feliz pareja cortando su pastel.
Con el ceño fruncido, deslizó el álbum de vuelta a donde lo había encontrado. Entonces se giró hacia Dagney, que seguía de pie en la entrada al dormitorio, prácticamente dándole la espalda. “Dijiste que teníais archivos con fotos, ¿verdad?”
“Así es. Dame un segundo y te los puedo traer todos.” Respondió rápidamente con cierta sensación de urgencia, obviamente ansiosa por volver al piso de abajo.
Cuando Dagney ya se había ido, Harrison salió de nuevo al pasillo. Echó una ojeada al dormitorio y suspiró profundamente. “¿Alguna vez has visto una escena del crimen como esta?”
“No con tanta sangre,” respondió Mackenzie. “He visto algunas escenas escalofriantes, pero esta se lleva la palma en cuestión de la cantidad de sangre.”
Harrison parecía estar pensando intensamente en esto mientras Mackenzie salía de la habitación. Bajaron las escaleras juntos, entrando a la sala de estar en el momento que Dagney regresaba por la puerta principal. Se reunieron en la zona del bar que separaba la cocina de la sala de estar. Dagney colocó la carpeta sobre la barra y Mackenzie la abrió. De inmediato, la primera foto mostraba la misma cama de arriba, recubierta de sangre, solo que, en la foto, había dos cadáveres—los de un hombre y una mujer. El matrimonio Kurtz.
Ambos estaban vestidos con lo que Mackenzie asumió era su ropa de cama. El señor Kurtz (Josh, según los informes) llevaba puesta una camiseta y un par de calzoncillos. La señora Kurtz, (Julie), llevaba puesto un top de tirantes finos y unos pantalones mínimos de hacer ejercicio. Había una serie de fotografías, algunas de ellas tomadas tan cerca de los cadáveres que a Mackenzie se le encogió el alma unas cuantas veces. La foto del cuello rebanado de la señora Kurtz era especialmente morbosa.
“No encontré ninguna identificación positiva del arma del crimen en los informes,” dijo Mackenzie.
“Eso se debe a que nadie lo ha averiguado. Todos asumieron que era un cuchillo.”
Un cuchillo muy grande, por cierto, pensó Mackenzie mientras desviaba la mirada del cuerpo de la señora Kurtz.
Se dio cuenta de que, por lo visto, incluso a la hora de morir, la señora Kurtz había buscado el confort de su marido. Su mano derecha estaba colocada casi de manera indolente sobre el muslo de él. Había algo muy dulce en todo ello pero que también le rompía un poco el corazón.
“¿Y qué hay de la primera pareja que fue asesinada?” preguntó Mackenzie.
“Esos eran los Sterling,” dijo Dagney, sacando varias fotos y láminas de papel de la parte de atrás de la carpeta.
Mackenzie miró las fotos y vio una escena similar a la que ya había visto en las fotos anteriores, además de arriba. Una pareja, tumbada en la cama, con sangre por todas partes. La única diferencia era que el marido en las fotos de los Sterling había estado o durmiendo desnudo o el asesino le había quitado la ropa.
Estas escenas son demasiado similares, pensó Mackenzie. Es casi como si las hubieran preparado. Observó las similitudes, mirando las fotos de los Kurtz y las de los Sterling una y otra vez.
El coraje y la voluntad de hierro para matar dos personas a la vez—y de una manera tan brutal. Este tipo está increíblemente motivado. Y, por lo visto, no se opone a la violencia extrema.
“Corrígeme si me equivoco,” dijo Mackenzie, “pero el departamento de policía de Miami está operando con la suposición de que se trata de allanamientos de morada rutinarios, ¿correcto?”
“Bueno, así era al principio,” dijo Dagney. “Pero por lo que podemos decir, no hay señales de robo o de saqueo. Y como esta es la segunda pareja asesinada la semana pasada, parece cada vez menos plausible que se tratara de simples allanamientos de morada.”
“Estoy de acuerdo con eso,” dijo ella. “¿Y que hay de conexiones entre las dos parejas?” preguntó Mackenzie.
“Hasta el momento no ha surgido nada, pero tenemos a un equipo trabajando en ello.”
“Y en el caso de los Sterling, ¿había señales de lucha?”
“No. Nada.”
Mackenzie se puso a mirar las fotografías de nuevo y dos similitudes saltaron a la vista de inmediato. Una de ellas en particular le puso la piel de gallina.
Mackenzie volvió a mirar las fotos de los Kurtz. Vio la mano de la mujer reposando inerte sobre el muslo de su marido.
Y lo supo en ese instante: esto se trataba, sin duda alguna, de la obra de un asesino en serie.
CAPÍTULO TRES
Mackenzie conducía detrás de Dagney que les estaba guiando hacia la comisaría. Por el camino, notó que Harrison estaba garabateando unas notas en la carpeta con la que había estado prácticamente obsesionado durante la mayor parte del trayecto entre DC y Miami. En medio de sus notas, hizo una pausa y la miró con cara burlona.
“Ya tienes una teoría, ¿no es cierto?” preguntó.
“No. No tengo ninguna teoría, pero noté unas cuantas cosas en las imágenes que me parecieron un tanto extrañas.”
“¿Quieres contármelo?”
“No por el momento,” dijo Mackenzie. “Si tengo que repasarlo ahora y después otra vez con el departamento de policía, voy a analizar de más. Dame algo de tiempo para que piense todo un poco mejor.”
Con una sonrisa, Harrison regresó a sus notas. No se quejó de que ella estuviera ocultándole las cosas (que no lo estaba) y no le presionó más. Estaba haciendo lo que podía para mantenerse obediente y eficaz al mismo tiempo y ella se lo agradecía.
De camino a comisaría, Mackenzie empezó a atisbar el océano entre algunos de los edificios que pasaron de largo. Nunca había estado enamorada del mar de la manera que alguna gente lo estaba, pero podía entender su atracción. Hasta ahora, en medio de la caza de un asesino, podía percibir la sensación de libertad que representaba. Acentuado por las palmeras gigantescas y el sol impoluto de la tarde de Miami resultaba incluso más bello.
Diez minutos después, Mackenzie siguió a Dagney al aparcamiento de un edificio de la policía enorme. Como casi todo lo demás en la ciudad, tenía un cierto aire playero. En el estrecho terreno ocupado por el césped delante del edificio, se erigían varias palmeras enormes. La arquitectura sencilla también se las arreglaba para transmitir una sensación relajada a la vez que refinada. Era un lugar hospitalario, una sensación que se confirmó incluso cuando Mackenzie y Harrison pasaron a su interior.
“Solamente va a haber tres personas, incluyéndome a mí, en este asunto,” dijo Dagney mientras les guiaba por un pasillo amplio. “Ahora que vosotros estáis aquí, seguramente mi supervisor va a adoptar un enfoque muy relajado.”
Genial, pensó Mackenzie. Cuantas menos discusiones y antagonismos, mejor.
Dagney les escoltó hacia el interior de una pequeña sala de conferencias al final de pasillo. Dentro, había dos hombres sentados a la mesa. Uno de ellos estaba enchufando un proyector a un MacBook. El otro estaba tecleando furiosamente en una libreta digital.
Ambos levantaron la vista cuando Dagney les introdujo en la sala. Al hacerlo, Mackenzie recibió la mirada habitual… una de la que se estaba cansando y a la que se estaba acostumbrando. Era una mirada que parecía decir: Oh, una mujer atractiva. No me esperaba algo así.
Dagney hizo una ronda de presentaciones mientras Mackenzie y Harrison se sentaban a la mesa. El hombre con la libreta digital era el Jefe de Policía Rodríguez, un viejo canoso lleno de arrugas profundas en su tez morena. El otro hombre era un chico bastante novato, Joey Nestler. Resultaba que Nestler era el agente que había descubierto los cadáveres de los Kurtz. Cuando le presentaron, estaba terminando de enchufar la pantalla con el portátil. El proyector lanzaba una luz blanca brillante en una pequeña pantalla adherida a la pared al frente de la sala.