con los sirvientes, los supuestos amigos, con la mitad de los nobles del reino, pero la Viuda aún podía hacer que la mataran.
Lo peor era que Angelica le había dado ese poder. Lo había hecho en el instante en el que había intentado envenenar a Sebastián. Este no era un reino en el que la reina podía simplemente chasquear los dedos y ordenar una muerte, pero con ella… no había un jurado de compañeros nobles que llamarían lo que ella había hecho otra cosa que no fuera traición, si la Viuda elegía llevarlo a este punto.
Así que se obligó a detenerse cuando llegó a las puertas de los aposentos de la Viuda para tranquilizarse. Los guardias que había allí no decían nada, simplemente esperaban a que Angelica expusiera sus argumentos para entrar. Si hubiera tenido más tiempo, hubiera mandado a un sirviente a solicitar esta audiencia. Si hubiera tenido más confianza en el poder que tenía aquí, hubiera regañado a los hombres por no mostrarle la deferencia adecuada.
—Necesito ver a su majestad —dijo Angelica.
—No se nos informó de que nuestra reina esperara ver a alguien —dijo uno de los guardias.
No hubo ninguna disculpa por ella, nada de la cortesía que Angelica merecía. En silencio, Angelica decidió hacer que el hombre pagara por ello con el tiempo. Tal vez podría encontrar la forma de volverlo a mandar a la guerra.
—No sabía que sería necesario hasta hace muy poco —dijo Angelica—. Pregúntale si me recibirá, por favor. Se trata de su hijo.
El guardia asintió al oír eso y fue disparado hacia dentro. Mencionar a Sebastián fue suficiente para motivarlo aunque la posición de Angelica no pudiera. Tal vez sencillamente sabía lo que la Viuda ya le había dejado claro a Angelica: que cuando se trataba de sus hijos, había pocas cosas que no haría.
Eso es lo que daba esperanzas a Angelica de que esto podría funcionar, pero también era lo que lo hacía peligroso. La Viuda podría acabar evitando que Sebastián se fuera, pero con la misma facilidad podría hacer que mataran a Angelica por fracasar en seducirlo tal y como le había dicho. Haz que sea feliz, le había dicho la vieja bruja, no permitas que piense en otra mujer. Lo que quiso decir había resultado bastante evidente.
El guardia volvió a aparecer con bastante rapidez y abrió la puerta para que Angelica pudiera pasar. No inclinó la cabeza como debería haber hecho, ni la anunció con su título completo.
—Milady d’Angelica —exclamó en cambio.
Aunque pensándolo bien, ¿qué títulos tenía Angelica que pudieran hacer frente a los de una reina? ¿Qué poder tenía ella que no palideciera hasta la insignificancia al lado del de aquella mujer que estaba en la sala de estar de sus aposentos, con la cara hecha una máscara cuidadosamente serena.
Angelica hizo una reverencia, pues no se atrevía a hacer otra cosa. La Viuda hizo un gesto impaciente para que se levantara.
—Una visita repentina —dijo sin sonreír— y noticias sobre mi hijo. Creo que podemos prescindir de eso.
Y si Angelica no hubiera hecho la reverencia, sin duda la madre de Sebastián la hubiera regañado por ello.
—Me dijo que le trajera cualquier noticia sobre Sebastián, Su Majestad —dijo Angelica.
La Viuda asintió y se dirigió hacia su silla de aspecto cómodo. No le ofreció asiento a Angelica.
—Sé lo que dije. También sé lo que dije que te sucedería si no lo hacías.
Angelica también recordaba las amenazas. La Máscara de Plomo, el castigo tradicional para los traidores. Solo pensar en eso la hacía temblar.
—¿Y bien? —preguntó la Viuda—. ¿Has conseguido hacer a mi hijo el futuro marido más feliz alrededor de la tierra?
—Dice que se marchará —dijo Angelica—. Se enfadó por haber sido manipulado y declaró que iba a ir tras la zorra a la que amaba.
—¿Y tú no hiciste nada para detenerlo? —exigió la Viuda.
Angelica apenas podía creerlo.
—¿Qué quería que hiciera? ¿Derribarlo en la puerta? ¿Encerrarlo en sus aposentos?
—¿Tengo que deletreártelo? —dijo la Viuda—. Puede que Sebastián no sea Ruperto, pero aun así es un hombre.
—¿Piensa que no lo intenté? —replicó Angelica. Esa parte le escocía más que todo lo demás. Nadie la había rechazado antes. Cualquiera que ella deseaba, ya fuera por auténtico deseo o simplemente para demostrar que podía, había venido corriendo. Sebastián había sido el único que la había rechazado—. está enamorado.
La Viuda estaba allí sentada y pareció calmarse un poco.
—¿O sea que me estás diciendo que no puedes ser la esposa que necesito para mi hijo? ¿Qué no puedes hacerlo feliz? ¿Qué eres inútil para mí?
Demasiado tarde, Angelica vio el peligro que había en eso.
—Yo no dije eso —dijo—. Solo vine porque…
—Porque querías que yo te solucionara tus problemas y porque tenías miedo de lo que te pasaría si no lo hacías —dijo la Viuda. Se levantó y le clavó el dedo en el pecho a Angelica.
—Bueno, estoy preparada para darte un pequeño consejo. Si está siguiendo a la chica, el sitio más probable al que ella irá es Monthys, en el norte. Ya lo tienes, ¿te basta o tengo que dibujarte un mapa?
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Angelica.
—Porque yo sé de qué va todo esto –respondió bruscamente la Viuda—. Vamos a dejarlo claro, Milady. Yo ya he hecho algo para controlar a mi hijo. Te he mandado a ti para que lo distrajeras. Ahora, si es necesario, descartaré esa opción, pero entonces no habría matrimonio y yo me… decepcionaría mucho contigo.
No hacía falta que diera los detalles de la amenaza. En el mejor de los casos, a Angelica la mandarían lejos de la corte. En el peor de los casos…
—Lo arreglaré —prometió—. Me aseguraré de que Sebastián me quiera a mí, y solo a mí.
—Hazlo —dijo la Viuda—. Te cueste lo que te cueste, hazlo.
***
Angelica no tenía tiempo para los detalles habituales del viaje de un noble. Este no era el momento para deambular en un carruaje, acorralada por una manada de parásitos y rodeada de suficientes sirvientes como para ir lo tan lentos como para que ella caminara. En su lugar, hizo que sus sirvientes desempolvaran ropa de montar y, con sus propias manos, hizo una pequeña bolsa con las cosas que podría necesitar. Incluso se recogió el pelo con un estilo mucho más sencillo que sus habituales complejas trenzas, a sabiendas de que no habría tiempo para esas cosas durante el camino. Además, había cosas que sería mejor que nadie te reconocieran haciéndolas.
Partió hacia Ashton envuelta en una túnica para asegurarse de que nadie veía quién era. También se llevó una media máscara y, en la ciudad, esa era una señal bastante común de fervor religioso que nadie cuestionaba. Primero llegó a las puertas del palacio, se detuvo al lado de los guardias e hizo girar una moneda entre sus dedos.
—El Príncipe Sebastián —dijo—. ¿Hacia dónde se fue?
Sabía que no podía ocultar su identidad a los guardias, pero probablemente ellos tampoco harían preguntas. Sencillamente supondrían que iba tras el hombre al que amaba y con el que tenía intención de casarse. Incluso era la verdad, a su manera.
—Por allí, Milady —dijo uno de los hombres, señalando con el dedo—. Por donde se fueron las mujeres cuando escaparon de palacio hace unos días.
Angelica debería haber imaginado todo esto. Él señaló y Angelica se fue. Siguió a Sebastián por la ciudad como un sabueso de caza, con la esperanza de poderlo alcanzar antes de que fuera demasiado lejos. Casi se sentía como un espíritu atado a la ciudad. En su casa, era poderosa.