a ti mismo: no es una casualidad que hombres eminentes hayan hecho de este aforismo la clave de sus doctrinas. Se trata en realidad de uno de los consejos más seguidos. Las innumerables obras que llenan las estanterías de las bibliotecas en el ámbito de las ciencias adivinatorias, coyunturales, proyectivas, analíticas, etc., lo testifican. No es necesario utilizar poderes trascendentales para afirmar, sin riesgo de equivocarse, que la mayoría de los lectores de estas obras han abierto, aunque sólo sea una vez, uno de esos fascinantes volúmenes con la secreta esperanza, o el objetivo confesado, de descubrir en ellos una clave providencial.
Nuestra sed de conocimiento no se detiene nunca. Hacemos que nos descubran nuestro mundo astrológico, nuestro perfil grafológico, caracterológico o biorrítmico y nos lanzamos sobre los innumerables cuestionarios que aparecen en las revistas. Nos situamos perfectamente en la tipología de Corman, de Le Senne o de Hipócrates. Recurrimos al autoanálisis según el método de Le Cron. Nos proponemos superar nuestros complejos gracias a Adler y acabar con nuestro complejo de Edipo con la ayuda de Freud. Además, seguimos las enseñanzas de los curas, de los pastores, de los gurús – tradicionales o científicos– y todos llevamos en nuestros bolsillos algunos carnets que nos descubren como miembros de grupos de iniciación. Participamos en congresos, en simposios sobre las ciencias del espíritu o los poderes psi. Eso es tanto como decir que tenemos de nosotros mismos y del mundo un conocimiento de lo más extendido. Sin embargo, esta cantidad considerable de informaciones no hace más que enturbiar la visión que tenemos de la existencia del hombre, en general y en particular.
Para empezar, el conocimiento y la aplicación de las leyes de la vida liberan al hombre de la superstición, de la duda y del miedo – sus verdaderos y únicos enemigos—, y a continuación, de la enfermedad, de las carencias y de las limitaciones. Resuelven los problemas y aparecen los trastornos del espíritu. Esto es tan cierto que las autoridades, religiosas y políticas – a menudo son las mismas— que se suceden desde que el mundo es mundo, se esfuerzan en mantener a las poblaciones en la ignorancia sobre los secretos de la vida. La enseñanza, pública o privada, se conforma con dar formación a los niños o a los adultos para que ocupen las funciones de la existencia ordinaria y para que entren en el molde del conformismo.
La vida es para nosotros algo tan natural que nos es difícil, mientras no se plantee ningún problema, darnos cuenta de hasta qué punto es maravillosa y compleja. La mayoría de nosotros se conforma con aprovecharla o sufrirla, ignorando el hecho de que, en todos los casos, son ellos los que la dirigen tanto de forma individual como de forma colectiva.
Aunque esto pueda parecer una perogrullada, yo quiero reafirmarlo: el ser humano está vivo. Yo no estoy diciendo que el ser humano vive, puesto que ello podría implicar un acto voluntario de la personalidad psíquica, mientras que la casi totalidad de los procesos que lo mantienen con vida son inconscientes. Sin embargo, están inscritos en nosotros y cada uno puede aprender a conocerlos a través de sus manifestaciones y sus consecuencias, pero también penetrándolos íntimamente. Este conocimiento de la vida no es necesario para vivir, pero es indispensable para aquellos que quieren dirigir su vida.
La verdad es que es más fácil dejarse llevar y afiliarse, para apaciguar las dudas y los miedos, a una de las teorías filosóficas, científicas o religiosas que explican la existencia del hombre y su destino, aunque la mayoría de ellas no aporta ningún tipo de explicación seria a nuestra presencia sobre la tierra ni tampoco una razón real para vivir. Algunas personas se asocian a dos o incluso a varios sistemas que pueden ser perfectamente contradictorios, lo que los conduce, un día u otro, a desengaños humillantes, al sufrimiento, a la sublevación o a la renuncia.
Los límites de la personalidad
Se puede comparar al hombre con un autómata si se tiene en cuenta que está sometido a procesos físicos y psicológicos. Los mecanismos que presiden normalmente la elaboración del pensamiento, el mando de la acción, así como el funcionamiento del organismo, han sido objeto de profundos estudios. Son ellos los que nos animan en cada segundo de la existencia. Están formados por compartimentos interdependientes que en su mayoría son inconscientes. El consciente, por sí mismo, no funciona con la misma intensidad. Se numeran normalmente siete estados de conciencia: el coma, el sueño profundo, el sueño ligero con sueños, el ensueño o el adormecimiento, la vigilia amplia, la vigilia atenta y la vigilia excesiva. Veremos más adelante que existen otros, más eficientes, durante los cuales la conciencia ordinaria es al mismo tiempo absolutamente no activa e hipervigilante, puesto que es la supraconciencia*, o la pura conciencia, la que actúa y el pensamiento se genera en ese caso sobre el plano de lo absoluto.
Esta última precisión es muy importante. Se trata incluso de la clave de la acción psíquica.
Aunque es muy fácil comprender intelectualmente que el hombre es un ser múltiple, poca gente consigue concebir todo lo que ello implica.
Por ejemplo, nuestra conciencia de ser está extraordinariamente situada en el plano mental, en el cerebro físico. Cuando pensamos en la existencia ordinaria, es por lo tanto la personalidad física la que piensa, con todos los límites que esto supone. Sin embargo, la conciencia puede transferirse a los demás elementos del ser, y sobre todo a la supraconciencia. Por lo tanto, es en ese nivel y sólo en ese donde tiene lugar la acción psíquica. Sea cual sea el método utilizado – plegaria, telepsiquismo*, ceremonias varias—, la acción consiste en una petición de la mente a la supraconciencia, pero siempre mediante el intermedio de nuestro propio espíritu individual. Encontramos en este punto a la famosa trinidad. La mente no puede dirigirse nunca directamente a la supraconciencia.
Si he querido presentar, aunque de forma muy sucinta, la estructura psicológica del ser humano es para mostrar correctamente que, aparte de una acción voluntaria, estamos sometidos, aunque nos repugne tener que admitirlo, a la actividad inconsciente del cerebro.
El acto voluntario exige un conocimiento y una reflexión previa y un compromiso. En la vida diaria, son pocas las acciones que responden a esta definición, a menos que hayamos escapado, aunque sólo fuera parcialmente, de la tutela de los mecanismos instintivos, fisiológicos y psicológicos, y que nos mantengamos, además, protegidos de las influencias del mundo exterior que no son siempre positivas. Incluso cuando llega el momento, no son siempre buenas para nosotros.
En la actividad habitual del hombre normal, y sea cual sea su grado de inteligencia o de instrucción, la parte de los estadios no conscientes de la personalidad sobrepasa las nueve décimas. En la mayoría de los casos, la acción no es más que la resultante de las necesidades fundamentales, de los impulsos instintivos y de las necesidades mediatas e inmediatas condicionadas por todo lo que constituye la personalidad: el potencial hereditario, el atavismo, el instinto, el carácter, las necesidades fisiológicas y psicológicas, las latencias, la educación, la experiencia, los diversos condicionamientos y las exigencias del medio. En la vida corriente, se toma muy a menudo por reflexión lo que no es más que una racionalización a posteriori de una decisión subconsciente, consecutiva a estimulaciones interiores o exteriores.
El mecanismo de la racionalización se demuestra en la sugestión poshipnótica, la orden dada a un sujeto en estado de hipnosis y que tiene que ejecutar a los pocos minutos, a los pocos días o incluso varios años después de despertar. El sujeto puede dar explicaciones entonces perfectamente lógicas y creíbles de lo que está a punto de realizar cuando en realidad ha sido algo que se le ha impuesto de forma indiscutible.
El hombre se niega en general a admitir que pueda estar dirigido por la parte inconsciente de su psiquismo, pero en cambio es la realidad. El ser humano es un conjunto de rasgos de carácter que determinan cada uno de los tipos de comportamiento basados en el potencial hereditario, moldeados por las experiencias de la vida y que se expresan finalmente por las formas de conducta constantes presentes en cada individuo. Dicho de otra forma, la conducta humana está, hasta un cierto punto, determinada por elementos que no dependen en ningún caso de la reflexión y todavía menos de la voluntad. Está sometida a las leyes rigurosas que rigen la adaptación al medio. El verdadero problema para una persona normal consiste en comprender o admitir que está sometida a todos esos mecanismos y eso sea cual sea su edad, su situación, su grado de instrucción y su función en la sociedad, a menos que se haya decidido de forma voluntaria