Блейк Пирс

Si Ella Supiera


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       CAPÍTULO TREINTA

       CAPÍTULO TREINTA Y UNO

       CAPÍTULO TREINTA Y DOS

       CAPÍTULO TREINTA Y TRES

       CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

       CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

       CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

       CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

       CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

       CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

      PRÓLOGO

      No vio a nadie observándolo mientras se deslizaba de noche por la silenciosa calle suburbana. Era la una de la madrugada de una noche a mitad de semana, y era la clase de vecindario donde las personas se iban a la cama a una hora decente, y bebían unos cuantos vasos de vino mientras contemplabanThe Bachelor.

      Era la clase de lugar que despreciaba.

      Pagaban religiosamente sus cuotas de la asociación de propietarios, echaban los excrementos de sus mascotas en pequeñas bolsas plásticas para no ofender a sus vecinos, y lo más seguro es que sus hijos no practicarían deporte en las modestas ligas de la escuela secundaria sino en las ligas privadas del condado. La ostra donde habitaban era su mundo. Se sentían seguros. Sin duda, le echaban el cerrojo a sus puertas y activaban sus alarmas, pero en última instancia, se sentían seguros.

      Eso estaba a punto de cambiar.

      Caminó por un césped en particular. Lo más probable es que ella estuviese en casa ahora. Su marido estaba en Dallas en viaje de negocios. Sabía cuál de las ventanas era la de su dormitorio. Y también sabía que la alarma en la parte trasera de la casa fallaba cada vez que llovía.

      Cambió de dirección y le tranquilizó sentir el cuchillo, metido a la altura de la parte baja de la espalda, entre el elástico de sus bóxers y sus jeans. Se mantuvo pegado al costado de la casa, mientras abría la botella de agua que traía. Cuando llegó a la parte trasera de la casa, se detuvo. Una luz verde brillaba en la pequeña caja del sistema de seguridad. Sabía que si intentaba dañarla, la alarma se activaría. Sabía que si intentaba abrir o empujar la puerta, la alarma se activaría.

      Pero también sabía que se dañaba con la lluvia. Era algo que tenía que ver con la humedad, aunque se suponía que este tipo de sistema era cien por ciento a prueba de agua. Con ello en mente, levantó la botella de agua y la vertió.

      Observó cómo titilaba la pequeña luz verde a medida que se volvía más tenue.

      Con una sonrisa, caminó por un pequeño sendero del patio trasero. Subió las escalinatas del porche trasero. Usar el cuchillo para forzar la puerta mosquitera fue fácil; hizo muy poco ruido en medio del silencio de la noche.

      Cruzó en dirección a la silla de mimbre que estaba en el rincón, levantó el cojín, y encontró la llave debajo del mismo. La tomó con su mano enguantada, fue hasta la puerta trasera, deslizó la llave en la cerradura, la abrió, y pasó adentro.

      Una pequeña lámpara estaba encendida en el estrecho corredor que se extendía desde la cocina. Recorrió este pasillo hasta llegar a la escalera, y por ella comenzó a subir.

      La ansiedad se agitaba en sus entrañas. Se estaba excitando —no de una manera sexual, sino de la manera que solía excitarse cuando se subía a una montaña rusa, la emoción de la anticipación a medida que ascendía, traqueteando por los rieles de la colina más alta.

      Apretó la empuñadura del cuchillo, que todavía tenía en la mano luego de haber abierto la puerta mosquitera. En la parte alta de las escaleras se tomó un instante para apreciar la emoción del momento. Aspiró en medio de la pulcritud de un hogar suburbano de clase alta y eso le hizo sentirse un poco mal. Era demasiado familiar, demasiado privado.

      Lo odiaba.

      Empuñando el cuchillo, caminó hasta el dormitorio que se hallaba al final del corredor. Allí estaba ella, acostada en la cama.

      Estaba durmiendo de costado, con sus rodillas ligeramente flexionadas. Tenía puesta una camiseta y unos shorts deportivos, lo que no era de sorprender considerando que su marido no estaba.

      Caminó hasta la cama y por un momento la contempló mientras dormía. Le maravillaba la naturaleza de la vida. Lo frágil que era.

      Levantó entonces el cuchillo y lo hizo descender casi con naturalidad, como si simplemente estuviera pintando o dándole un manotazo a una mosca.

      Ella gritó, pero solo por un instante —antes de que él hiciera descender el cuchillo otra vez.

      Y otra vez.

      CAPÍTULO UNO

      De las muchas lecciones de vida que su primer año completo de jubilación le había enseñado a Kate Wise, la más importante era esta: sin un plan sólido, el retiro podía volverse aburrido con mucha rapidez.

      Ella había escuchado historias de mujeres que se habían retirado y abocado a otros intereses. Algunas habían abierto pequeñas tiendas en línea Etsy. Otras habían incursionado en la pintura y el crochet. Algunas más habían intentado escribir una novela. Kate pensaba que todas estas eran agradables maneras de pasar el tiempo, pero ninguna le llamaba la atención.

      Para alguien que había pasado más de treinta años de su vida con una pistola en su costado, hallar maneras de estar felizmente ocupada era difícil. Tejer no iba a reemplazar la emoción de la persecución a pie de un asesino. La jardinería no iba generar la adrenalina necesaria para irrumpir en una residencia, sin saber qué habría al otro lado de la puerta.

      Como nada de lo que intentaba ni siquiera se acercaba a rozar el disfrute sentido como agente del FBI, dejó de buscar al cabo de un par de meses. La única cosa que se acercaba eran sus idas al polígono de tiro, dos veces por semana. Hubiera ido más a menudo, si no temiera que los miembros más jóvenes del polígono pudieran comenzar a pensar que ella no era más que una agente retirada, que estaba tratando de revivir un instante del tiempo en que había sido grandiosa.

      Era un temor razonable. Después de todo, suponía que eso era exactamente lo que estaba haciendo.

      Era martes, justo pasadas las dos de la tarde, cuando esta realidad la impactó como una bala entre sus ojos. Acababa de regresar del polígono y guardado de nuevo su pistola M1911 en la mesita de noche cuando su corazón se confesó sin previo aviso.

      Treintiún años. Había pasado treintiún años con los federales. Había formado parte de más de cien redadas y en veintiséis ocasiones había trabajado como parte de una unidad especial para casos de alto perfil. Había llegado a ser conocida por su velocidad, su rápido y con frecuencia agudo intelecto, y su proverbial actitud de no importarle lo que pensaran los demás.

      También había llegado a ser conocida por su apariencia, algo que incluso ahora, a la edad de cincuenta y cinco, todavía la molestaba. Cuando se convirtió en agente a la edad de veintitrés, no pasó mucho tiempo antes de que le pusieran apodos como Piernas y Barbie —nombres que por estos días harían que los hombres fueran despedidos, pero que entonces, siendo ella más joven, era tristemente un lugar común para las agentes femeninas.

      Kate había roto narices en la oficina a hombres que agarraron