allí solo consigo mismo. Una joven pareja se ha detenido delante de una ruleta. No tienen más de veinticinco años. Él le habla en voz baja mientras mira las mesas. Ella escucha amorosamente. Pero está nerviosa.
– No se puede estar seguro de ganar – le explica él, ojo avizor sobre la pequeña bola que rueda y rueda–. La única martingala que permite ganar con seguridad devuelve 30 euros por tres horas de juego ininterrumpido en una ruleta. Al cabo de dos o tres veces eres localizado y te echan como si fueras un indeseable.
Ella sonríe.
–¿Cuál es ese método? Porque imagino que conoces uno.
–¡Claro! Mi método está basado en un 85 % de técnica y un 15 % de azar.
– Es verdad, ya lo he comprendido.
Dejan de hablar para mirar el número que saldrá esta vez. «El treinta y dos rojo, par y pasa», escuchan.
– Nadie había jugado al treinta y dos – constata ella.
– Hagan juego, por favor – dice el crupier, y tres o cuatro minutos más tarde–: el juego está cerrado…
El joven, con un gesto rápido, coloca una ficha de 30 euros sobre el tapete y dice:
– El cuadrado treinta y dos/treinta y seis.
– … No va más – acaba diciendo el crupier, que sitúa con cuidado la ficha en la intersección del cuadrado que delimita los números 32-33-35-36.
La bola blanca rueda todavía por los bordes lisos y exteriores de su pequeño velódromo. Enseguida pierde la fuerza que le había dado el crupier y golpea el primer obstáculo. Con valentía, sigue adelante y se golpea contra el segundo. Con la seria obstinación de una bolita deseosa de cumplir con su trabajo continúa, pero pronto aumentarán las dificultades y, una vez más, desengañada –¡Dios mío, qué vida la mía! – , se dejará llevar en sentido contrario y de casilla en casilla, aunque todavía dudosa. En un último y violento esfuerzo, salta, se instala en el 12 rojo y… no, ya que en un último salto, quizá por coquetería, salva la separación intermedia, el infranqueable tabique, y cae al otro lado. El 35.
– Treinta y cinco negro, impar y pasa – anuncia el crupier.
– Has perdido – dice la joven.
– No, he ganado.
– El último cuadrado, ocho veces – anuncia el crupier levantando la vista hacia el joven, como pidiendo confirmación.
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