que tu boca busque mi dulce y mi picante.
Abrió la nevera y metió los vasos con el postre.
Esto ya está listo, ahora preparamos el relleno de los «tortelloni».
QuerÃa hacer el relleno según la histórica receta boloñesa, que incluÃa un poco de ajo. No le gustaba a todo el mundo, pero a ella le encantaba ese aroma, y estaba segura de que le gustarÃa también a Edoardo. Abrió los dos paquetes de requesón, un bote de leche de cabra y uno de leche de vaca, y cogió cien gramos de cada una. Trituró finamente media cabeza de ajo, y añadió un puñado de perejil. Mezcló todo en una tarrina, con treinta gramos de queso parmigiano reggiano rallado, una yema de huevo batido y una pizca de sal.
Mientras mezclaba el relleno, el recuerdo de ellos en la ducha habÃa aumentado su deseo, ya estimulado por el lÃquido de la mostaza. Carlotta añadió un poco de su fluido Ãntimo, generado por el recuerdo del amor con Edoardo, al relleno de los tortelloni. Recordó todo lo que habÃa dicho en la veranda.
Esto lo origina mi amor, lo encontrarás en tu comida y lo querrás siempre como tu alimento.
Metió el relleno en la nevera, dentro de un plato hondo cubierto por otro plato.
Cogió doscientos gramos de harina de grano blando de tipo «0» y los dispuso como un monte en el banco de madera que estaba sobre la mesa robusta que habÃa querido tener en la cocina para poder trabajar sobre una base estable.
Hizo un agujero en el centro de la harina y rompió un huevo dentro, con mucho cuidado para que no cayera dentro ni un trocito de cáscara. Lo batió delicadamente con un tenedor, y después empezó a mezclarlo todo con cuidado, amalgamando la harina con los dedos y ensanchando poco a poco el cráter central. Carlotta no usaba la amasadora, le gustaba usar las manos. PodÃa reconocer la consistencia de la masa y saber cuándo la proporción entre la parte lÃquida y la harina era correcta. Tampoco usaba sal, según el estilo de la región de Emilia Romaña. Cuando el borde de la fuente [05] se redujo al mÃnimo posible para contener la parte más lÃquida en el interior, recogió, con el canto de la mano, la harina de los bordes externos y tapó el cráter. Trabajó la masa lejos de las corrientes de aire para que no se secara, unos cinco minutos más. Al final le dio la forma de un pan, que dejó reposar en una tarrina cubierta.
Fue a buscar la pintada al lavabo del garaje, donde la habÃa dejado goteando sangre. Cuando volvió a la cocina la sumergió durante unos segundos en una cazuela llena de agua hirviendo para que fuera más fácil desplumarla, operación que le llevó unos veinte minutos.
Empuñó un cuchillo de lama fina y bien afilada e hizo un inciso en la parte baja del vientre para poder sacar las vÃsceras. Después quitó el cuello, las patas, la cola y la grasa alrededor de esta. Cortó las alas, los muslos y los contramuslos. Dividió en dos partes el pecho y el busto. Ahora tenÃa delante de sà los trozos de la pintada. Cogió una gran cacerola de acero de debajo del banco de cocina. Preparó una mezcla de ajo, romero y salvia e hizo un sofrito con una generosa dosis de aceite de oliva extra virgen del Golfo de Tigullio. Pasó los trozos de la pintada sobre la llama, para asegurarse de eliminar todos los restos de plumaje.
Volvió a abrir la nevera grande, y extrajo un buen trozo de la suave, dulce y deliciosa panceta del Oltrepò. La colocó con cuidado sobre la plataforma de la máquina de cortar a mano, sólidamente anclada al mueble bajo de la cocina, empuñó el mango y lo giró con decisión, provocando el movimiento alternado de la plataforma. Paró cuando tuvo una loncha para cada trozo de carne de la pintada.
Introdujo los trozos de carne, envueltos cuidadosamente en la panceta, en la cacerola donde se refreÃan las hierbas.
Añadió una loncha de más y una salchicha con especias desmigada.
Cogió un limón de Sorrento que un frutero de Casteggio tenÃa la costumbre de conseguir para ella y otros pocos clientes. Cortó algunos trozos de cáscara sin la parte blanca y los puso en la sartén. Después exprimió medio fruto y lo añadió al preparado. Dio la vuelta a los trozos de la pintada, con cuidado para no separarla de la panceta y, cuando estuvo todo bien dorado, lo cubrió hasta la mitad con vino blanco Riesling tÃpico de la zona.
Después de unos tres cuartos de hora el lÃquido se habÃa absorbido y la pintada estaba en su punto. Carlotta apagó el fuego y dejó la cacerola, cubierta, donde estaba.
La actividad fÃsica necesaria para las operaciones de cocina era un elemento importante en el equilibrio que Carlotta habÃa encontrado en los dÃas, todos iguales, una vez agotado su matrimonio, y después de todos los intentos de relaciones afectivas interrumpidas forzosamente. Le gustaba trabajar en la cocina, y los resultados que obtenÃa con sus acciones le resultaban muy gratificantes. La comida nacida de su esfuerzo, ligada a los productos de la tierra y al ciclo de las estaciones, la unÃa al sentido profundo de la existencia. La nutrición del cuerpo como cura del contenedor del alma: asà percibÃa su trabajo.
A las ocho y media decidió que podÃa hacer los tortelloni. No podÃa pasar demasiado tiempo entre el final de su preparación y su cocción.
Cubrió el plano de trabajo con harina y colocó encima la masa que habÃa dejado reposando. Sacó el rodillo del armario. Lo cogió con las dos manos muy cerca la una de la otra. Separó los antebrazos, con los codos separados del cuerpo, para que la presión sobre el rodillo viniera de la parte de la palma bajo el dedo pulgar. Carlotta acompañó la fuerza de sus manos con movimientos alternados de la cadera; asà ejercÃa presión sobre el rodillo sin sujetarlo.
No sucederá otra vez. No lo permitiré.
Sincronizó la alternancia de la presión sobre el rodillo con el recuerdo de los movimientos rÃtmicos de Edoardo.
Con fuerza y control, extendió la masa hacia el exterior, girándola cada veinte segundos un cuarto de giro. Cuando el espesor de la masa fue tan fino que era casi transparente, la cortó en cuadrados no demasiado grandes: alrededor de ocho centÃmetros de lado. Sacó el relleno de la nevera y colocó una porción del tamaño de una nuez pequeña en el centro de cada cuadrado. Preparó dos docenas, que cerró rápidamente, para evitar que el relleno se secara. Primero los dobló en forma triangular, apretando sobre los bordes, después giró las solapas alrededor del dedo Ãndice, superponiendo los dos extremos, sobre los que presionó, para que se cerraran bien. Resultó la forma clásica de un tortello. Los dejó en la nevera, encima de una bandeja espolvoreada con sémola de grano duro, para evitar que se quedaran pegados.
Para la preparación de la mesa usó un mantel y unas servilletas blancas, sin bordados, y vajilla también blanca, de buena calidad y de diseño simple. Unos vasos de proporciones variables y los clásicos cubiertos de acero de forma cómoda completaron la presentación.
Carlotta puso en el compartimento menos frÃo de la nevera los vinos rosados que pensaba servir. SabÃa que no era conveniente hacerlo, pero supuso que una hora de enfriamiento no les harÃa daño, sino que los harÃa más agradables en esa cálida noche de junio.
Después pudo centrar su atención en el cuidado de su aspecto. Fue al cuarto de baño y se liberó del vestido largo que todavÃa llevaba. Entró en la ducha. El recuerdo de Edoardo y ella dos dÃas antes le provocó un temblor que subió desde sus costados hasta la nuca. Abrió el grifo y dejó que el masaje del agua relajase sus músculos, mientras se abandonaba a sus pensamientos. En un cuarto de hora acabó con el aseo y fue al armario. Le habrÃa gustado ponerse el mismo vestido, pero se habÃa ensuciado con la sangre de la pintada. El escotado ya se lo habÃa puesto el dÃa del accidente. ¿Qué podÃa ponerse para la noche de San Juan con Edoardo? Su guardarropa, que llevaba mucho tiempo sin renovar, no le dejaba mucha elección. Al final se