Guido Pagliarino

Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano


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En casa había escrito y enviado una carta a la mujer y el hijo de Jonatán Pablo con noticias detalladas sobre la tragedia. No les había pedido que le pagaran, tras deducir el poquísimo dinero del difunto que se había guardado, los costes de la sepultura y la estancia forzosa en Perga por siete días más: a diferencia de su tío, Bernabé consideraba el dinero como un mero instrumento y no como una gratificación del Señor a los justos. Por otro lado, seguía los 10 mandamientos de Moisés, el precepto del diezmo al templo y las normas de pureza, pero, como muchos otros correligionarios, no descendía a menudencias intolerantes pese a que, según los puntillosos doctores de la Ley, todos de origen fariseo, solo podían considerarse justos quienes se esforzaran por respetar, como había hecho el padre de Marcos, todos los 613 preceptos de la Ley sin exclusión, entre los cuales se encontraban además obligaciones como aquella de recitar, cada vez que se retiraba al baño, esta oración de bendición: «Seas tú bendito, Señor nuestro rey del universo, que ha hecho al hombre con sabiduría y ha creado en él muchos orificios y agujeros. Está revelado y se conoce delante del Trono de tu Gloria que, si se abre alguno de estos o se cierra uno de aquellos, sería imposible vivir y permanecer delante de ti. Bendito seas Señor, que cuidas de todos los cuerpos y actúas magnificamente».3

      Podemos entender cómo afectó la pérdida a la aflicción del joven Marcos y su madre. La viuda María, cuando finalmente se tranquilizó, vendió en nombre del hijo, único heredero de Jonatán Pablo, la tienda de telas, causa indirecta de la muerte del querido marido y padre, e invirtió lo ganado en una buena parcela de terreno junto a la que ya poseían: había razonado que, así, Marcos no tendría que hacer viajes largos y peligrosos para adquirir mercancías. Prohibió además a su hijo viajar a Perga a visitar la tumba paterna, porque «muertos en casa, basta con uno» y, más aún, ir a buscar a los asesinos, como este habría deseado:

      â€”Una idea —le había reprendido con dureza—, completamente absurda, que solo se le podría ocurrir a un niño como tú.

      Capítulo IV

      Habían pasado dos años del homicidio y era el viernes 6 de abril de la semana de Pascua del año de Roma de 783.4 Hacía poco que se había puesto el sol y, con la primera oscuridad, se había iniciado el día pascual tanto para el pueblo como para la cerrada secta de los esenios, que calculaban la fecha de la Pascua siguiendo el calendario solar. Por el contrario, para las sectas de los saduceos y los fariseos el gran día solo sería el día siguiente, ya que establecían la ocasión según el calendario lunar, en el que por tanto el 6 de abril solo era el parasceve, es decir, el día de los preparativos.5

      Un rabino originario de Nazaret de Galilea y doce seguidores se habían reunido en la primera planta de la casa amistosa de Marcos y su madre para celebrar la cena pascual en la ciudad santa de Jerusalén, como estaba prescrito para todos los hebreos hacer cuando fuera posible. El cordero tradicional de Pascua que sería consumido por los trece al terminar el solemne convite lo había comprado el discípulo del rabino y tesorero del grupo Judas Bar Simón, llamado el Iscariote,6 y presentado en el templo, donde había sido degollado ritualmente por un ministro del culto.

      La viuda de Jonatán Pablo había conocido al maestro nazareno en la cercana Betania en casa de las amigas Marta y María y su hermano Lázaro y, fascinada por el carisma de ese hombre, se había convertido en su seguidora espiritual. Por simpatía, le había cedido su propio comedor para que pudiera celebrar con los suyos la cena pascual en la ciudad, a cubierto de ojos enemigos. Su vida estaba de hecho amenazada por los miembros del consejo supremo judío de Jerusalén, el sanedrín, en el que se sentaban sacerdotes, escribas y algunos ancianos de la comunidad, ricos potentados que conspiraban para arrestarlo cuanto antes y enviarlo al tribunal romano con una acusación susceptible de muerte, porque los había criticado e injuriado públicamente en la plaza delante del templo. Para esos poderosos no se trataba solo de venganza: le temían porque sus enseñanzas eran una amenaza continua para ellos. Enseñaba de hecho, sin ambages, que en ningún momento los jefes de la colectividad deben exigir ser alabados y servidos, sino que, por el contrario, deben estar a disposición del pueblo. Y afirmaba que el Eterno había establecido que la pureza o impureza de un ser humano no estaba en el cumplimiento o no de los preceptos formales de la Lay, ni en el encargo de sacrificios animales para la adoración,7 ni en las ofertas de primicias, ni en el desarrollo de los rituales inventados por los sacerdotes y doctores de la Ley para obtener prestigio y ganancias, sino en la elección entre amor y odio hacia el prójimo. Si estas enseñanzas habían alarmado bastante a los jefes de Israel, por el contrario, habían entusiasmado a muchos como la viuda María.

      El joven Marcos no estaba entre los seguidores del rabino, pero al ser oficialmente el amo de la casa y religiosamente mayor de edad desde hacía dos años,8 habría tenido el derecho a sentarse en el lugar de honor sobre las esteras de la mesa pascual junto a los invitados. Sin embargo, había renunciado a ello porque, siguiendo las costumbres farisaicas de su padre, él, junto con su madre y sus servidores, festejarían la Pascua la tarde siguiente y de hecho se había sacrificado otro cordero en el templo para ellos. Así que se había dejado a los trece solos en el comedor, completamente libres para celebrar la fiesta entre ellos.

      Inesperadamente, en un cierto momento de velada, uno del grupo, ese Judas que había proporcionado el cordero, había descendido a la planta baja con una fea mueca en el rostro, las mejillas enrojecidas y se había dirigido a la puerta de la casa sin siquiera saludar a Marcos, que estaba en el vestíbulo. El joven se había preguntado si ese hombre había recibido un encargo imprevisto y urgente del maestro y por su carácter le agradaba mucho investigar sobre hechos oscuros. Evidentemente habría querido ante todo descubrir a los asesinos de su padre, pero en ese momento lo consideraba inviable: faltaban varios años para el sueño extraordinario que le incitaría a investigar. Al no ver volver a Judas, la curiosidad del joven había aumentado. Cuando el grupo del nazareno había dejado la casa siguiendo al maestro para irse a dormir, con autorización de María, en la cabaña del olivar llamado Getsemaní, que Marcos había heredado, el jovencísimo propietario había dicho a la madre que acompañaría a los doce, se quedaría con ellos a pasar la noche y volvería con el alba: sospechaba interiormente que poco a poco averiguaría las razones de la salida imprevista del Iscariote y de la falta de su retorno.

      María seguía protegiendo mucho a su hijo, como solían hacer las madres hebreas, al menos en esos tiempos. Alarmada, había exclamado con tono acalorado, aunque sabiendo que sus palabras no servirían de nada contra la testarudez de joven:

      â€”¿Pero qué vas a hacer allí de noche? ¿Es posible que siempre hagas que me preocupe? ¿Por qué no escuchas por una vez a tu madre?

      María tenía solo quince años más que su hijo y era todavía una mujer bella, pequeña, pero de rasgos finos y un cuerpo exuberante que gustaba mucho en esos tiempos, y una vez terminado el luto había recibido propuestas de matrimonio de varios viudos, también porque heredaría otros bienes a la muerte de sus padres: propuestas todas rechazadas porque la mujer había decidido dedicarse enteramente a Marcos.

      Con el rostro triste, sin añadir más palabras, la madre había ordenado a los sirvientes preparar lo necesario, tres linternas para iluminar el camino y trece telas de lino en las que envolverse para dormir. Cuatro de los discípulos habían cargado la ropa blanca, tres habían tomado cada uno una lámpara encendida y el grupo se había ido detrás del maestro, con Marcos a la cola, que se había ido ignorando a su madre. María se había quedado justo fuera de la puerta y había seguido en silencio su paso, con los ojos humedecidos,