En casa habÃa escrito y enviado una carta a la mujer y el hijo de Jonatán Pablo con noticias detalladas sobre la tragedia. No les habÃa pedido que le pagaran, tras deducir el poquÃsimo dinero del difunto que se habÃa guardado, los costes de la sepultura y la estancia forzosa en Perga por siete dÃas más: a diferencia de su tÃo, Bernabé consideraba el dinero como un mero instrumento y no como una gratificación del Señor a los justos. Por otro lado, seguÃa los 10 mandamientos de Moisés, el precepto del diezmo al templo y las normas de pureza, pero, como muchos otros correligionarios, no descendÃa a menudencias intolerantes pese a que, según los puntillosos doctores de la Ley, todos de origen fariseo, solo podÃan considerarse justos quienes se esforzaran por respetar, como habÃa hecho el padre de Marcos, todos los 613 preceptos de la Ley sin exclusión, entre los cuales se encontraban además obligaciones como aquella de recitar, cada vez que se retiraba al baño, esta oración de bendición: «Seas tú bendito, Señor nuestro rey del universo, que ha hecho al hombre con sabidurÃa y ha creado en él muchos orificios y agujeros. Está revelado y se conoce delante del Trono de tu Gloria que, si se abre alguno de estos o se cierra uno de aquellos, serÃa imposible vivir y permanecer delante de ti. Bendito seas Señor, que cuidas de todos los cuerpos y actúas magnificamente».3
Podemos entender cómo afectó la pérdida a la aflicción del joven Marcos y su madre. La viuda MarÃa, cuando finalmente se tranquilizó, vendió en nombre del hijo, único heredero de Jonatán Pablo, la tienda de telas, causa indirecta de la muerte del querido marido y padre, e invirtió lo ganado en una buena parcela de terreno junto a la que ya poseÃan: habÃa razonado que, asÃ, Marcos no tendrÃa que hacer viajes largos y peligrosos para adquirir mercancÃas. Prohibió además a su hijo viajar a Perga a visitar la tumba paterna, porque «muertos en casa, basta con uno» y, más aún, ir a buscar a los asesinos, como este habrÃa deseado:
âUna idea âle habÃa reprendido con durezaâ, completamente absurda, que solo se le podrÃa ocurrir a un niño como tú.
CapÃtulo IV
HabÃan pasado dos años del homicidio y era el viernes 6 de abril de la semana de Pascua del año de Roma de 783.4 HacÃa poco que se habÃa puesto el sol y, con la primera oscuridad, se habÃa iniciado el dÃa pascual tanto para el pueblo como para la cerrada secta de los esenios, que calculaban la fecha de la Pascua siguiendo el calendario solar. Por el contrario, para las sectas de los saduceos y los fariseos el gran dÃa solo serÃa el dÃa siguiente, ya que establecÃan la ocasión según el calendario lunar, en el que por tanto el 6 de abril solo era el parasceve, es decir, el dÃa de los preparativos.5
Un rabino originario de Nazaret de Galilea y doce seguidores se habÃan reunido en la primera planta de la casa amistosa de Marcos y su madre para celebrar la cena pascual en la ciudad santa de Jerusalén, como estaba prescrito para todos los hebreos hacer cuando fuera posible. El cordero tradicional de Pascua que serÃa consumido por los trece al terminar el solemne convite lo habÃa comprado el discÃpulo del rabino y tesorero del grupo Judas Bar Simón, llamado el Iscariote,6 y presentado en el templo, donde habÃa sido degollado ritualmente por un ministro del culto.
La viuda de Jonatán Pablo habÃa conocido al maestro nazareno en la cercana Betania en casa de las amigas Marta y MarÃa y su hermano Lázaro y, fascinada por el carisma de ese hombre, se habÃa convertido en su seguidora espiritual. Por simpatÃa, le habÃa cedido su propio comedor para que pudiera celebrar con los suyos la cena pascual en la ciudad, a cubierto de ojos enemigos. Su vida estaba de hecho amenazada por los miembros del consejo supremo judÃo de Jerusalén, el sanedrÃn, en el que se sentaban sacerdotes, escribas y algunos ancianos de la comunidad, ricos potentados que conspiraban para arrestarlo cuanto antes y enviarlo al tribunal romano con una acusación susceptible de muerte, porque los habÃa criticado e injuriado públicamente en la plaza delante del templo. Para esos poderosos no se trataba solo de venganza: le temÃan porque sus enseñanzas eran una amenaza continua para ellos. Enseñaba de hecho, sin ambages, que en ningún momento los jefes de la colectividad deben exigir ser alabados y servidos, sino que, por el contrario, deben estar a disposición del pueblo. Y afirmaba que el Eterno habÃa establecido que la pureza o impureza de un ser humano no estaba en el cumplimiento o no de los preceptos formales de la Lay, ni en el encargo de sacrificios animales para la adoración,7 ni en las ofertas de primicias, ni en el desarrollo de los rituales inventados por los sacerdotes y doctores de la Ley para obtener prestigio y ganancias, sino en la elección entre amor y odio hacia el prójimo. Si estas enseñanzas habÃan alarmado bastante a los jefes de Israel, por el contrario, habÃan entusiasmado a muchos como la viuda MarÃa.
El joven Marcos no estaba entre los seguidores del rabino, pero al ser oficialmente el amo de la casa y religiosamente mayor de edad desde hacÃa dos años,8 habrÃa tenido el derecho a sentarse en el lugar de honor sobre las esteras de la mesa pascual junto a los invitados. Sin embargo, habÃa renunciado a ello porque, siguiendo las costumbres farisaicas de su padre, él, junto con su madre y sus servidores, festejarÃan la Pascua la tarde siguiente y de hecho se habÃa sacrificado otro cordero en el templo para ellos. Asà que se habÃa dejado a los trece solos en el comedor, completamente libres para celebrar la fiesta entre ellos.
Inesperadamente, en un cierto momento de velada, uno del grupo, ese Judas que habÃa proporcionado el cordero, habÃa descendido a la planta baja con una fea mueca en el rostro, las mejillas enrojecidas y se habÃa dirigido a la puerta de la casa sin siquiera saludar a Marcos, que estaba en el vestÃbulo. El joven se habÃa preguntado si ese hombre habÃa recibido un encargo imprevisto y urgente del maestro y por su carácter le agradaba mucho investigar sobre hechos oscuros. Evidentemente habrÃa querido ante todo descubrir a los asesinos de su padre, pero en ese momento lo consideraba inviable: faltaban varios años para el sueño extraordinario que le incitarÃa a investigar. Al no ver volver a Judas, la curiosidad del joven habÃa aumentado. Cuando el grupo del nazareno habÃa dejado la casa siguiendo al maestro para irse a dormir, con autorización de MarÃa, en la cabaña del olivar llamado GetsemanÃ, que Marcos habÃa heredado, el jovencÃsimo propietario habÃa dicho a la madre que acompañarÃa a los doce, se quedarÃa con ellos a pasar la noche y volverÃa con el alba: sospechaba interiormente que poco a poco averiguarÃa las razones de la salida imprevista del Iscariote y de la falta de su retorno.
MarÃa seguÃa protegiendo mucho a su hijo, como solÃan hacer las madres hebreas, al menos en esos tiempos. Alarmada, habÃa exclamado con tono acalorado, aunque sabiendo que sus palabras no servirÃan de nada contra la testarudez de joven:
â¿Pero qué vas a hacer allà de noche? ¿Es posible que siempre hagas que me preocupe? ¿Por qué no escuchas por una vez a tu madre?
MarÃa tenÃa solo quince años más que su hijo y era todavÃa una mujer bella, pequeña, pero de rasgos finos y un cuerpo exuberante que gustaba mucho en esos tiempos, y una vez terminado el luto habÃa recibido propuestas de matrimonio de varios viudos, también porque heredarÃa otros bienes a la muerte de sus padres: propuestas todas rechazadas porque la mujer habÃa decidido dedicarse enteramente a Marcos.
Con el rostro triste, sin añadir más palabras, la madre habÃa ordenado a los sirvientes preparar lo necesario, tres linternas para iluminar el camino y trece telas de lino en las que envolverse para dormir. Cuatro de los discÃpulos habÃan cargado la ropa blanca, tres habÃan tomado cada uno una lámpara encendida y el grupo se habÃa ido detrás del maestro, con Marcos a la cola, que se habÃa ido ignorando a su madre. MarÃa se habÃa quedado justo fuera de la puerta y habÃa seguido en silencio su paso, con los ojos humedecidos,