Морган Райс

El Don de la Batalla


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Thor se puso de pie con dificultad, igual que los demás, preparándose para el siguiente ataque y, tan pronto como lo hizo, vio que la bestia nadaba hacia ellos a toda velocidad, agitando sus tentáculos. Agarraba el barco por todos lados, sus tentáculos trepaban por los bordes, por encima de la cubierta y venían directos hacia ellos.

      Thor escuchó un grito y, al echar un vistazo, vio a Selese, con un tentáculo enredado en su tobillo, resbalando por cubierta, mientras tiraba de ella por la borda. Reece giró rápidamente y cortó el tentáculo, pero con la misma rapidez otro tentáculo agarró a Reece por el brazo. Más y más tentáculos trepaban por el barco y, al sentirse uno en su propio muslo, miró a su alrededor y vio a todos sus hermanos de la Legión moviéndose incontrolablemente, cortando tentáculos. Por cada uno que cortaban, aparecían dos más.

      Todo el barco estaba cubierto y Thor sabía que si no hacía algo pronto, serían succionados hacia abajo para siempre. Escuchó un chillido, arriba en el cielo y, al alzar la mirada, vio a una de las criaturas malignas que habían escapado del infierno, volando por encima, echándoles una mirada burlona mientras se iba volando.

      Thor cerró los ojos, consciente de que aquella era una de sus pruebas, uno de los momentos trascendentales de su vida. Intentó bloquear el mundo, para concentrarse en su interior. En su entrenamiento. En Argon. En su madre. En sus poderes. Él era más fuerte que el universo, lo sabía. Había poderes en lo profundo de su ser, poderes que estaban por encima del mundo físico. Aquella criatura era de esta tierra, pero los poderes de Thor eran más grandes. Él podía reunir los poderes de la naturaleza, los mismos poderes que habían creado aquella bestia y enviarla de vuelta al infierno del que había venido.

      Thor alargó el brazo y colocó la mano en el tentáculo de la bestia y, al hacerlo, lo chamuscó. La bestia lo retiró de su muslo de inmediato, como si le hubiera quemado.

      Thor se puso de pie, se sentía un hombre nuevo. Se giró y vio que la bestia echaba la cabeza hacia atrás por el borde del barco, abriendo sus mandíbulas, preparada para tragárselos a todos. Vio a sus hermanos y hermanas de la Legión resbalando, a punto de ser arrastrados por la borda.

      Thor soltó un gran grito de guerra y fue hacia la bestia. Se lanzó hacia ella antes de que pudiera alcanzar a los demás, privado de su espada y estirando sus manos ardientes en su lugar. Agarró a la bestia por la cara y le colocó las manos encima y, al hacerlo, sintió que le abrasaban la cara a la bestia.

      Thor la sujetaba con fuerza mientras la bestia chillaba y se retorcía de dolor, intentando soltarse. Lentamente, un tentáculo tras otro, la bestia empezó a soltar el barco y, mientras lo hacía, Thor sentía que su poder crecía dentro de él. Agarró a la bestia con firmeza y levantó ambas manos, sintiendo el peso de la bestia al hacerlo, mientras la hacía subir más y más. Pronto flotó por encima de las manos de Thor, el poder de dentro de Thor la mantenía a flote.

      Entonces, cuando la bestia estuvo a unos nueve metros de altura, Thor se dio la vuelta y proyectó sus manos hacia delante.

      La bestia salió volando hacia delante, por encima del barco, chillando, dando vueltas sobre sí misma. Voló por los aires unos treinta metros, hasta que finalmente se quedó sin fuerzas. Cayó al mar con un fuerte salpicón, para hundirse bajo la superficie a continuación.

      Muerta.

      Thor se quedó allí en silencio, su cuerpo entero todavía estaba caliente, y lentamente, uno a uno, los otros se reagruparon, consiguiendo ponerse de pie y acercándose a su lado. Thor estaba allí, respirando con dificultad, aturdido, mirando hacia el mar de sangre. Más allá, en el horizonte, con los ojos fijos en el castillo negro, que asomaba por encima de aquella tierra, el lugar que él sabía que tenía a su hijo.

      Había llegado el momento. Ahora no había nada que lo detuviera y, finalmente, era el momento de recuperar a su hijo.

      CAPÍTULO ONCE

      Volusia estaba delante de sus muchos consejeros en las calles de la capital del Imperio, mirando fijamente atónita al espejo que tenía en la mano. Examinaba su nuevo rostro desde cada ángulo -una mitad todavía era hermosa y la otra mitad estaba desfigurada, derretida- y sintió repugnancia. El hecho de que todavía perdurara aquella mitad de su belleza hacía que todo fuera, de algún modo, peor. Se dio cuenta de que hubiera sido más fácil si se le hubiera desfigurado toda la cara -entonces ella no recordaría nada de su anterior apariencia.

      Volusia recordaba su deslumbrante buena imagen, la raíz de su poder, que la había llevado a través de todos los acontecimientos de su vida, que le había permitido manipular a hombres y mujeres por igual, hacer que los hombres se arrodillaran con una sola mirada. Ahora, todo aquello había desaparecido. Ahora, era otra chica de diecisiete años más y, peor aún, medio monstruo. No podía soportar ver su propia cara.

      En un ataque de rabia y desesperación, Volusia tiró el espejo y observó cómo se hacía añicos en las prístinas calles de la capital. Todos sus consejeros estaban allí, en silencio, apartando la vista, pues todos sabían que era mejor no hablarle en aquel momento. También quedaba claro para ella, mientras examinaba sus caras, que ninguno de ellos quería mirarla, ver el horror que era ahora su cara.

      Volusia miraba a su alrededor en busca de los Volks, deseosa por destrozarlos, pero ya se habían ido, habían desaparecido tan pronto hubieron echado aquella horrible maldición sobre ella. Le habían advertido que no uniera sus fuerzas a ellos y ahora veía que todas las advertencias eran ciertas. Había pagado un buen precio por ello. Un precio que nunca podría restaurarse.

      Volusia quería soltar su rabia sobre alguien y su mirada se posó en Brinn, su nuevo comandante, un guerrero imponente que solo tenía unos pocos años más que ella, que la había estado cortejando durante lunas. Joven, alto, musculoso, tenía una increíble apariencia y la había deseado todo el tiempo desde que lo conocía. Sin embargo, ahora, para su ira, ni siquiera cruzaba la mirada con ella.

      “Tú”, le siseó Volusia, apenas capaz de contenerse. “¿Ni siquiera vas a mirarme?”

      Volusia se sonrojó cuando él alzó la vista pero no la miró a los ojos. Este era su destino ahora, sabía que para el resto de su vida la verían como un bicho raro.

      “¿Ahora te doy asco?” preguntó, con la voz rota por la desesperación.

      Bajó la cabeza, pero no respondió.

      “Muy bien”, dijo finalmente tras un largo silencio, decidida a cobrar la venganza sobre alguien, “entonces te lo ordeno: mirarás fijamente el rostro que más odias. Me demostrarás que soy hermosa. Te acostarás conmigo”.

      El comandante alzó la vista y la miró a los ojos por primera vez, con una expresión de miedo y horror.

      “¿Diosa?” preguntó, con la voz rota, aterrorizado, sabiendo que se enfrentaría a la muerte si desafiaba su orden.

      Volusia hizo una amplia sonrisa, estaba feliz por primera vez, al darse cuenta de que era la venganza perfecta: acostarse con el hombre que la encontraba más repugnante.

      “Después de ti”, dijo mientras se apartaba y hacía un gesto señalando hacia el aposento.

      *

      Volusia estaba delante de la alta ventana arqueada descubierta del piso superior del palacio de la capital del Imperio y, mientras salían los soles a primera hora de la mañana y las cortinas se inflaban tocándole la cara, lloraba en silencio. sentía cómo sus lágrimas caían por el lado bueno de su cara pero no por el otro, el lado que estaba deshecho. Era insensible.

      Un ligero ronquido interrumpió en el aire y Volusia miró por encima de su hombro y vio a Brin allí tumbado, todavía dormido, con su cara fruncida en una expresión de repugnancia, aún estando dormido. Sabía que él había odiado cada instante que había estado con ella y con aquello se había vengado un poco. Pero todavía no se sentía satisfecha. No podía soltarlo contra los Volks y ella todavía sentía la necesidad de venganza.

      Era una débil venganza, apenas la que ella deseaba.