el tiempo era oro. Quería dirigirse al este tan pronto como pudiera, en dirección a Volusia, el último lugar al que sabía que Darius se dirigía. Quizás lo encontraría allí. Pero a la vez no podía soportar ver a sus hermanos y hermanas encadenados.
Loti corrió hacia delante, a través de la multitud de esclavos, cortando cadenas a diestro y siniestro hasta que todos ellos estuvieron libres. No sabía dónde irían ahora que lo eran, pero al menos la libertad era suya para hacer lo que desearan.
Loti se giró, se montó en el zerta y le tendió una mano a loc. Él le dio su mano buena y ella tiró de él y, a continuación, le dio un fuerte puntapié al zerta en las costillas.
Mientras partían, Loti estaba emocionada por su libertad y en la distancia ya podía escuchar los gritos de los capataces del Imperio, todos dirigiéndose hacia ella. Pero no podía esperar. Se dio la vuelta y dirigió al zerta cresta abajo, hacia la pendiente contraria, ella y su hermano fueron a parar al desierto, lejos de los capataces y al otro lado de la libertad.
CAPÍTULO NUEVE
Darius alzó la vista atónito, mirando fijamente a los ojos del hombre misterioso que estaba de rodillas ante él.
Su padre.
Mientras Darius miraba fijamente a los ojos del hombre, cualquier noción del tiempo y del espacio se disipó, toda su vida se congeló en aquel momento. De repente, todo tenía sentido: aquella sensación que Darius había tenido desde el momento en que lo vio. Aquella mirada conocida, aquel algo que había estado tirando en su conciencia, que lo había estado molestando desde que se conocieron.
Su padre.
La palabra no parecía ni real.
Allí estaba, de rodillas ante él, le acababa de salvar la vida a Darius, parando un golpe mortífero de un soldado del Imperio, uno que con toda seguridad hubiera matado a Darius. Había arriesgado su vida para atreverse a salir allí solo, a la arena, en el momento en que Darius estaba a punto de morir.
Lo había arriesgado todo por él. Su hijo. Pero ¿por qué?
“Padre”, dijo Darius impresionado, en lo que más bien era un suspiro.
Darius sintió una ráfaga de orgullo al entender que estaba emparentado con aquel hombre, aquel buen guerrero, el mejor guerrero que jamás había conocido. Aquello le hacía sentir que quizás él también podría ser un gran guerrero.
Su padre alargó el brazo y agarró la mano de Darius en un apretón firme y musculoso. Tiró de Darius hasta ponerlo de pie y, al hacerlo, Darius se sintió renovado. Sintió como si tuviera una razón para luchar, una razón para continuar.
Inmediatamente, Darius alargó el brazo para coger la espada que se había caído al suelo, después se giró, junto a su padre y juntos se enfrentaron a la multitud de soldados del Imperio que se acercaba. Con aquellas horribles criaturas ahora muertas, todas muertas por su padre, habían sonado los cuernos y el Imperio había mandado una nueva ola de soldados.
La multitud rugía y Darius echó un vistazo a las espantosas caras de los soldados del Imperio que se les echaban encima, empuñando largas lanzas. Darius se concentró y sintió que el mundo iba más lento mientras se preparaba para luchar por su vida.
Un soldado se dirigía hacia él y le tiró una lanza a la cara y Darius la esquivó justo antes de que impactara en su ojo; a continuación giró rápidamente y mientras el soldado se acercaba para derribarlo, Darius le golpeó en la sien con la empuñadura de su espada, tirándolo al suelo. Darius se agachó cuando otro soldado blandió una espada hacia su cabeza, después se lanzó hacia delante y lo apuñaló en la barriga.
Otro soldado le atacó por el lado, apuntando con su lanza a las costillas de Darius, moviéndose demasiado rápido para que Darius pudiera reaccionar; pero escuchó el ruido de madera golpeando metal y se giró agradecido al ver que su padre apareció y usó su garrote para parar la lanza antes de que golpeara a Darius. Entonces dio un paso adelante y golpeó al soldado entre los ojos, haciéndolo caer al suelo.
Su padre daba vueltas con su garrote y se enfrentaba a grupos de atacantes, el clic-clac de su garrote llenaba el aire mientras él lanzaba con fuerza una estocada tras otra de lanza. Su padre danzaba entre los soldados, como una gacela zigzagueando entre los hombres y empuñando su garrote como un bello objeto, dando vueltas y golpeando a los soldados con destreza, con golpes bien dados en la garganta, entre los ojos, en el diafragma, derribando hombres en todas direcciones. Era como el rayo.
Darius, inspirado, luchaba al lado de su padre como un poseso, haciendo salir la energía de él; daba cuchilladas, se agachaba y daba golpes, su espada hacía un sonido metálico contra las espadas de otros soldados, las chispas volaban mientras avanzaba sin miedo hacia el grupo de soldados. Eran más grandes que él, pero Darius tenía más espíritu y, a diferencia de ellos, estaba luchando por su vida y por su padre. Bloqueó más de un golpe que iba dirigido a su padre, salvándolo de una muerte inesperada. Darius derribaba soldados a diestro y siniestro.
El último soldado del Imperio fue corriendo hacia Darius, levantando una espada en alto con ambas manos por encima de su cabeza y, al hacerlo, Darius se lanzó hacia delante y lo apuñaló en el corazón. El hombre abrió los ojos como platos y lentamente se quedó paralizado y cayó al suelo muerto.
Darius estaba al lado de su padre, los dos espalda contra espalda, con la respiración agitada, valorando su trabajo. A su alrededor, los soldados del Imperio yacían muertos. Eran vencedores.
Darius sentía que allí, al lado de su padre, podía enfrentarse a cualquier cosa de este mundo; sentía que juntos eran una fuerza imparable. Y parecía irreal estar realmente luchando al lado de su padre. Su padre, que él siempre había soñado que era un gran guerrero. Al fin y al cabo, su padre no era una persona cualquiera.
Entonces se escuchó un coro de cuernos y la multitud vitoreó. Al principio Darius esperaba que estuvieran aclamando por su victoria, pero a continuación se abrieron unas enormes puertas de hierro al otro extremo de la arena y supo que lo peor estaba justo a punto de empezar.
Entonces se escuchó el sonido de una trompeta, más fuerte de lo que Darius jamás había escuchado, y le llevó un instante darse cuenta de que no era la trompeta de un hombre, sino la trompa de un elefante. Al mirar hacia la puerta, con el corazón latiendo fuerte ante la expectación, de repente aparecieron, para su sorpresa, dos elefantes completamente negros, con largos colmillos de un blanco reluciente, con los rostros retorcidos por la furia mientras se echaban hacia atrás barritando.
El ruido hacía temblar el mismo aire. Levantaban sus patas delanteras y las bajaban con un estruendo, golpeando el suelo con tanta fuerza que lo hacían temblar, haciendo perder el equilibrio a Darius y a su padre. Encima de ellos iban soldados del Imperio, empuñando lanzas y espadas, vestidos con armaduras de la cabeza a los pies.
Mientras Darius los inspeccionaba, alzando la vista para mirar a aquellas bestias, más grandes que cualquier cosa que se hubiera encontrado en la vida, supo que no había manera que él y su padre pudieran ganar. Se dio la vuelta y vio que su padre estaba allí, sin miedo, sin echarse atrás mientras miraba a la muerte fijamente a la cara de forma estoica. Esto le dio fuerza a Darius.
“No podemos ganar, Padre”, dijo Darius, manifestando lo evidente mientras los elefantes empezaban a ir al ataque.
“Ya hemos ganado, hijo mío”, dijo su padre. “Estando aquí y encarándonos a ellos, sin dar la vuelta y correr, los hemos derrotado. Nuestros cuerpos puede que mueran aquí hoy, pero nuestro recuerdo continúa vivo y ¡será un recuerdo de valor!”
Sin más palabras, su padre soltó un grito y se dispuso a atacar y Darius, inspirado, gritó y fue al ataque a su lado. Los dos corrieron hasta encontrarse con los elefantes, corriendo tan rápido como podían, sin ni siquiera dudar por encontrarse con la muerte de cara.
El momento del impacto no fue lo que Darius esperaba. Esquivó una lanza que el soldado que iba encima del elefante le lanzó directamente a él, después levantó su espada