Marina Alexandrova

Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro


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el verano, todos casi se olvidaron de José María y sus pretensiones hacia Marisol. Ahora bien, de repente este volvió a aparecer en su casa, haciendo acordarse a la muchacha de su supuesta promesa de casarse con él.

      Tanto Marisol como Doña Encarnación no estaban precisamente encantadas por su regreso. La muchacha le comentó que no estaba dispuesta a casarse con nadie y que pensaba retirarse al monasterio. Doña Encarnación también decidió hablar muy en serio con su pariente lejano, explicándole que su hija se había quedado confundida y que aquel hecho en el baile sólo había sido una equivocación. En fin, le pidió que dejara en paz a su hija y su familia.

      Sin embargo José María no era de esas personas que renuncian así como así a sus fines, por lo que decidió conseguir el suyo a cualquier precio. Se puso a acechar a la muchacha y se enteró de que unas pocas veces a la semana frecuentaba la Catedral de San Pablo por los ensayos del coro y a veces cantaba en oficios con otros cantantes; incluso la observaba y la vio salir de la catedral varias veces y subir a su coche.

      Al fin un día, se atrevió a acercarse y a hablar con ella, cuando la muchacha estaba dirigiéndose a su coche para irse a casa.

      Al ver a su dichoso primo segundo, parado contra el muro gris de la catedral, Marisol sintió un incómodo frío corriendo por su espalda y presintió algo siniestro. Este hombre le parecía muy antipático, incluso le daba repugnancia, así que volvió a arrepentirse de lo que había pasado en el baile hacía unos meses.

      – ¿Qué quieres, José María? – le preguntó con frío en la voz – ¿para qué me persigues?

      – Quiero que seas mi esposa.

      – Ya te comenté que no pienso casarme. Olvídate de aquel suceso en el baile; fue una equivocación. En realidad no te prometí nada. Era una broma.

      – Te casarás conmigo bien por las buenas o por las malas. Si no, haré una denuncia a la Inquisición, les contaré que tu familia son herejes que no respetan La Escritura Sagrada y censura a Dios.

      La muchacha sintió como si todo se le encogiera por sus adentros del terror. Este hombre, en efecto, podía realizar su amenaza y de esa manera echar a perder a toda su familia. Ya se conocían tales casos. Nadie va a comprobar la veracidad de su denuncia al Tribunal del Papa. La muchacha sabía que aquella máquina diabólica ya había matado a miles de personas inocentes. Se quedó plantada y sin fuerzas para oponerle algo.

      Era obvio que el malhechor se alegraba por haberla asustado.

      – Te doy tres días para reflexionar – le dijo entre los dientes; montó de un salto a su caballo y se alejó al galope.

      Marisol no se acordaba de como volvió a casa. Doña Encarnación no estaba ya que se fue a visitar a su madre, abuela de Marisol, que tenía dolor de las piernas.

      Silvia, su nueva sirviente, aún una chica muy joven, al verla asustada y deprimida, le preguntó a la señorita qué le había sucedido.

      – Quiero quedarme sola – le contestó Marisol. – Cuando mi madre vuelva a casa, que venga junto a mi.

      Al quedarse a solas, Marisol comprendió todo el horror de su estado. ¿Cuál de los dos males debía escoger? ¿ casarse con aquel hombre tan odioso y así sacrificarse, arruinar su vida, pero salvar a su familia, o someter a todos los familiares a terribles torturas de la Inquisición y acabar siendo quemados vivos en el fuego?

      La muchacha estaba tan deprimida que ni siquiera podía llorar, y así se quedó sentada encogiéndose en un ovillo durante casi una hora; de esta forma la encontró Doña Encarnación. La mujer se preocupó de veras, al ver a su hija en tal estado.

      – ¿Quien te asustó hasta tal punto? – le preguntó a la muchacha su madre, muy alarmada.

      Marisol le relató sobre su encuentro con José María, de sus pretensiones y amenazas.

      Doña Encarnación se inquietó mucho, sabía que aquel hombre tenía una alma oscura y era capaz de lo peor para conseguir lo que deseaba. La mujer abrazó a su hija.

      – Pobre niña mía – le dijo con voz baja. – Apenas nos apartamos de una desgracia cuando ya llegó otra.

      Así, calladas, se quedaron las dos unos minutos. El sol de otoño penetraba en la habitación a través de las cortinas transparentes, iluminando sus caras pálidas.

      – ¡Roberto! – de súbito, exclamó Doña Encarnación – será mi hijo mayor quien nos ayudará!, él goza de la confianza del mismísimo regente, ¡así que encontraremos un modo para parar a este malhechor!

      Inmediatamente la mujer salió de la habitación para escribir un mensaje a su hijo, y mandó a Mariano ir enseguida a Toledo. Este, en un momento estuvo listo y se marchó.

      Al día siguiente por la mañana Roberto ya estaba en Madrid, en la casa de su madre. En Toledo comentó que había sucedido algo a sus familiares, y el regente le dejó marcharse.

      Toda la familia se reunió en el salón. Marisol relató a su hermano sobre las amenazas de su primo segundo. Roberto se puso furioso.

      – ¡Que canalla! – exclamó, cogiendo su espada, ¡aún no sabe con quién está tratando estos asuntos!. Vale la pena desafiarlo.

      Marisol y Doña Encarnación le estaban mirando sin decir ni una palabra.

      Al cabo de un rato el muchacho se calmó.

      – No, creo que no es la mejor solución, – empezó a razonar, andando por el salón de aquí para allá, en su pesada armada de caballero que todavía no se había quitado – no se sabe si lo podré matar, y si se quedará vivo, quizás sería peor. Entonces, es cierto que va a lograr vengarse.

      – Y ¿qué hacemos? – le preguntó Marisol, desesperada..

      En aquel momento la muchacha vio a su sirviente Silvia en la puerta del salón, haciéndoles señales con la mano. Marisol salió para hablar con ella.

      – ¿Qué quieres, Silvia? – la preguntó la muchacha.

      – Señorita María Soledad, necesito comunicarle algo importante sobre su pariente. Por casualidad oí la conversación de ustedes. Espero que lo que le diga, les sirva de algo.

      Marisol invitó a la sirviente al salón. Al principio Silvia se sentía incómoda, pero luego entró e hizo una reverencia.

      – Mamá, Roberto, Silvia quiere decirnos algo importante sobre Jóse María, – dijo Marisol.

      – Habla Silvia, no temas, – dijo Doña Encarnación.

      La sirviente se envalentó y empezó a hablar.

      – Hace unos días, cuando no había nadie en la casa, vino el señor Lopez, preguntando por la señorita Marisol. Le dije que no estaba, que todos se habían ido, entonces … – la chica se quedó callada.

      – Continua, Silvia, te estamos escuchando – pronunció Roberto muy serio.

      – El señor Lopez se me acercó y se puso a tentarme, – continuaba Silvia con pudor – luego me llevó a una habitación y me dijo que si le obedecía y le pudiera complacer, me recompensaría.

      Se calló. Todos esperaban a que siguiera su relato, muy atentos.

      – Pues, ¿que sucedió luego? – le preguntó Roberto con impaciencia.

      – En aquel preciso momento alguien entró por la puerta – fue su vecina, Doña Dolores. Entonces me dijo con voz baja: “Ya volveremos a nuestra conversación”, y se fue de la casa.

      Silvia tomó aliento. Por un rato todos se quedaron callados.

      – ¡Vaya canalla! – exclamó Roberto – bueno, ¡ahora, por lo menos, yo sé lo que debo hacer!

      – Silvia, puedes irte, haz tus cosas, – le dijo a la sirviente Doña Encarnación.

      – Con su permiso – le contestó la chica, hizo