pensar que es seguro decir que puedo hacer lo que me dé la gana. Y ya lo hice”.
McCloud yacía ahí, gimiendo y retorciéndose.
"Lo primero que tengo planeado hacer", dijo Andrónico, "será obligarte a rendir pleitesía a tu nuevo rey y amo. Acércate a mí ahora y ten el honor de ser el primero que se arrodille delante de mí en mi nuevo reino, el primero en besar mi mano y en llamarme rey de lo que fue una vez el lado McCloud del Anillo”.
McCloud miró hacia arriba y a gatas se mofó de Andrónico
"¡Nunca!", dijo él y se dio vuelta y escupió en el suelo.
Andrónico se reclinó y rió. Sinceramente disfrutaba eso. No había conocido a un humano tan voluntarioso desde hacía bastante tiempo.
Andrónico se dio la vuelta y asintió con la cabeza, y uno de sus hombres sujetó a McCloud por detrás, mientras que otro se le acercó y le sostuvo la cabeza para que no la moviera. Un tercero se acercó con una navaja larga. Mientras se acercaba, McCloud se desplomó de miedo.
"¿Qué haces?", preguntó McCloud con pánico, con voz varias octavas más arriba.
El hombre se agachó y rápidamente afeitó la mitad de la barba de McCloud. McCloud levantó la mirada, claramente desconcertado de que el hombre no lo hubiera lastimado.
Andrónico asintió con la cabeza, y otro hombre dio un paso adelante con un largo atizador, en cuyo extremo estaba tallado en hierro el emblema del Reino de Andrónico – un león con un pájaro en su pico. Brillaba en color naranja, ardiendo, y mientras los demás mantenían agachado a McCloud, el hombre bajó el atizador hacia su ahora descubierta mejilla.
"¡NO!". McCloud chilló, al darse cuenta.
Pero ya era demasiado tarde.
Se oyó un grito terrible a través del aire, acompañado de un silbido y el olor a carne quemada. Andrónico vio con alegría cómo el atizador quemaba más y más profundamente la mejilla de McCloud. El silbido creció más fuerte, los gritos eran casi intolerables.
Finalmente, después de unos diez segundos, tiraron a McCloud.
McCloud se desplomó al suelo, inconsciente, babeando, mientras salía humo desde la mitad de su rostro. Ahora portaba el emblema de Andrónico, quemado en su carne.
Andrónico se inclinó hacia adelante, miró hacia abajo al inconsciente McCloud y admiró la obra.
"Bienvenido al Imperio".
CAPÍTULO DOS
Erec estaba parado en la cima de la colina, en el borde del bosque y vio al pequeño ejército acercarse, y su corazón enardeció. Había nacido para un día como éste. En algunas batallas, la línea era borrosa entre lo justo y lo injusto – pero no en este día. El Lord de Baluster había robado a su novia sin reparo, y había sido jactancioso y no sentía arrepentimiento. Se le había hecho consciente de su crimen, se le había sido dado la oportunidad de enmendar su error y se había negado a rectificarlo. Se había buscado su infortunio. Sus hombres debieron haber dejado las cosas así – sobre todo ahora que estaba muerto.
Pero ahí iban cabalgando, cientos de ellos, mercenarios a sueldo de ese Lord menor – todos empeñados en matar a Erec únicamente porque ese hombre les había pagado. Iban hacia él en su brillante armadura verde, y cuando se acercaron, soltaron un grito de guerra. Como si eso pudiera asustarlo.
Erec no tenía miedo. Había visto demasiadas batallas así. Si algo había aprendido en todos sus años de formación, era a nunca temer cuando luchaba del lado de los justos. Le habían enseñado que la justicia, no siempre prevalecer— pero le daba a su portador la fuerza de diez hombres.
No era miedo lo que Erec sintió cuando vio a cientos de hombres acercándose, sabiendo que probablemente moriría ese día. Era una expectativa. Le habían dado la oportunidad de morir en la forma más honorable, y eso era un regalo. Había hecho una promesa de gloria, y hoy, su promesa exigía el cumplimiento.
Erec sacó su espada y caminó hacia la ladera a pie, corriendo hacia el ejército mientras se dirigían hacia él. En este momento deseaba más que nunca tener a su fiel caballo, Warkfin, para acompañarlo en la batalla— pero tuvo una sensación de paz sabiendo que Warfkin llevaba a Alistair de regreso a Savaria, a la seguridad de la corte del Duque.
Mientras se acercaba a los soldados, a unos 15 metros de distancia, Erec tomó velocidad, corriendo hacia el caballero líder que estaba en el centro. Ellos no redujeron la velocidad, y tampoco él y se preparó para el enfrentamiento.
Erec sabía que tenía una ventaja: trescientos hombres no podían caber físicamente lo suficientemente cerca para que todos atacaran a un hombre al mismo tiempo; él sabía de su entrenamiento que a lo sumo seis hombres a caballo podrían acercarse lo suficiente para atacar a un hombre a la vez. La manera en que Erec lo veía, eso significaba que sus posibilidades no eran trescientas en una – sino seis en una. Mientras pudiera acabar con los seis hombres delante de él en todo momento, tenía la oportunidad de ganar. Era sólo cuestión de si tenía la resistencia para lograrlo.
Mientras Erec bajaba por la colina, sacó de su cintura el arma que sabía que sería mejor: un mayal con una cadena de nueve metros de largo, en cuyo extremo había una bola con pinchos, de metal. Era un arma para poner una trampa en el camino – o para una situación justo como ésta.
Erec esperó hasta el último momento, hasta que el ejército no tuvo tiempo de reaccionar, luego giró el mayal por lo alto de la cabeza alta mayal y lo lanzó al otro lado del campo de batalla. Apuntó hacia un pequeño árbol, y la cadena con picos se extendió por el campo de batalla; mientras la pelota se envolvía alrededor de ella, Erec se enrolló y cayó al suelo, evitando las lanzas que estaban a punto de ser lanzadas hacia él, y sostuvo el mango con todas sus fuerzas.
Él lo tenía perfectamente calculado: no hubo tiempo para que el ejército reaccionara. Lo vieron en el último segundo y trataron de detener a sus caballos— pero iban demasiado rápido y no hubo tiempo.
Toda la línea del frente corrió hacia ella, la cadena con picos le cortó las patas a los caballos, haciendo que los jinetes cayeran de bruces hacia el suelo; los caballos cayeron encima de ellos. Docenas de ellos fueron aplastados en el caos.
Erec no tenía tiempo para estar orgulloso del daño que había hecho: otro flanco del ejército se dio vuelta y se dirigió hacia él con un grito de batalla, y Erec rodó a sus pies para enfrentarlos.
Mientras el caballero al mando levantaba una jabalina, Erec aprovechó la ventaja que tenía: él no tenía un caballo y no podía enfrentarse a esos hombres a su altura, pero ya que estaba abajo, le vendría bien hacer uso del suelo. Erec se lanzó al suelo repentinamente, enrollado, levantó su espada y cortó las patas del caballo del hombre. El caballo se desplomó y el soldado cayó de bruces antes de que tuviera oportunidad de soltar su arma.
Erec continuó rodando y logró evitar la estampida de las patas de los caballos alrededor de él, quienes tuvieron que separarse para evitar chocar con el caballo derribado. Muchos no lo lograron, tropezando con el animal muerto y docenas de caballos más se estrellaron en el suelo, levantando una nube de polvo y provocando un estancamiento entre el ejército.
Era exactamente lo que Erec había esperado: polvo y confusión, docenas más cayendo al suelo.
Erec se puso de pie de un salto, levantó su espada y bloqueó una espada que iba a caer sobre su cabeza. Se giró y bloqueó una jabalina, después una lanza, luego un hacha. Se defendió de los golpes que le llovían desde todos los ángulos, pero sabía que no podría aguantar así mucho tiempo. Tenía que atacar si quería tener alguna oportunidad.
Erec rodó, se arrodilló y lanzó su espada como si se tratara de una lanza. Voló por el aire y llegó hasta el pecho de su atacante más cercano; sus ojos se abrieron de par en par y cayó de su caballo hacia un lado, muerto.
Erec aprovechó la oportunidad para saltar sobre el caballo del hombre, arrebatando el mayal de sus manos antes de que muriera. Era un buen mayal y Erec le había elegido por esa razón; tenía un mango plateado largo y adornado y una cadena