si un cañón lo hubiera disparado dentro de la casa.
Caitlin se quedó de pie, temblando. Nunca había sido una persona violenta, ni siquiera había golpeado a alguien. Además, no era ni corpulenta ni fuerte. ¿Cómo supo que tenía que patearlo así? ¿De dónde había sacado la fuerza para hacerlo? Jamás había visto a nadie salir volando o quebrar una puerta de esa manera, mucho menos a un hombre adulto. ¿De dónde provenía ese poder? Caminó y se detuvo junto a él.
Estaba noqueado en el suelo, bocarriba. Se preguntó si lo habría matado, pero en ese momento todavía la controlaba la ira, y no le importaba. Se hallaba más preocupada por sí misma; le intrigaba quién o qué era en realidad.
Nunca volvió a ver a Frank. Al día siguiente, él terminó la relación que tenía con su madre y jamás regresó. Su madre sospechaba que algo había sucedido entre ellos, pero nunca habló al respecto. A pesar de ello, culpaba a Caitlin del rompimiento y de arruinar el único tiempo de felicidad en su vida. Desde entonces, no había dejado de culparla.
Caitlin miró el techo descarapelado una vez más y su corazón latió con vigor de nuevo. Se acordó de la furia que había sentido y se preguntó si aquellos dos episodios tendrían alguna conexión. Siempre asumió que lo de Frank había sido un loco incidente aislado, una rara manifestación de fuerza. Pero ahora, se preguntaba si no se trataría de algo más. ¿Acaso había algún tipo de poder en ella? ¿Sería un fenómeno? ¿Quién era?
TRES
Caitlin corrió. Los bravucones estaban de vuelta y la perseguían por el callejón. No tenía salida; estaba frente a un muro inmenso pero continuó avanzando, directo hacia él. Conforme corría, incrementaba la velocidad hasta un punto imposible, y pudo ver cómo pasaban los edificios a un lado como manchas. Sintió cómo el viento se deslizaba por entre su cabello.
Cuando estuvo más cerca, saltó, y, con un solo impulso, llegó hasta la cima del muro, a diez metros de altura. Con otro salto voló en el aire de nuevo, diez metros, seis, y aterrizó sobre el concreto sin perder el paso; seguía corriendo, corriendo. Se sentía poderosa, invencible. La velocidad se incrementó aún más y sintió que podía volar.
Miró hacia abajo y vio frente a sus ojos cómo el concreto se tornaba en césped, un largo, verde y bamboleante césped. Corrió por la pradera. El sol brillaba y ella lo reconoció como el hogar de su infancia.
A la distancia detectó a su padre en el horizonte. Sintió que al correr se acercaba cada vez más a él. Pudo enfocarlo. Ahí estaba con una enorme sonrisa y los brazos abiertos.
Le dolía verlo de nuevo. Corrió cuanto pudo, pero él se alejaba a medida que ella se acercaba. De pronto, estaba cayendo.
Una inmensa puerta medieval se abrió y, al atravesarla, entró a una iglesia. Caminó por un oscuro pasillo que tenía antorchas encendidas a los lados. Frente al púlpito había un hombre arrodillado que le daba la espalda. Mientras se aproximaba, el hombre se puso de pie y volteó. Era un sacerdote. La miró y su rostro se llenó de miedo. Ella sintió cómo corría la sangre por sus venas y se vio a sí misma acercándosele, incapaz de detenerse. Temeroso, él levantó una cruz y se la puso enfrente.
Ella se abalanzó sobre él; sintió que sus colmillos crecían y crecían, y luego vio cómo se los clavaba en el cuello al sacerdote. Él aulló de dolor pero a ella no le importó. Sintió cómo penetraba la sangre por sus colmillos y luego corría por sus venas. Era la mejor experiencia que había tenido en la vida.
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