Guido Pagliarino

Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano


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un niño pequeño, no había dejado de recomendarle:

      â€”Pero cuidado: aunque ahora seas un ciudadano romano, no olvides nunca que eres un judío, ¡sigue siempre los 613 Mitzvot, los santos Preceptos de la Ley! Y no adquieras nunca ninguna de las costumbres de nuestros dominadores.

      En este momento le había venido a la mente una sospecha. Se había callado y había mirado a su alrededor con circunspección, como si en la casa o más allá del muro exterior pudiera esconderse algún espía de Poncio Pilatos. Una vez seguro, había continuado y se había dedicado por completo a una de sus habituales y redundantes enseñanzas a su hijo, que iban de la ética a la historia y en las cuales comparaba las santas costumbres farisaicas con aquellas reprobables de los gentiles:

      â€”Los hebreos, hijo mío, hemos sido elegidos por el Cielo, mientras que los romanos, como los griegos, no resucitarán debido a sus costumbres corrompidas: nuestros conquistadores vieron la corrupta Grecia como cuna de valores a incluir en su civilización, pero junto con el saber entraron el Roma las costumbres morales nefandas de ese pueblo, que merecen el castigo del Señor —Indudablemente no bastaba con la exclamación maledicente. Había continuado—: El severo emperador Augusto se opuso en vano a esas costumbres: corre la voz en Cesarea Marítima de que su heredero Tiberio se abandona a todos los vicios reunidos en su corte, sin diferenciarse en nada de los helenos, maestros del libertinaje. Así que estar junto a los gentiles es la abominación de las abominaciones. ¿Qué decir por otro lado de la cultura grecolatina en sí misma? Poesía, filosofía, derecho están reservados a unos pocos privilegiados que tratan a la plebe como una cosa, por no hablar de cómo consideran a los judíos, que nos vemos obligados a comprar la ciudadanía de la Urbe para prosperar —En el fondo, se sentía culpable por su reciente adquisición—. Y detrás de los humanistas griegos y romanos, hasta donde alcanza la vista, hay una extensión de lugareños miserables, en Roma como en Corinto, en Alejandría como en Atenas, a los cuales, en una gran mayoría de casos, ni siquiera se les enseña a leer ni a contar —Se engalló algo más—. Sin embargo, nosotros, los hebreos, ¡ya con doce años! somos instruidos en la sinagoga. Nosotros, hijos de Israel, somos todos de estirpe real, la del Creador, como sabemos por su Palabra, y no una masa como la plebe de la sociedad pagana. Y cualquiera de nosotros, como mi grandísimo rabino Hillel de Babilonia, que era un simple leñador, puede continuar con sus estudios si un maestro le acoge como discípulo y además puede aspirar a convertirse él mismo en rabino —Una vez recuperado el aliento, había concluido por fin—: ¡Que la justicia del Altísimo fulmine a los pecadores impenitentes por los siglos de los siglos!

      â€”Amén, amén —habían respondido a coro hijo y esposa y finalmente esta, que había estado todo el rato con una palangana en la mano lista para atender a su esposo, había podido lavarle los pies.

      Un par de meses después, el 23 de mayo, durante un viaje de negocios en Perga, donde trataba de adquirir los apreciados tapices del lugar en uno de los mercados ciudadanos, para revenderlos a un mayor precio en Jerusalén, una ronda de policía encontró el cadáver de Jonatán Pablo, desplomado en uno de los callejones de la ciudad, apuñalado en el corazón.

      El asesino o los asesinos no habían sido encontrados.

      No se había robado la bolsa, así que era difícil pensar en un atraco. ¿Competencia inmoral en los negocios hasta llegar al homicidio? ¿Una discusión banal en la calle que acabó trágicamente? ¿O tal vez había sido uno de esos fanáticos patriotas hebreos: los zelotes? ¿Le habían castigado por haberse convertido en ciudadano de Roma? Estas eran las preguntas que se había hecho Marcos. Solo dieciocho años después había obtenido la respuesta y el motivo que descubriría no estaría entre los imaginados, sino que sería otro absolutamente inesperado.

      Capítulo III

      Tres días antes de la muerte de Jonatán Pablo, la nave proveniente de Cesarea Marítima, donde se había embarcado el fariseo, había echado el ancla en el puesto de Salamina de Chipre, ciudad donde vivía su sobrino político, el levita José, llamado Bernabé, hijo del hermano de su mujer y agricultor como sus difuntos padres.

      Bernabé había alojado al tío durante esa noche y, al tener la intención de comprar en Perga en un futuro inmediato ciertas simientes preciadas, había decidido en ese momento unirse a él para el resto del viaje.

      Habían embarcado al día siguiente en una nave más pequeña que aquella que había llevado a Jonatán Pablo a Salamina, embarcación que, una vez cruzado el brazo de mar que separa a Chipre de la región de Panfilia, al tener una línea baja de flotación podía remontar el río Cestro hasta el pequeño fondeadero de Perga, en lugar de tener que quedarse en Atalia, el puerto marino de la ciudad.

      Una vez en su destino, tras bajar al pequeño puerto, ambos habían visto, a lo largo de la calle que llevaba al interior, mujeres de diversas edades y jovencillos imberbes, semidesnudos unos y otras, ofrecerse a los transeúntes, tanto con palabras como tocándose el sexo o las caderas y moviendo estas simulando actos sexuales. El rígido fariseo, que por la experiencia de viajes precedentes lo había esperado, había estallado, señalando al cielo con el índice vengador de la mano derecha:

      â€”¡Oprobio para el señor! ¡Oh, tú que caminas sobre sobre la esfera de cristal del firmamento! ¡Manda a tu ángel de la muerte sobre todos estos impúdicos!

      â€”Amén —había concluido el sobrino, pero en voz baja y sin fuerza.

      Ese tono bajo hizo que el fariseo no quedara satisfecho con su pariente:

      â€”¡Pero Bernabé! Lo ves ¿verdad? Ves lo que tengo que sufrir cada vez que vengo aquí. Si no fuera porque en Perga encuentro las mejores telas, no vendría aquí, ¿sabes? ¿Te has dado cuenta de se nos echan encima incluso los efebos sodomitas?

      El sobrino, entornando los ojos y haciendo con la boca una mueca de amargura, había asentido dos veces con la cabeza.

      Tranquilizado por fin, el tío había levantado la cara lo más alta posible y alzado su voz hacía la esfera celestial, o al menos esa había sido su intención:

      â€”¡Abominación de las abominaciones! ¡Altísimo Señor, salva a los pecadores arrepentidos, pero descarga tus maldiciones sobre quienes no se arrepienten! ¡Hazlos arder con tu ángel de la muerte con una tempestad de llamas, como sobre Sodoma y Gomorra!

      â€”Amén —había respondido de nuevo el sobrino, esta vez alzando mucho la voz. Pero luego no se había contenido y, sonriendo, había continuado—: La tempestad ardiente solo cuando nos hayamos ido, ¿eh?, porque si alguna lengua de fuego no diera en su objetivo…

      â€”Bueno, bueno… ya se entiende —había aceptado Jonatán Pablo, que no tenía ningún sentido del humor.

      Dividiendo los gastos, habían alquilado una habitación en un pequeño albergue donde el fariseo solía alojarse, dirigido por el hebrero Mateo Bar Benjamín, quien, siguiendo las normas de pureza, servía comida kosher muy bien cocinada a sus correligionarios de paso y también a diversos clientes no hebreos que, aunque no sujetos a las reglas judaicas, apreciaban su magnífico sabor.

      Poco después de salir el sol en su último día de vida, Jonatán Pablo había tomado el desayuno en la fonda en compañía de sobrino, luego se habían separado para ocuparse cada uno de sus propios negocios, así que en el momento de la agresión el tío había estado solo con su asesino. Habían quedado en encontrarse por la tarde en la fonda, que no estaba lejos del callejón donde una ronda de policía había encontrado asesinado al padre de Marcos, para cenar y descansar hasta el alba, después de que el fariseo hubiera pagado y recogido sus telas y el levita sus sacos