Marina Alexandrova

Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro


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jóvenes se quedaron enfrente, inmóviles, mirándose uno al otro, sin ganas de separarse.

      – Señorita Maria Soledad, ya es tiempo de volver a casa – oyó la chica decir al cochero.

      – Tengo que irme a casa – dijo la chica al muchacho como si se disculpara.

      – Encantado de haberla conocido, Marisol – le contesto Rodrigo. – me alegro mucho de que vaya a cantar con nuestro coro.

      – También encantada con nuestro conocimiento – dijo la chica cariñosamente – ¡Hasta pronto! – añadió sentándose en el coche.

      – Hasta la vista, ¡que tenga usted un feliz día! – exclamó el muchacho despidiéndose de ella.

      Y Marisol le miraba desde la ventana del coche hasta que desapareciera de la vista.

      Por el camino Marisol sentía que le pasaba algo que nunca había experimentado antes, la imagen del muchacho no se la quitaba de su mente, como si lo tuviera delante de los ojos todo el tiempo, y durante el camino no dejaba de pensar en él.

      Y así también le sucedió al día siguente.

      Doña Encarnación notó que a su hija le estaba pasando algo.

      – Parece que estuvieras enamorada, mi querida hijita – le dijo con una sonrisa.

      – Todavía no lo sé, no comprendo nada, mamá – le contesto la chica de una forma evasiva; y no quiso compartir con nadie sus nuevas sensaciones.

      Marisol se daba cuenta de que no había sentido nada de eso, al conocer a Enrique, que nunca antes se había sentido así, de esta forma que le resultaba tan extraña.

      “Quizás, lo que siento ahora, realmente es el amor” – pensó la chica.

      Verdaderamente, sentía un levantamiento desconocido del alma; tenía muchas ganas de cantar y bailar, de querer a los demás y de hacer el bien a todo el mundo.

      Capítulo 5

      Por fortuna aquel día, por el bullicio que había cerca de la Catedral, nadie prestó atención a la conversación entre Marisol y Rodrigo, por eso al día siguiente nadie le dijo nada a la chica. Los ensayos continuaban, pero desde aquel momento Marisol tan sólo esperaba una única cosa – a que se fuera a la Catedral para lograr ver a Rodrigo.

      Al cabo de dos días fue anunciado otro ensayo común. Marisol estaba muy agitada. Cuando vio al muchacho otra vez, entre otros jóvenes, se puso radiante de la alegría. Él se dio cuenta de su mirada y le sonrió, saludándola con la cabeza. Y Marisol se fijó que una de las muchachas los observó mientras intercambiaban sus miradas.

      A partir de entonces, la chica y el muchacho empezaron a verse; cada vez después del ensayo, Rodrigo la esperaba cerca de su coche para cruzar alguna palabra con ella, y aunque no conversaban de nada, en sus ojos Marisol leía todo lo que el muchacho realmente quería decirle, y sin embargo nunca le oía hacerle cumplidos o decir que estaba enamorado.

      La chica se sentía un poco preocupada, sospechaba cual era la razón pero tenía miedo de reconocérselo a si misma.

      Una vez, al día siguiente después de una de sus charlas con Rodrigo, la preceptora del coro se acercó a la chica, la arrimó a su saya y le dijo:

      – Escúchame, por favor, María Soledad, me he fijado que conversabas algunas veces con Rodrigo Pontevedra. Por supuesto nadie les prohibe hablar con los muchachos del coro, aunque no siempre sea decente.No estaría en contra si Rodrigo fuera un cantante habitual. A veces nuestras chicas se enamoran de algunos muchachos del coro y se casan, pero ten en cuenta que este jóven pronto se hará cura, eso quiere decir que no puede enamorarse, casarse y tener familia, por eso quiero advertirte.

      – Gracias, Doña Dolóres, – le contestó Marisol con la voz baja. – La he comprendido a usted.

      La preceptora hizo un movimiento con la cabeza, le puso la mano a la chica por el hombro y se apartó.

      Marisol se sintió como si hubieran vertido sobre ella una cántara del agua fría. El mundo de alrededor se oscureció. Una gran pesadez, de súbito, cayó sobre sus hombros, y se le picaron los ojos, brotando lágrimas.

      La chica se puso sombría y le pidió a la preceptora que la dejara volver a casa, explicándole que no se sentía bien; entonces ella lanzando antes un suspiro la dejó retirarse.

      Al volver a casa, Marisol se encerró en su habitación, se echó en la cama y rompió a llorar. La criada, varias veces, llamaba a su puerta, pero la chica pedía que la dejaran en paz. Al cesar de llorar se quedó como en un estupor, muy abotargada y atontada, y en aquel estado, hecha polvo, la encontró Doña Encarnación

      – ¿Qué te ha pasado, mi querida hija? – le preguntó, muy preocupada – volviste tan temprano de la Catedral …. La criada dice que has estado llorando todo este tiempo, dime ¿quién te hizo daño?..

      Marisol abrazó a su madre y volvió a sollozar, y con voz entrecortada le relató todo lo que le había sucedido.

      – ¡Ahora ya lo comprendo! – dijo Doña Encarnación, suspirando dolorosamente. – Me había dado cuenta de que estás enamorada. Te enamoraste de un clérigo. ¡Qué pena, mi niña! – y la mujer también rompió a llorar.

      Las dos se quedaron calladas un rato.

      – Tienes que olvidarlo, mi hija – dijo por fin, Doña Encarnación – si no, vas a sufrir toda la vida, aún eres muy joven.. ¡qué pena que tu primer amor tan pronto se convirtiera en un dolor para ti! …, pero no lo tomes así, mi niña, tienes toda la vida por delante, creo que volverás a enamorarte más de una vez; en fin encontrarás a un hombre bueno y decente, te casarás y tendrás una buena familia.

      Marisol se acordó de Enrique y de su promesa de pedir su mano despuès de haber cumplido con su servicio militar al Rey.

      – Claro mamá, tienes razón – dijo la chica en voz baja – intentaré olvidarlo, sacar a este muchacho de mi cabeza.

      – Así es, es justo eso, mi hijita, ya verás, se te pasará pronto – dijo Doña Encarnación cariñosamente.

      Marisol suspiró decidiendo hacer caso a lo que le había dicho su madre.

      Sin embargo al día siguiente, en la Catedral, de nuevo había un ensayo común del coro y Marisol volvió a ver a Rodrigo. Procuraba no mirarlo, pero los sentimientos se apoderaron de la chica, como antes, exactamente igual que antes. Se daba cuenta de cuánto quería a aquel muchacho.

      Terminado el ensayo, éste, como si nada, la estaba esperando cerca de su coche.

      – ¿Qué le pasa, Marisol, por qué parece usted tan triste? – le preguntó a la chica, muy preocupado – ¿sucedió algo en su casa?..

      – En mi casa todo está bien, – le contestó con voz abatida – pero usted pronto se hará cura, y todo terminará.

      Entonces el muchacho se puso sombrío.

      – Usted tiene razón, – dijo Rodrigo, – debo servir a Dios. Eso significa que no puedo casarme y crear una familia, pero, de verdad – el muchacho miró alrededor y bajó su voz – cuando la ví a usted, lamenté mi decisión y ahora daría mucho para volver a ser un hombre normal y común, para poder estar con usted, pero ya no puedo cambiar nada.

      Se paró en seco y volvió su rostro de la chica.

      – Perdóneme, Marisol – le dijo con voz apagada. Y luego de pronto, la agarró de la mano y le dio un beso.

      De súbito, Marisol notó que alguien los miraba. Era el preceptor del coro masculino y unas mujeres de su grupo.

      – Adios, – le dijo la chica a Rodrigo con lágrimas en sus ojos, deshaciéndose de su mano. Y saltó al coche. Este se puso en marcha por el pavimento de canto rodado, mientras las lágrimas seguían ahogando a la muchacha.

      Marisol nunca más volvió a ver Rodrigo en