propusieron a sus huéspedes, aprovechar la posibilidad para quedar limpios y los muchachos lo aceptaron con mucho gusto ya que no tenían donde lavarse, salvo en el río.
Entre tanto los días volaron sin parar, y ya llegó el tiempo de volver a Madrid. Aunque a Marisol le daba pena dejar su finca preferida a la vez estaba impaciente por empezar a cantar en el coro, y además tenía muchas ganas de leer libros que había en la biblioteca de su casa en Madrid.
La chica se daba cuenta de que le harían falta las citas con Enrique ya que se había acostumbrada a él, por eso su último encuentro fue un poco triste. El muchacho también se había apegado a Marisol al tomarle cariño a ella, y se le notaba que la próxima separación le apenaba.
– Bueno, no pasa nada – le decía a su nieta la abuela María Isabel tratando de consolarla – aún sois jóvenes, ¡tenéis toda la vida por delante!
Llegó el día de la partida. Los sirvientes prepararon el equipaje para el viaje y lo colocaron en el coche, mientras las chicas salían por última vez al jardín, despidiéndolo y admirando sus hermosas vistas.
– Que pena que tengamos que marcharnos – dijo Marisol con sentimiento, pero Elena en cambio, tenía muchas ganas de volver a la capital, para saborear más adelante nuevos encuentros, conocimientos, pomposas acogidas y bailes.
Se sentaron en el coche y este se puso en marcha, llevando a los viajeros desde aquel paraje de ángeles al ruidoso Madrid.
El camino por donde se iban, estaba muy bien vigilado por los caballeros del rey, por eso no tenían miedo a los bandoleros e hidalgos que se hicieron malhechores los últimos años, acechando a los viajeros indefensos, robando y matando a su víctimas; por esta razón los pasajeros pernoctaban en monasterios y fincas donde vivían amigos de la familia.
Al cabo de una semana todos llegaron felizmente a Madrid, donde las chicas se encontraron entre los brazos de sus familiares que les habían extrañado mucho durante su ausencia.
A los pocos días Doña Encarnación llevó a su hija a la Catedral de San Pablo para presentarla a la preceptora del coro de la iglesia. Era la Catedral, la iglesia más grande de la ciudad y fascinaba a todos los que entraban allí, por su magnitud y sus enormes bóvedas, pero sobre todo por su extraordinaria pintura mural.
En la parte femenina del coro participaban tanto chicas jóvenes como mujeres mayores de edad. El grupo masculino consistía por una parte, en chicos menores de doce años y por otra de los demás hombres cuyas voces ya habían sido transformadas y formadas tras la pubertad.
Mientras Doña Encarnación estaba hablando con la preceptora que dirigía el grupo femenino del coro, Marisol examinaba la Catedral y se encontraba aturdida por su belleza. Algo después la preceptora llevó a las visitantes a una habitación al fondo de la Catedral para escuchar la voz de la chica. Marisol empezó a cantar su canción preferida sobre un caballero y su enamorada. Le gustaba mucho interpretar esta melodía en las fiestas familiares acompañándola con un laúd.
La preceptora se quedó encantada por el canto de la chica, enseguida declaró que la admitía al coro, y la invitó al primer ensayo que tendría lugar al día siguiente a las 10 de la mañana.
A la hora establecida del día siguiente el coche trajo a Marisol a la Catedral donde la recibió la preceptora y la llevó a la habitación donde se celebraban los ensayos.
– Miren, esta es una cantante nueva – la presentó al grupo de las mujeres y chicas, participantes del grupo femenino del coro – se llama María Soledad, les pido que la quieran y respeten.
Marisol saludó e hizo una reverencia a todas las presentes, sin embargo, las mujeres apenas le prestaron atención, excepto dos chicas de su edad que la miraban con curiosidad y envidia.
Al poco rato comenzó el ensayo. Al principio Marisol solamente escuchaba a las demás y luego empezó a acompañarlas cantando muy bajito. Le gustó mucho el canto de las mujeres y pensó que con el tiempo la aceptarían y podría entablar amistad con algunas.
Pasó una semana. Marisol participaba en los ensayos del coro, pero aún no cantaba con todos en los oficios. Día a día se iba acostumbrando y las participantes del coro también la iban aceptando e incluso hizo amistad con una chica.
Hubo una vez, que la preceptora comunicó que aquel día iba a celebrarse un ensayo común con el grupo masculino del coro. Las chicas soltaron risillas, pero las mujeres mayores de edad les amonestaron.
– Están ustedes en el templo, no es decente portarse de esta manera en este lugar – les avergonzó una de las mujeres – además algunos de los jóvenes cantantes están preparándose para ser clérigos, les está prohibido enamorarse.
“Pobres hombres, – pensó Marisol – quizás sufran mucho”.
Las participantes del grupo femenino pasaron a otra habitación donde ya les estaban esperando los hombres. Las chicas enseguida empezaron a mirarlos con curiosidad, pero la preceptora les amenazó con un dedo y los jóvenes sonreían viendo a las muchachas. La preceptora habló un poco con el dirigente del grupo masculino y comenzó el ensayo.
Marisol apenas les acompañaba cantando pero le resultó fascinante, pues la combinación de las voces masculinas y femeninas, repartidas en intervalos, le parecía algo divino. Las voces de los cantantes se reflejaron bajo las bóvedas de la catedral creando un sonido irrepetible. La chica incluso cerró los ojos para disfrutar de la música y en aquel mismo momento se dio cuenta que alguien la miraba, físicamente sentía en sí una mirada de alguien.
Abrió los ojos y miró a los jóvenes cantantes del grupo masculino, y de pronto le vio a él.
Era un muchacho de unos diecisiete años, de estatura media, un poco gordo pero muy bien formado, tenía el pelo suave de color castaño, una cara redonda muy amable, y los ojos grises. No se sabe porqué fue precisamente él a quien la chica destacó de los demás, y notó que el joven le sonreía.
Marisol se sintió turbada y apartó la vista. Una ola de sentimientos desconocidos se apoderó de ella, volvió a mirar al muchacho y vio que seguía mirándola y sonriendo.
Entonces sintió una conmoción extraordinaria, se dio cuenta de que no podía despegar los ojos del joven cantante. Este, a su vez, también la miraba sin parar, sonriendo. Por un rato a la chica le pareció que no había ninguna Catedral ni coro alrededor, que sólo estaban él y ella en el mundo entero; hasta pensó que era un sueño, entornó y frotó los ojos como si intentara despertarse, pero al abrirlos, descubrió que todo estaba en su lugar: la Catedral, el coro, el canto y aquel muchacho.
Terminado el ensayo, cuando todos los cantantes comenzaron a marcharse, mientras salía de la sala, Marisol volvió la cabeza y vio al muchacho que seguía mirándola.
De improviso se acordó de Enrique y se sintió culpable.
“Oh! por favor, dirán de mi.. ¡ella tiene un novio, pero pone los ojos en otros hombres!”
Un poco después salió de la Catedral con un grupo de otros cantantes dirigiéndose a su coche.
La chica ya estaba a punto de sentarse cuando algo le hizo volverse, volvió el rostro y vio al muchacho detrás de sí; sus ojos brillaban de forma extraña en ella.
El joven la saludó con un movimiento de la cabeza, sonriendo como antes. La chica también lo hizo, y casi sin darse cuenta le meneó su cabeza.
– ¡Buenos días! – le dijo el muchacho con ánimo – es usted una cantante nueva?.. nunca la he visto antes en la Catedral.
– Buenos días – le contesto Marisol – Cierto! He empezado a ensayar recientemente con el coro.
– ¿Cómo se llama usted? – seguía preguntándole el muchacho.
– María Soledad – le contesto en voz baja – ¿y usted?
– Me llamo Rodrigo Pontevedra – dijo con una amplia sonrisa.
“Parece que es gallego” – pensó la