Marina Alexandrova

Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro


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hablar de cualquier cosa, soy cura y estoy vinculado por el arcano de confesión, pero no te olvides que en nuestro país, el poder supremo en realidad no pertenece al rey, ni siquiera a la iglesia católica, sino al Tribunal de la Inquisición que se somete al Papa. Muchas personas inmorales e indecorosas se aprovechan de esto para liberarse, por medio de la Inquisición, de sus adversarios, o para hacer daño a alguien por cualquier motivo.

      Cualquier persona que te envidie tendrá ganas de perjudicarte y redactará una denuncia contra ti; eso será suficiente para someterte a torturas y enviarte al fuego. Ten mucho cuidado en lo que digas, hija mía, nunca confíes en personas desconocidas.

      Marisol se encogió, al oír estas palabras.

      – ¿Acaso todo es tan desesperado? – le preguntó con voz baja.

      – Es difícil vivir en nuestro país – suspiró el cura. – Hasta nosotros, los clérigos, sirvientes de Dios, arriesgamos en cualquier momento encontrarnos en las manos de los espías del Papá. Si ahora alguien sorprendiera nuestra conversación, enseguida nos enviarían a los dos a la prisión de torturas a Córdoba.

      – Sin embargo el mundo es, no sólo España y el Santo Imperio Romano – continuaba el padre – aunque por supuesto, hay países, donde la vida es mucho más dura que en Europa, como por ejemplo, en el Oriente, en los países musulmanes. Sin embargo hace más de veinte años Cristóbal Colón, buscando una nueva vía hacia la India, descubrió el Nuevo Mundo, un gran continente – América, como lo nombró un viajero italiano.

      Estoy informado de que mucha gente ya se marchó allí, o tiene ganas de marcharse, para empezar una vida nueva en un país libre; aunque por supuesto, nuestro poder hará todo lo posible para someter esas tierras, convirtiéndolas en sus colonias.

      Marisol estaba escuchando al padre Alejandro con mucha atención. Sabía muy bien lo que le acababa de relatar. En aquella época conversaban por todos lados sobre el viaje de Colón y su descubrimiento del Nuevo Mundo. Y mucha gente ya se había ido allí: algunos por orden del rey, otros buscando aventuras o para salvarse de los espías del Papa.

      – Por supuesto, los misioneros de nuestra Iglesia Católica también se dirigieron a América; sin embargo, pienso que no será pronto cuando la mano de la Inquisición alcance esa tierra. Creo que muchas personas podrán empezar allí una vida nueva, libre y feliz.

      – Gracias, a usted, padre Alejandro – pronunció Marisol – me ha tranquilizado un poco y me ha aclarado muchas cosas.

      – Que te excusen tus pecados, que Dios te bendiga, hija mía – dijo el padre, haciendo la señal de la cruz encima de la cabeza de la muchacha.

      Marisol salió del templo, sintiendo un gran alivio. Padre Alejandro sabía consolar, ahora la vida ya no le parecía tan desesperada como antes, el sol brillaba en el cielo azul, cantaban las aves, el aire fresco traía el olor de jardines florecidos, los bosques de eucaliptos y de los campos. La muchacha se sintió como si una luz empezara a brillar delante de ella, y se precipitara a su encuentro.

      ***

      Entre tanto, la vida en la finca pasaba con plena tranquilidad y placidez. Las hermanas disfrutaban de los paseos por su hermoso jardín, recónditas escapadas hacia el río y algunos viajes a Córdoba. Los domingos toda la familia asistía a las misas en la parroquia, y los jueves Marisol solía tener charlas con el padre Alejandro.

      A veces los visitaban sus vecinos, hacendados de otras fincas, de esta forma Marisol entabló amistad con Inés Gonzáles, muchacha de una familia muy rica de Valladolid, que venía a su dominio cerca de Córdoba cada verano.

      Doña Encarnación también solía ir de visitas con sus hijos a las fincas de los vecinos, sin embargo ninguno de ellos tenía tal jardín con alberca y baños, como la familia Echevería de la Fuente, por eso algunos huéspedes no dejaron de visitarlos. Inés Gonzales venía a la casa de sus nuevas amigas casi cada día. Todos los chicos, acompañados por Doña Encarnación y Don José, con frecuencia salían a la ciudad, divirtiéndose y alegrándose de la vida.

      Al parecer, Marisol se olvidó de todos sus pesares, pues ya no tenía tanta preocupación como antes, pero en su rostro apareció una arruga, su cara ya no era tan brillante y en sus ojos, a veces, se distinguía una tristeza.

      Así imperceptiblemente pasó otro verano, y llegó el tiempo para volver a Madrid.

      Isabel debía continuar sus estudios en el monasterio de las carmelitas.

      Doña Encarnación echaba de menos a su hijo Roberto que, debido a su servicio, no había podido tomar tiempo para visitarlos en la finca este verano.

      Marisol se daba cuenta que tenía ganas de volver a sus ensayos con el coro de la iglesia.

      Antes de su partida, la muchacha se entrevistó de nuevo con el padre Alejandro.

      – Me alegro de que hayas vuelto a la vida después de tus pesadumbres, Marisol – le dijo el cura cariñosamente – pareces alegre y tranquila, así que te sugiero, cuando vuelvas a Madrid, que hagas las paces con tu amiga y su hermano, tu antiguo novio; así obtendrás la paz en el alma.

      Marisol suspiró.

      – No sé si será posible, pero lo intentaré – le contestó con voz baja.

      – ¿Qué piensas hacer en Madrid, hija mía? – continuó la conversación el padre.

      – Seguiré cantando en el coro de la iglesia, y también ayudar a mi madre a gestionar la casa, luego …, pues no sé, – dijo pensativa.

      Se quedaron callados un rato.

      – Padre – de improviso dijo Marisol – de todas maneras, no puedo comprender una cosa, ¿acaso Dios dispuso que sus sirvientes, clérigos, no deben casarse y tener familia?, o lo inventaron las gentes?

      El cura se quedó turulato; recordó que la muchacha ya le había hecho tal pregunta, pero nunca le había dado una respuesta inteligible.

      – Escúchame, hija mía – empezó a contestarle – te diré una cosa. Claro que así nos enseñaron y convencían, pero de verdad, yo mismo no creo que precisamente según la voluntad de Dios, los clérigos deban quedarse solitarios. Conocí a unas personas que habían viajado por diferentes países. Me comentaban que allí los curas se casan, tienen hijos, y al mismo tiempo sirven a nuestro Señor.

      – Sin embargo – padre Alejandro acercó su cara a la chica y bajó la voz – todo lo que te acabo de comunicar, debe quedarse entre nosotros dos, no pienses en decírselo a alguien en algún sitio, es mejor que te olvides de estas palabras mías por tu propio bien, hija mía. En nuestra Iglesia Católica es obligado a que sea así; si no estás de acuerdo con algo, eres un hereje y te esperarán todos los círculos del infierno.

      Marisol suspiró.

      – Lo comprendo, padre – dijo con voz baja – estaré callada, ¡es una pena que no podamos cambiar nada!

      – Por el momento, sí – le contesto el cura, desconsolado – quizás un día nuestros descendientes sean más libres y felices.

      Marisol se despidió del padre Alejandro y salió de la iglesia; no sabía aún que nunca le volvería a ver, y al día siguiente toda la familia abandonó su finca en Andalucía para partir a Madrid.

      Capítulo 13

      En Madrid, de toda la familia, sólo Marisol y Doña Encarnación se quedaron en su gran casa. Isabel volvió al monasterio de carmelitas en León para continuar sus estudios. Roberto y Jorge Miguel estaban en la corte, por su servicio. Los dos hermanos solían venir a la casa los fines de semana, y para Doña Encarnación y Marisol cada una de sus llegadas se convertía en una verdadera fiesta.

      Marisol decidió continuar sus ensayos con el coro en la Catedral de San Pablo. En realidad estas actividades eran su única diversión. Después del incidente con la familia Rodríguez todos los contactos con ellos cesaron. Tras recuperarse de su herida, Enrique se casó con su novia y se trasladó