O’Connor se preguntó en voz alta, mirando hacia arriba.
Todos miraron hacia arriba, obviamente preguntándose lo mismo.
“Solo hay una manera de descubrirlo”, dijo Thor.
Thor agarró la cuerda con ambas manos, saltó y empezó a ascender. A su alrededor todos los demás hicieron lo mismo, todos ellos escalaban los acantilados como cabras montesas.
Thor escalaba y escalaba, le dolían los músculos, quemaban bajo el sol. El sudor le caía por el cuello, le escocía en los ojos y todas sus extremidades temblaban.
Sin embargo, a la vez, había algo mágico en aquellas cuerdas, una energía que lo apoyaba –y a los demás- y lo hacía escalar más rápido de lo que jamás lo había hecho, como si las cuerdas lo estuvieran tirando hacia arriba.
Mucho más pronto de lo que hubiera imaginado que sería posible, Thor se encontró a sí mismo llegando a la cima; levantó el brazo y se sorprendió al ver que estaba agarrando hierba y tierra. Se echó hacia arriba, dio una vuelta sobre su costado, encima de la suave hierba, agotado, respirando con dificultad, con las extremidades doloridas. A su alrededor, vio que los demás también llegaban. Lo habían conseguido. Algo había querido que llegaran allí arriba. Thor no sabía si eso era motivo de consuelo o de preocupación.
Thor se apoyó sobre una rodilla y desenfundó su espada, poniéndose inmediatamente en guardia, sin saber qué les esperaba allá arriba. A su alrededor sus hermanos hicieron lo mismo, todos se pusieron de pie e, instintivamente, se colocaron en semicírculo, protegiéndose las espaldas los unos a los otros.
Mientras estaba allí, mirando alrededor, Thor se sorprendió por lo que vio. Había esperado ver a un enemigo enfrentándose a ellos, había esperado ver un sitio rocoso, desértico y desolado.
A cambio, no veía a nadie que los recibiera. Y, en lugar de rocas, veía el lugar más hermoso en el que sus ojos se habían posado: allí, desplegadas delante de él, había onduladas colinas verdes, exuberantes con flores, follaje y frutas, que brillaban con la luz de la mañana. La temperatura aquí era perfecta, acariciada por las suaves brisas del océano. Habían huertos de árboles frutales, abundantes viñedos, sitios de una abundancia y belleza tales que inmediatamente hizo que su tensión se desvaneciera. Enfundó su espada, mientras todos los demás también se relajaban, todos ellos contemplaban aquel lugar de perfección. Por primera vez desde que habían zarpado de la Tierra de los Muertos, Thor sentía que realmente podía relajarse y bajar la guardia. Aquel era un lugar que no tenía prisa por dejar.
Thor estaba desconcertado. ¿Cómo podía existir un lugar tan hermoso y templado en medio de un océano interminable y cruel? Thor miró a su alrededor y vio una suave neblina colgando encima de todo, miró hacia arriba y vio, allá arriba, el anillo de suaves nubes lilas que cubrían el lugar, protegiéndolo y, sin embargo, dejando que el sol se colara por aquí y por allí, y sabía en cada ápice de su cuerpo que este lugar era mágico. Era un lugar de tal belleza física, que incluso dejaba en ridículo la abundancia del Anillo.
Thor se sorprendió al escuchar lo que parecía un chillido distante; al principio pensó que simplemente su mente le estaba jugando malas pasadas. Pero después sintió un escalofrío al escucharlo de nuevo.
Levantó la mano hacia sus ojos y miró hacia arriba, estudiando los cielos. Podría haber jurado que sonaba como el grito de un dragón, sin embargo, sabía que aquello no era posible. Él sabía que el último de los dragones había muerto con Ralibar y Mycoples. Él mismo había sido testigo, aquel fatídico momento de sus muertes todavía colgaba sobre él como un puñal en su corazón. No pasaba un solo día que no pensara en su buena amiga Mycoples, que no deseara que volviera a su lado.
¿Era simplemente un pensamiento deseoso, escuchar aquel grito? ¿El eco de algún sueño olvidado?
El grito volvió de repente, rompiendo a través de los cielos, perforando el mismo tejido del aire y el corazón de Thor dio un salto, al sentirse cegado por la emoción y el asombro. ¿Podía ser?
Cuando Thor levantó la mano hacia los ojos y miró hacia los dos soles, allá arriba en los acantilados, creyó detectar el vago contorno de un pequeño dragón, volando en círculos en el aire. Se quedó congelado, pensando si sus ojos le estaban jugando una mala pasada.
“¿Aquello no es un dragón?” preguntó de repente Reece en voz alta.
“No es posible”, dijo O’Connor. “No quedan dragones vivos”.
Pero Thor no estaba muy seguro al ver cómo el contorno de la forma desaparecía entre las nubes. Thor miró de nuevo hacia abajo y estudió los alrededores. Se quedó asombrado.
“¿Qué es este lugar?” preguntó Thor en voz alta.
“Un lugar de sueños, un lugar de luz”, dijo una voz.
Thor, sorprendido por la desconocida voz, se dio la vuelta, al igual que los demás, y se sorprendió al ver, de pie delante de ellos, un hombre mayor, vestido con una túnica y una capucha amarillas, que llevaba un largo bastón translúcido, con diamantes incrustados y un amuleto negro en la punta. Brillaba con tanta intensidad que Thor apenas podía ver.
El hombre tenía una sonrisa relajada y caminaba hacia ellos de una maner afable y se echó la capucha hacia atrás, dejando al descubierto un cabello largo, ondulado y dorado y un rostro que no tenía edad. Thor no podía decir si tenía dieciocho o cien años. De su rostro emanaba una luz y Thor se quedó de piedra ante su intensidad. No había visto algo parecido desde que había visto a Argon.
“Haces bien”, dijo, mientras fijaba su mirada en Thorgrin y caminaba hacia él. Se quedó a escasos metros de él y sus translúcidos ojos verdes parecían quemarle en su interior. “En pensar en mi hermano”.
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