Caitlin quería cubrirse las orejas, pero ni siquiera tenía espacio para levantar los brazos. De pronto, sintió claustrofobia.
Sonó la campana y la energía se incrementó.
“Ya voy retrasada.”
Revisó una vez más su tarjetón y, finalmente, vio a lo lejos el salón que le correspondía. Trató de atravesar el mar de cuerpos, pero no lograba avanzar. Después de varios intentos, se dio cuenta de que tenía que ser agresiva. Comenzó a golpear a los otros con los codos y a empujarlos cuando ellos la empujaban. Dejándolos atrás uno por uno, Caitlin logró pasar por entre los jóvenes que llenaban el amplio pasillo y abrió la pesada puerta del salón.
Se rodeó con los brazos. De ese modo enfrentó todas las miradas dirigidas a ella, la chica nueva que había llegado tarde. Imaginó que el maestro la regañaría por interrumpir, pero se quedó atónita al descubrir que no sería así en lo absoluto. Aunque el salón estaba diseñado para treinta alumnos, había cincuenta, estaba repleto. Algunos de los chicos ya estaban en sus asientos, otros caminaban por entre los mesabancos gritándose. Era un caos.
A pesar de que la campana había sonado cinco minutos antes, el maestro, despeinado y con el traje arrugado, ni siquiera había comenzado la clase. De hecho, estaba sentado con los pies sobre el escritorio, leyendo el periódico e ignorando a todo mundo.
Caitlin se acercó a él y colocó su nueva credencial de identificación sobre el escritorio. Se mantuvo de pie ahí y esperó a que el maestro la mirara, pero él no lo hizo.
Finalmente, aclaró la garganta.
—Disculpe.
El maestro bajó su periódico con reticencia.
—Soy Caitlin Paine. Soy nueva. Creo que tengo que entregarle esto.
—Yo solo soy un suplente —le contestó y levantó de nuevo el periódico, ignorándola.
Ella permaneció ahí confundida.
—Entonces —preguntó—, ¿usted no registra la asistencia?
—Tu maestro va a regresar el lunes —contestó con brusquedad—. Él se encargará de eso.
Al darse cuenta de que la conversación había terminado, Caitlin recogió su credencial.
Volteó y miró el salón. El caos continuaba. Si acaso había algo bueno en esta situación, era que, por lo menos, nadie la había notado. Parecía no importarles lo que sucedía, ni reparar en su presencia.
Por otra parte, revisar desde ahí el salón repleto era muy angustiante pues no había ningún lugar vacío para sentarse.
Adoptó una actitud de fortaleza y, apretando contra sí su diario, caminó con vacilación por uno de los pasillos. Por momentos se estremecía al avanzar entre los chicos que se gritaban entre sí con cinismo. Cuando llegó al fondo del salón pudo ver el panorama completo.
No había un solo asiento vacío. Se quedó ahí de pie, sintiéndose estúpida. Entonces, se dio cuenta de que los otros chicos comenzaron a notarla. No sabía qué hacer. Por supuesto, no iba a permanecer en ese lugar de pie toda la clase, y al maestro sustituto no parecía importarle. Volteó y volvió a revisar el salón sin éxito.
A unos pasillos de distancia, escuchó risitas y estuvo segura de que se burlaban de ella. No vestía como los demás y tampoco lucía como ellos. Se ruborizó y sintió que estaba llamando demasiado la atención.
Cuando estaba a punto de abandonar el salón, y tal vez, incluso la escuela, escuchó una voz.
—Aquí.
Caitlin volteó.
En la última hilera, junto a la ventana, había un chico alto parado junto a su mesabanco.
—Siéntate —dijo—. Por favor.
Se hizo un silencio momentáneo en el salón mientras los otros esperaban ver cómo reaccionaría ella.
Caminó hacia él. Trató de no mirarlo directamente a los ojos —a sus grandes y brillantes ojos verdes—, pero no pudo evitarlo. Era encantador. Tenía una piel suave y aceitunada que hacía imposible saber si era negro, latino, blanco o algún tipo de combinación. Jamás había visto una piel tan tersa y una mandíbula tan bien definida. Era delgado, de cabello corto y castaño. Había algo en él que estaba tan fuera de lugar… Parecía frágil, como un artista, tal vez.
Era realmente difícil que un chico le impactara tanto. Había visto a sus amigas enloquecer por alguien, pero era algo que ella en realidad no comprendía bien. Hasta ahora.
—¿Y en dónde te vas a sentar tú? —preguntó Caitlin.
Trató de controlar su voz, pero no sonaba convincente. Esperaba que él no advirtiera lo nerviosa que estaba.
Él le brindó una gran sonrisa que reveló la perfección de sus dientes.
—Justo aquí —dijo él, y se movió hacia la base de la ventana que quedaba a unos cuantos pasos.
Lo miró y él le correspondió. Sus miradas se mantuvieron fijas. Ella trató de forzarse a voltear en otra dirección pero no pudo hacerlo.
—Gracias —dijo Caitlin, sintiéndose de inmediato enojada consigo misma.
“¿Gracias? ¿Eso es lo único que se te ocurre? ¡¿Gracias?!”
—¡Muy bien, Barack! —se escuchó una voz gritar—. ¡Cédele tu asiento a esa linda niña blanca!
Se escucharon más risas y de pronto, el salón volvió a llenarse de ruido y todos los ignoraron de nuevo. Caitlin vio que el chico bajaba la mirada avergonzado.
—¿Barack? —preguntó—, ¿así te llamas?
—No —contestó él, ruborizado—. Así me llaman, como a Obama. Dicen que me parezco.
Caitlin lo miró con cuidado y se dio cuenta de que sí, efectivamente se parecía.
—Es porque soy parte negro, parte blanco y parte puertorriqueño.
—Vaya, pues creo que es un cumplido —dijo ella.
—No de la manera en que ellos lo dicen —respondió el chico.
Caitlin lo vio sentarse en la base de la ventana un tanto apocado. Se dio cuenta de que era bastante sensible, incluso vulnerable. No parecía formar parte de este grupo de chicos. Era una locura pero, hasta sintió deseos de protegerlo.
—Soy Caitlin —le dijo, extendiendo la mano y mirándolo directo a los ojos.
Sorprendido, él la vio y volvió a sonreír.
—Jonah —le contestó.
Al estrechar su mano con firmeza, Caitlin sintió su brazo temblar mientras él la envolvía con su suave piel. Tenía la sensación de que se derretía y no pudo evitar sonreír cuando él sujetó su mano un poco más de lo normal.
El resto de la mañana pasó sin advertirlo, y para cuando Caitlin llegó a la cafetería, tenía bastante hambre. Abrió las puertas de vaivén y se abrumó al enfrentar el enorme comedor y el increíble ruido que producían los chicos que con sus gritos parecían ser mil. Era como entrar a un gimnasio. La diferencia radicaba en que cada cinco metros, a lo largo de los pasillos, había un guardia de seguridad que observaba todo cuidadosamente.
Como de costumbre, Caitlin no sabía a dónde dirigirse. Escudriñó el enorme salón y, finalmente, vio una pila de charolas. Tomó una y se formó en lo que creyó era la fila para ordenar la comida.
—¡No te metas, perra!
Caitlin volteó y se topó con una chica gorda y enorme, quince centímetros más alta que ella y de muy mala cara.
—Lo siento, no sabía que…
—¡La fila acaba allá atrás! —gritó otra chica, señalándole con