un niño pequeño, no habÃa dejado de recomendarle:
âPero cuidado: aunque ahora seas un ciudadano romano, no olvides nunca que eres un judÃo, ¡sigue siempre los 613 Mitzvot, los santos Preceptos de la Ley! Y no adquieras nunca ninguna de las costumbres de nuestros dominadores.
En este momento le habÃa venido a la mente una sospecha. Se habÃa callado y habÃa mirado a su alrededor con circunspección, como si en la casa o más allá del muro exterior pudiera esconderse algún espÃa de Poncio Pilatos. Una vez seguro, habÃa continuado y se habÃa dedicado por completo a una de sus habituales y redundantes enseñanzas a su hijo, que iban de la ética a la historia y en las cuales comparaba las santas costumbres farisaicas con aquellas reprobables de los gentiles:
âLos hebreos, hijo mÃo, hemos sido elegidos por el Cielo, mientras que los romanos, como los griegos, no resucitarán debido a sus costumbres corrompidas: nuestros conquistadores vieron la corrupta Grecia como cuna de valores a incluir en su civilización, pero junto con el saber entraron el Roma las costumbres morales nefandas de ese pueblo, que merecen el castigo del Señor âIndudablemente no bastaba con la exclamación maledicente. HabÃa continuadoâ: El severo emperador Augusto se opuso en vano a esas costumbres: corre la voz en Cesarea MarÃtima de que su heredero Tiberio se abandona a todos los vicios reunidos en su corte, sin diferenciarse en nada de los helenos, maestros del libertinaje. Asà que estar junto a los gentiles es la abominación de las abominaciones. ¿Qué decir por otro lado de la cultura grecolatina en sà misma? PoesÃa, filosofÃa, derecho están reservados a unos pocos privilegiados que tratan a la plebe como una cosa, por no hablar de cómo consideran a los judÃos, que nos vemos obligados a comprar la ciudadanÃa de la Urbe para prosperar âEn el fondo, se sentÃa culpable por su reciente adquisiciónâ. Y detrás de los humanistas griegos y romanos, hasta donde alcanza la vista, hay una extensión de lugareños miserables, en Roma como en Corinto, en AlejandrÃa como en Atenas, a los cuales, en una gran mayorÃa de casos, ni siquiera se les enseña a leer ni a contar âSe engalló algo másâ. Sin embargo, nosotros, los hebreos, ¡ya con doce años! somos instruidos en la sinagoga. Nosotros, hijos de Israel, somos todos de estirpe real, la del Creador, como sabemos por su Palabra, y no una masa como la plebe de la sociedad pagana. Y cualquiera de nosotros, como mi grandÃsimo rabino Hillel de Babilonia, que era un simple leñador, puede continuar con sus estudios si un maestro le acoge como discÃpulo y además puede aspirar a convertirse él mismo en rabino âUna vez recuperado el aliento, habÃa concluido por finâ: ¡Que la justicia del AltÃsimo fulmine a los pecadores impenitentes por los siglos de los siglos!
âAmén, amén âhabÃan respondido a coro hijo y esposa y finalmente esta, que habÃa estado todo el rato con una palangana en la mano lista para atender a su esposo, habÃa podido lavarle los pies.
Un par de meses después, el 23 de mayo, durante un viaje de negocios en Perga, donde trataba de adquirir los apreciados tapices del lugar en uno de los mercados ciudadanos, para revenderlos a un mayor precio en Jerusalén, una ronda de policÃa encontró el cadáver de Jonatán Pablo, desplomado en uno de los callejones de la ciudad, apuñalado en el corazón.
El asesino o los asesinos no habÃan sido encontrados.
No se habÃa robado la bolsa, asà que era difÃcil pensar en un atraco. ¿Competencia inmoral en los negocios hasta llegar al homicidio? ¿Una discusión banal en la calle que acabó trágicamente? ¿O tal vez habÃa sido uno de esos fanáticos patriotas hebreos: los zelotes? ¿Le habÃan castigado por haberse convertido en ciudadano de Roma? Estas eran las preguntas que se habÃa hecho Marcos. Solo dieciocho años después habÃa obtenido la respuesta y el motivo que descubrirÃa no estarÃa entre los imaginados, sino que serÃa otro absolutamente inesperado.
CapÃtulo III
Tres dÃas antes de la muerte de Jonatán Pablo, la nave proveniente de Cesarea MarÃtima, donde se habÃa embarcado el fariseo, habÃa echado el ancla en el puesto de Salamina de Chipre, ciudad donde vivÃa su sobrino polÃtico, el levita José, llamado Bernabé, hijo del hermano de su mujer y agricultor como sus difuntos padres.
Bernabé habÃa alojado al tÃo durante esa noche y, al tener la intención de comprar en Perga en un futuro inmediato ciertas simientes preciadas, habÃa decidido en ese momento unirse a él para el resto del viaje.
HabÃan embarcado al dÃa siguiente en una nave más pequeña que aquella que habÃa llevado a Jonatán Pablo a Salamina, embarcación que, una vez cruzado el brazo de mar que separa a Chipre de la región de Panfilia, al tener una lÃnea baja de flotación podÃa remontar el rÃo Cestro hasta el pequeño fondeadero de Perga, en lugar de tener que quedarse en Atalia, el puerto marino de la ciudad.
Una vez en su destino, tras bajar al pequeño puerto, ambos habÃan visto, a lo largo de la calle que llevaba al interior, mujeres de diversas edades y jovencillos imberbes, semidesnudos unos y otras, ofrecerse a los transeúntes, tanto con palabras como tocándose el sexo o las caderas y moviendo estas simulando actos sexuales. El rÃgido fariseo, que por la experiencia de viajes precedentes lo habÃa esperado, habÃa estallado, señalando al cielo con el Ãndice vengador de la mano derecha:
â¡Oprobio para el señor! ¡Oh, tú que caminas sobre sobre la esfera de cristal del firmamento! ¡Manda a tu ángel de la muerte sobre todos estos impúdicos!
âAmén âhabÃa concluido el sobrino, pero en voz baja y sin fuerza.
Ese tono bajo hizo que el fariseo no quedara satisfecho con su pariente:
â¡Pero Bernabé! Lo ves ¿verdad? Ves lo que tengo que sufrir cada vez que vengo aquÃ. Si no fuera porque en Perga encuentro las mejores telas, no vendrÃa aquÃ, ¿sabes? ¿Te has dado cuenta de se nos echan encima incluso los efebos sodomitas?
El sobrino, entornando los ojos y haciendo con la boca una mueca de amargura, habÃa asentido dos veces con la cabeza.
Tranquilizado por fin, el tÃo habÃa levantado la cara lo más alta posible y alzado su voz hacÃa la esfera celestial, o al menos esa habÃa sido su intención:
â¡Abominación de las abominaciones! ¡AltÃsimo Señor, salva a los pecadores arrepentidos, pero descarga tus maldiciones sobre quienes no se arrepienten! ¡Hazlos arder con tu ángel de la muerte con una tempestad de llamas, como sobre Sodoma y Gomorra!
âAmén âhabÃa respondido de nuevo el sobrino, esta vez alzando mucho la voz. Pero luego no se habÃa contenido y, sonriendo, habÃa continuadoâ: La tempestad ardiente solo cuando nos hayamos ido, ¿eh?, porque si alguna lengua de fuego no diera en su objetivoâ¦
âBueno, bueno⦠ya se entiende âhabÃa aceptado Jonatán Pablo, que no tenÃa ningún sentido del humor.
Dividiendo los gastos, habÃan alquilado una habitación en un pequeño albergue donde el fariseo solÃa alojarse, dirigido por el hebrero Mateo Bar BenjamÃn, quien, siguiendo las normas de pureza, servÃa comida kosher muy bien cocinada a sus correligionarios de paso y también a diversos clientes no hebreos que, aunque no sujetos a las reglas judaicas, apreciaban su magnÃfico sabor.
Poco después de salir el sol en su último dÃa de vida, Jonatán Pablo habÃa tomado el desayuno en la fonda en compañÃa de sobrino, luego se habÃan separado para ocuparse cada uno de sus propios negocios, asà que en el momento de la agresión el tÃo habÃa estado solo con su asesino. HabÃan quedado en encontrarse por la tarde en la fonda, que no estaba lejos del callejón donde una ronda de policÃa habÃa encontrado asesinado al padre de Marcos, para cenar y descansar hasta el alba, después de que el fariseo hubiera pagado y recogido sus telas y el levita sus sacos