orgullosamente por el centro de la ciudad real de McCloud, flanqueado por cientos de sus generales y arrastrando detrás de él su posesión más preciada: Al Rey McCloud. Despojado de su armadura, medio desnudo, con su cuerpo peludo con rollos de grasa, al rey McCloud lo ataron con cuerdas y lo pusieron en la parte posterior de la silla de montar de Andrónico con una larga cuerda que rodeaba sus muñecas.
Mientras Andrónico montaba lentamente, deleitándose con su triunfo, arrastró a McCloud a través de las calles, sobre la tierra y las piedras, agitando una nube de polvo. La gente de McCloud se reunió y miraron boquiabiertos. Él podía oír a McCloud clamando a gritos, retorciéndose, mientras lo hacía desfilar por las calles de su ciudad. Andrónico sonreía. Los rostros de la gente de McCloud estaban arrugados de miedo. Aquí estaba su antiguo rey, ahora era el más humilde de los esclavos. Fue uno de los mejores días que Andrónico podía recordar.
Andrónico estaba sorprendido de lo fácil que había sido tomar la ciudad de McCloud. Parecía como si los hombres de McCloud se hubieran desmoralizado antes de que el ataque hubiera comenzado siquiera. Los hombres de Andrónico los habían conquistado en el resplandor de un rayo; sus miles de soldados se abalanzaban, siendo mayoría ante los pocos soldados que se atrevían a defenderse y arremolinaron la ciudad en un abrir y cerrar de ojos. Deben haberse dado cuenta de que no tenía caso resistirse. Todos habían depuesto sus armas suponiendo que, si se rendían, Andrónico los apresaría.
Pero ellos no conocían al gran Andrónico. Detestaba la rendición. Él no tomaba prisioneros y deponer sus armas hacía todo más fácil para él.
En las calles de la ciudad de McCloud corría sangre, mientras los hombres de Andrónico llenaban cada callejón, cada calle, matando a todos los hombres que podían encontrar. A las mujeres y niños que había tomado como esclavos, como lo hacía siempre. Las casas que saquearon, una a la vez.
Mientras Andrónico cabalgaba lentamente por las calles, inspeccionando su triunfo, veía cadáveres por todas partes; los despojos de la guerra amontonados, los hogares destruidos. Se volvió y asintió con la cabeza a uno de sus generales, e inmediatamente el general elevó a lo alto una antorcha, hizo una señal a sus hombres, y cientos de ellos se diseminaron por toda la ciudad, prendiendo fuego a los techos de paja. Las llamas se levantaron a su alrededor, hacia el cielo, y Andrónico ya comenzaba a sentir el calor desde ahí.
"¡NO!". McCloud gritó, revolcándose en el suelo.
Andrónico sonrió más ampliamente y aceleró su ritmo, dirigiéndose hacia una roca particularmente grande; hubo un golpe satisfactorio, y sabía que el cuerpo de McCloud había cabalgado sobre ella.
Andrónico sintió gran satisfacción al ver arder esta ciudad. Como había hecho en cada ciudad que había conquistado en su Imperio, primero arrasaría la ciudad por completo, y después la volvería a construir, con sus propios hombres, con sus propios generales, su propio Imperio. Era su forma de actuar. No quería ningún rastro de lo antiguo. Estaba construyendo un mundo nuevo. El mundo de Andrónico.
El Anillo, el Anillo sagrado que habían evadido todos sus antepasados, era ahora su territorio. Apenas podía creerlo. Respiró profundamente, pensando en cuán grande era él. Muy pronto, cruzaría la Zona Montañosa y conquistaría también la otra mitad del Anillo. Entonces no habría ningún lugar del planeta que su pie no habría pisado.
Andrónico subió a la imponente estatua de McCloud, en la Plaza de la ciudad y se detuvo ante ella. Estaba ahí como un santuario, con sus quince metros de altura, hecha de mármol. Mostraba una versión de McCloud que Andrónico no reconocía – un McCloud joven, en forma, musculoso, blandiendo una espada con orgullo. Era egocéntrico. Por eso, Andrónico lo admiraba. Una parte de él quería llevarse la estatua de vuelta a casa, instalarla en su palacio como un trofeo.
Pero otra parte de él se sentía a disgusto con ella. Sin pensarlo, bajó la mano, sacó su honda – tres veces mayor que la de cualquier ser humano, lo suficientemente grande para sostener una piedra del tamaño de una pequeña roca – la jaló hacia atrás y la lanzó con todas sus fuerzas.
La pequeña roca voló por el aire y pegó en la cabeza de la estatua. La cabeza de mármol de McCloud se hizo pedazos, haciendo explotar el cuerpo. Andrónico entonces soltó un grito, levantó su mayal de dos manos, lo cargó y lo lanzó con todas sus fuerzas.
Andrónico rompió el torso de la estatua y el mármol se vino abajo, entonces se estrelló en el suelo, rompiéndose con un gran ruido. Andrónico dio vuelta a su caballo y se aseguró, mientras cabalgaba, de que el cuerpo de McCloud fuera raspado sobre los fragmentos.
"¡Pagarás por eso!", gritó débilmente un agonizante McCloud.
Andrónico rió. Había encontrado a muchos seres humanos en su vida, pero éste podría ser el más patético.
"¿La pagaré?". gritó Andrónico.
McCloud era demasiado testarudo; no apreciaba el poder del gran Andrónico. Se le tenía que enseñar, de una vez por todas.
Andrónico analizó la ciudad, y sus ojos se fijaron en lo que sin duda era el castillo de McCloud. Pateó a su caballo y se fue a galope, sus hombres iban detrás de él, mientras arrastraba a McCloud por el patio polvoriento.
Andrónico subió docenas de escalones de mármol, con el cuerpo de McCloud haciendo ruido por los golpazos que recibía, gritando y gimiendo con cada paso, y luego continuó avanzando, hasta la entrada de mármol. Los hombres de Andrónico ya estaban haciendo guardia en las entradas; a sus pies estaban los cadáveres sangrientos de los ex guardias de McCloud. Andrónico sonrió con satisfacción al ver que ya todos los rincones de la ciudad eran suyos.
Andrónico continuó cabalgando, a través de las puertas del gran castillo, dentro de un corredor de altísimos techos abovedados, todos hechos de mármol. Se maravilló ante la desmesura de este rey McCloud. Era obvio que no había reparado en gastos para complacerse a sí mismo.
Ahora su día había llegado. Andrónico continuó cabalgando con sus hombres por los amplios corredores, las pezuñas de los caballos haciendo eco de las paredes, a lo que claramente era la sala del trono de McCloud. Atravesó las puertas de roble y fue directo al centro de la sala, un trono insultante, hecho a mano, de oro, en el centro de la cámara.
Andrónico desmontó, lentamente subió los escalones oro y se sentó en él.
Respiró profundamente mientras se volvía y miraba a sus hombres, a sus docenas de generales sentados a caballo, a la espera de sus órdenes. Miró al ensangrentado McCloud, aún atado a su caballo, gimiendo. Observó esa habitación, examinó las paredes, las banderas, la armadura, el armamento. Miró la elaboración de ese trono y lo admiró. Estaba consideraba derretirlo, o tal vez llevárselo para sí mismo. Tal vez se lo daría a uno de sus generales de menor rango.
Por supuesto, ese trono no era nada comparado con el trono de Andrónico, el trono más grande de todos los reinos, que había tomado a veinte obreros, cuarenta años para construirlo. La construcción había comenzado en la época de su padre y se había terminado el día en que Andrónico había asesinado a su propio padre. Había sido el momento perfecto.
Andrónico miró con desprecio a McCloud, ese ser humano patético y se preguntó cuál sería la mejor forma para hacerlo sufrir. Analizó la forma y el tamaño de su cráneo y decidió que le gustaría encogerlo y ponerlo en su collar, con las otras cabezas encogidas que tenía alrededor de su cuello. Pero Andrónico se daba cuenta de que antes de matarlo, necesitaría algún tiempo para quitar volumen de su cara, de sus pómulos, para que se viera mejor alrededor de su cuello. No quería una cara regordeta rechoncha que arruinara la estética de su collar. Lo dejaría vivo durante algún tiempo y mientras tanto, lo torturaría. Sonrió para sí mismo. Sí, era un plan muy bueno.
"Tráiganmelo", ordenó Andrónico a uno de sus generales, con su antiguo y ronco gruñido.
El general saltó sin dudarlo un instante, corrió hacia McCloud, cortó la cuerda y arrastró el cuerpo sangriento a través del suelo, manchándolo de rojo mientras se acercaba. Lo dejó ante los pies de Andrónico.
"¡No te saldrás con la tuya!", murmuró McCloud, débilmente.
Andrónico