trató de alcanzarla, ella lo agarró por su solapa y la manga de su brazo izquierdo y lo desbalanceó. Luego giró sobre su pie izquierdo y se agachó. Apenas sintió el peso del hombre cuando todo su cuerpo voló sobre su espalda. Cayó boca abajo fuertemente contra la puerta del carro y luego aterrizó de cabeza en el suelo.
“El carro fue el que más sufrió”, pensó con consternación.
El otro hombre ya se estaba moviendo hacia ella, y se dio la vuelta para mirarlo.
Le dio una patada en la ingle. Él se inclinó de dolor, y Riley sabía que el altercado había terminado.
Arrebató la pistola del hombre de la funda.
Luego inspeccionó su trabajo.
El hombre más grande aún estaba tirado al lado del carro, mirándola con una expresión aterrorizada. La puerta del carro estaba abollada, pero no tan gravemente como Riley había temido. El guardia uniformado estaba de manos y rodillas, jadeando.
Le acercó la pistola al guardia.
“Aquí tienes”, dijo en una voz gentil.
El guardia alcanzó la pistola con manos temblorosas.
Riley la alejó de él.
“No”, dijo. “No hasta que abras la puerta”.
Tomó al hombre de la mano y lo ayudó a ponerse de pie. Tambaleó hacia la choza y abrió la puerta de hierro. Riley caminó hacia el carro.
“Permiso”, le dijo al enorme hombre.
Aún viéndose absolutamente aterrorizado, el hombre se movió hacia un lado como un cangrejo gigante, quitándose del camino de Riley. Se metió en el carro y condujo por la puerta. Arrojó la pistola en el suelo.
“Ya no creen que soy una reportera”, pensó.
También estaba segura de que le dejarían saber eso a la congresista muy rápidamente.
*
Un par de horas más tarde, Riley detuvo su carro en el estacionamiento del edificio de la UAC. Se quedó sentada en su carro durante unos instantes. No había venido ni una sola vez durante su mes de permiso. No esperaba estar de vuelta tan pronto. Se sentía realmente extraño.
Apagó el motor, guardó las llaves, se bajó del carro y entró en el edificio. Durante su camino a su oficina, amigos y colegas le dieron la bienvenida. Unos se veían muy sorprendidos de verla.
Se detuvo en la oficina de su compañero habitual, Bill Jeffreys, pero él no estaba allí. Probablemente estaba en un caso, trabajando con otra persona.
Sintió una leve punzada de tristeza, incluso de celos.
En muchos sentidos, Bill era su mejor amigo en el mundo.
Aún así, suponía que quizás esto era lo mejor. Bill sabía que ella y Ryan habían vuelto, y él no estaba de acuerdo. La había ayudado mucho durante su ruptura y divorcio. No creía que Ryan había cambiado.
Cuando abrió la puerta de su oficina, tuvo que verificar para asegurarse de que estaba en el lugar correcto. Todo se veía muy limpio y bien organizado. ¿Le habían dado su oficina a otro agente? ¿Alguien más había estado trabajando aquí?
Riley abrió un cajón y encontró archivos familiares, aunque ahora mejor ordenados.
¿Quién le había arreglado todo esto?
Desde luego no fue Bill. Él sabría sabido que lo mejor era no hacerlo.
“Lucy Vargas, tal vez”, pensó.
Lucy era una agente joven que había trabajado con ella y con Bill. Si Lucy era la culpable de esta orden, al menos lo había hecho para tratar de ayudarla.
Riley se sentó en su escritorio por unos minutos.
Imágenes y recuerdos empezaron a inundarla... El ataúd de la niña, sus padres devastados y el sueño terrible de Riley de la chica colgada rodeada de recuerdos. También recordó cómo el decano Autrey había evadido sus preguntas, y cómo Hazel Webber había mentido descaradamente.
Se recordó a sí misma lo que le había dicho a Hazel Webber. Había prometido poner en marcha una investigación oficial. Y había llegado el momento de cumplir esa promesa.
Tomó el teléfono de su oficina y marcó a su jefe, Brent Meredith.
Cuando el jefe de equipo contestó, ella dijo: “Señor, habla Riley Paige. Me pregunto si podría...”.
Estaba a punto de pedirle unos minutos de su tiempo cuando la interrumpió.
“Agente Paige, ven a mi oficina ahora mismo”.
Riley se estremeció.
Meredith estaba muy enojado con ella por algo.
CAPÍTULO OCHO
Cuando Riley entró en la oficina de Brent Meredith, lo encontró parado al lado de su escritorio esperándola.
“Cierra la puerta”, dijo. “Siéntate”.
Riley hizo lo que le ordenó.
Aún de pie, Meredith se quedó callado por unos momentos. Solo miró a Riley. Era un hombre grande con rasgos negros y angulares. Y él era intimidante incluso cuando estaba de buen humor.
No estaba de buen humor ahora mismo.
“Hay algo que quieres decirme, ¿agente Paige?”, preguntó.
Riley tragó grueso. Supuso que ya se había enterado de ciertas cosas que había hecho.
“Tal vez debes empezar primero”, dijo sumisamente.
Él se acercó a ella.
“Acabo de recibir dos quejas de ti de mis superiores”, dijo.
Riley se sintió muy mal. Sabía de quién Meredith estaba hablando. Las quejas vinieron del agente especial encargado Carl Walder, un hombre despreciable que ya había suspendido a Riley más de una vez por insubordinación.
Meredith gruñó: “Walder me dijo que recibió una llamada del decano de una universidad pequeña”.
“Sí, la Universidad de Byars. Pero si me das un momento para explicar...”.
Meredith le interrumpió otra vez.
“El decano dijo que entraste en su oficina e hiciste unas acusaciones ridículas”.
“Eso no fue exactamente lo que sucedió, señor”, dijo Riley.
Pero Meredith siguió.
“Walder también recibió una llamada de la representante Hazel Webber. Ella dijo que entraste a su casa y la amenazaste. Incluso le mentiste respecto a un caso inexistente. Y luego agrediste a dos miembros de su personal. Los amenazaste a punta de pistola”.
La acusación enfureció a Riley.
“Eso no fue realmente lo que sucedió, señor”.
“Entonces ¿qué sucedió?”.
“Fue la pistola del guardia”, dijo.
Tan pronto como las palabras salieron de su boca, Riley entró en cuenta...
“Eso no salió nada bien”.
“¡Estaba devolviéndosela!”, dijo.
Pero supo al instante...
“Eso no ayudó en nada”.
Cayó un largo silencio.
Meredith respiró profundamente. Finalmente dijo: “Más te vale que tengas una buena explicación para tus actos, agente Paige”.
Riley respiró profundamente.
“Señor,